Golpee duro, Abinader
Los gobiernos son como los romances: tienen sus momentos. Agotan distintos ciclos de comprensiones emocionales con sus pueblos. El de Luis Abinader, por su juventud, aún provoca suspiros. Su aprobación es alta; después del de Bukele es el gobierno mejor valorado en la región latinoamericana. Pero, tranquilos, tampoco es para descorchar entusiasmos prematuros.
Mantener vivas las expectativas demandará mucho. Dudo que el Gobierno pueda armonizar condiciones y visiones tan dispersas en una gestión todavía inmadura que no ha podido construir su propia personalidad.
La personalidad es un constructo psicológico que en un gobierno se perfila con su visión de Estado, la orientación de sus ejecutorias, los patrones de gestión, los estilos de dirección y la asunción de los problemas colectivos, entre otros caracteres distintivos.
Esa identidad generalmente se arma con la negación de la anterior, más cuando esta última ha generado tedio, insatisfacción o repulsión. Pienso que parte de la aceptación que hoy goza Abinader es prestada: todavía responde al mal recuerdo de la gestión anterior. En la medida en que el olvido social empiece a borrar las imágenes del pasado su Gobierno irá cosechando simpatías o rechazos propios.
Luis Abinader se instala en la vorágine de una pandemia sin par, con una economía sensiblemente contraída y después de haber derrotado a una administración agotada por la corrupción. Quiérase o no, esos factores deben modelar su personalidad porque no resultaron de ensayos de laboratorio ni de diseños abstractos; fueron expectativas sociales nacidas al calor de las mismas realidades que le abrieron las puertas del Palacio.
Pocos gobiernos han recibido un desafío de ese calado. Leonel Fernandez regresó a su segundo mandato (2004-2008) con la secuela de la crisis bancaria y una devaluación histórica de la moneda, pero sin los constreñimientos sociales por un gobierno ético. Además de una gestión económica exitosa, este Gobierno, en cambio, está compelido a administrar la cosa pública con transparencia, rendición de cuentas y sin impunidad, valores que, además de ser mercadeados como estampas electorales, han sido históricamente relegados.
La sociología ha probado que en tiempos de bonanza económica las sociedades son más permisivas. Las preocupaciones de la población suelen desplazarse a otros intereses, vinculados generalmente a proyectos de realización individual. En tiempo de contracciones, en cambio, los patrones de vigilancia social son más rígidos. Martin Luther King apuntaba que la medida de los pueblos y de las personas “no se halla en los periodos de bonanza, de progreso y de confort, sino en tiempos de desafío y de controversia”. De modo que el Gobierno de Abinader tiene pocos espacios para errar; está obligado a lidiar con dos enormes presiones: ser económicamente eficiente y éticamente ejemplar, con una agravante no menos costosa: gobernar a una sociedad compleja y distinta.
Es sabido que los cambios sociales operan con más rapidez. Nuestra sociedad no se ha sustraído a esa dialéctica: somos un colectivo joven (6 de cada 10 tiene menos de 35 años), más informado (no significa mejor educado), más abierto (no necesariamente más consciente), más diverso (no es lo mismo que tolerante), más urbano, más tecnológico y con grandes expectativas de futuro. Es una población críticamente activa que crea corrientes de opinión.
La gente votó mayoritariamente por un modelo diferente y se siente acreedora de ese resultado; por eso sigue con tanto celo cualquier medida o ejecutoria del Gobierno y la sufre o celebra como si fuera propia.
Soportar el patíbulo de las redes sociales, con su díscola y trivial emotividad, será un karma con el que el Gobierno tendrá que convivir quiera o no. Lo que debe evitar el presidente es convertirse en prisionero de sus tendencias. Al contrario, debe mostrar, cuando el momento lo demande, las fibras de su temperamento gerencial (como lo hizo recientemente al golpear la mesa para enfatizar un juicio personal), aunque se trate de una medida impopular.
El momento no es para baratos agrados; es para mostrar un carácter de igual talla que la crisis que administra. La sociedad sensata quiere ver los músculos de un gobierno determinado; de un presidente que si hay que destituir lo haga sin reparo; que le hable con lealtad; que al admitir una equivocación lo haga frontalmente; que no deje dormir los escándalos; que lo que no funcione lo quite y que convierta la ingratitud en una virtud cuando haya que mandar a la Justicia a un amigo funcionario. Un gobierno de menos imagen, simbología e intenciones y de más resoluciones.
En un contexto atípico y frente a desafíos tan ingentes, el Gobierno tiene que estar muy claro en los objetivos de primera atención. Debe concentrar políticas, coordinar estrategias y armonizar mandos de dirección. Evitar la dispersión en aquellas ocupaciones que se aparten de las prioridades troncales. Eso le permitirá ejecutorias consistentes que le eviten la imagen de estar improvisando o dando palos a ciegas.
No le haría mal al presidente Abinader tener un seminario mensual con su gabinete para impartir y compartir la visión del Gobierno y los transversos que deben dominar en los programas y ejecutorias orgánicas, más allá de revisar la gestión ordinaria. Es la oportunidad de que sus funcionarios, como ejecutivos de una gran empresa, sepan qué dirección lleva el Gobierno y las coordenadas que la señalizan; que entiendan lo que piensa y quiere el presidente para que el Gobierno hable su mismo idioma gerencial. No sería inútil invitar a un experto en temas de gobernanza, gestión de crisis, planificación de desarrollo o tendencias globales de pensamiento.
Los dominicanos no aspiramos a un Gobierno de ensueño. Nos conformamos con uno posible; eficiente en lo que ofrece y cumplidor de promesas realistas. Si estos cuatro años se concentra en obtener resultados en una promesa, repito, en una, sería suficiente. Y si esa es dejar un ordenamiento institucional operativo, sano y de consecuencias, nos damos por pagados. El problema es pretender hacer muchas cosas con pocos rendimientos. No necesitamos un Gobierno omnipresente, afanado en hojear todas las agendas o atender las demandas más prolijas. Esa mitificación del “Estado redentor” ha sido una estafa ideológica de un populismo rancio que perdió credibilidad y simpatía en el mundo. Queremos a un presidente que golpee más la mesa, aunque se rompan algunos platos.