Derecha-extrema-derecha
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Las elecciones regionales francesas del pasado 27 de junio confirman, tras las municipales de junio de 2020, dos tendencias del electorado francés: un nivel de abstención nunca alcanzado (un 70 %) y el acercamiento ideológico de la derecha tradicional al ideario de la extrema derecha. La primera señal confirma la ruptura sistémica entre el poder político y la sociedad, en otras palabras, la mayoría parlamentaria topa con la mayoría real. El divorcio desvela un gravísimo problema de legitimidad del Gobierno. La segunda revela las estrategias de la vieja derecha conservadora que opta, para reconquistar parcelas de poder, por radicalizarse asumiendo la retórica ideológica de la ultraderecha, y volverse tan reaccionaria (ahora, en sentido estricto) como ella. Mientras tanto, ésta suaviza su programa para no evidenciar su fanatismo de fondo. El tradicional cordón sanitario republicano, como recurso de emergencia para paralizar posibles dominios lepenianos, ya no se hace necesario, pues las dos fuerzas comparten a menudo los mismos valores. Al mismo tiempo, sectores importantes de la izquierda francesa rehúsan elegir entre los dos bandos de la derecha, tal y como ocurrió en el sur de Francia…
Esta evolución no es solo francesa; se percibe claramente en el discurso de Pablo Casado, en España, que legitima y banaliza el pasado dictatorial del país (ese fue el color de sus declaraciones el 30 de junio), con una añadidura agravante: el Partido Popular no vacila en aparecer públicamente en manifestaciones callejeras con los populistas de Vox, y gobernar, si es necesario, con el apoyo de este partido. Estamos asistiendo, probablemente, al final del ciclo político inaugurado por la crisis disgregadora de 2012, que había dañado gravemente a los partidos centrales, esencialmente de derecha e izquierda, que compartían, concretamente, la misma estrategia: gobernar pragmáticamente bien en el centro derecha, bien en el centro izquierda. De este escenario han surgido partidos laterales más críticos a la izquierda y a la derecha, que han ocupado posiciones significativas en el tablero político y que ahora están perdiendo terreno frente a la radicalización autoritaria de la derecha. Un estado de cosas que experimenta Austria, Holanda, Gran Bretaña, Grecia y, por supuesto, todos los países del Este…
Se puede incluso ir más lejos en la interpretación del fenómeno: puede que se esté borrando del mapa cultural internacional todo el legado ideológico surgido después de la Segunda Guerra Mundial, que apartaba, como consecuencia a la catastrofe del fascismo, a la extrema derecha de cualquier legitimidad en el sistema democrático. La crisis actual de la globalización liberal, que ha impulsado el trumpismo en Estados Unidos, está generando, más allá de la pandemia del coronavirus, una mutación profunda en la estrategia de las fuerzas conservadoras. El modelo de una sociedad políticamente represiva discurre paralelo a la relativización de los desastres del pasado histórico para no dejar espacio electoral a la extrema derecha. Esta reorientación de la derecha clásica tiene probablemente como objetivo, en adelante, legitimar coaliciones gubernamentales con una extrema derecha debilitada y presentada como inofensiva. Lo ha prefigurado el ejemplo austriaco.