Lo que el otro cree que eres
Cumplimentados los trámites rutinarios y picado por la curiosidad, le pregunté el porqué de su apreciación. Dado mi color, era obvio que la chica —muy cortés y de tez clara— escapaba a la falsa presunción de que todos los españoles son blancos, salvo Buika. La respuesta vino acompañada de una sonrisa: “Porque usted no habla como los dominicanos”. Resultó que ella también era dominicana, de segunda generación, aunque se sentía más cómoda en inglés que en la lengua de sus padres.
Hay la tendencia, muy humana y no necesariamente uncida a prejuicios criticables, de medir al todo por la parte. Como el habla del dominicano promedio responde a patrones de pronunciación, vocabulario y giros particulares casi siempre reñidos con una pretendida ortodoxia, quienes verbalizan sin economía de sílabas, les indigestan las eses, se expresan con propiedad y no temen utilizar palabras domingueras cualquier día de la semana, despiertan dudas sobre su verdadera nacionalidad. Para la recepcionista neoyorquina, el buen español se habla en España. Craso error, porque también en la cuna del castellano hay diferencias notables en cómo se maneja el habla. Asunto al margen de la educación, influenciado por factores culturales, regionales, usos y costumbres que se pierden en el tiempo, pero que, sin embargo, han dejado huellas permanentes en nuestra América.
Nada hay de criticable en esas particularidades del español en la República Dominicana. Soy cibaeño; me deleita el “cantaíto” y cómo en puntos de mi región se ha mantenido el predominio de la i sobre la ele y la erre. Diferencias en la entonación, pronunciación y acentos existen en todos los idiomas. En algunos casos, Gran Bretaña por ejemplo, comportan un sello de clase e identifican claramente a la élite y a las escuelas y universidades que frecuenta. El problema en mi país de amores y calores reside en la pobreza con que nos expresamos y la dificultad evidente para convertir las palabras en vehículo de nuestras ideas. Basta con pedir una explicación a alguien o escuchar las entrevistas callejeras en los medios de comunicación para convencerse del déficit de comprensión y soltura en la comunicación que arrastramos desde la primaria.
Los estereotipos abundan. Se reproducen con facilidad asombrosa y se convierten en etiquetas de las que resulta difícil librarse. Peligroso cuando se erigen en barreras insalvables para acceder a la diversidad que se verifica en sociedades y países. Ese abanico de matices en nada enturbia la universalidad. Por el contrario, la convivencia es posible cuando se acepta al otro tal como es, alejada la pretensión de superioridad y los prejuicios resultantes. La uniformidad es imposible, incluso en sociedades relativamente pequeñas. Habrá siempre una coincidencia de lo nuevo y lo viejo en el proceso de las transformaciones que sufren todos los colectivos.
Con el crecimiento del turismo y la afluencia cada vez mayor de visitantes extranjeros, la República Dominicana ha dejado de ser el secreto mejor guardado del Caribe. Años atrás, era necesario pintar un mapa imaginario del Caribe para indicar el trozo de geografía de donde procedemos. Paradójico, ayudaba señalar que estamos al lado de Haití o, menos engorroso para el nacionalista a ultranza, pegados de Puerto Rico y muy cerca de Cuba. En más de una oportunidad he sentido satisfacción cuando me detienen en seco en los prolegómenos de mi explicación geográfica con un “yo sé dónde está la República Dominicana, la he visitado varias veces y me gusta muchísimo”.
Sin embargo, nuestro turismo de resort y enclaustramiento playero ayuda poco a disipar estereotipos y prejuicios. Le ocurre con frecuencia a mi compañera, cuando le dicen que no parece dominicana porque sus rasgos se aproximan más a lo que comúnmente llamamos “una blanquita”. Intervienen razones diferentes en los países europeos donde hemos vivido. Por la experiencia colonial, en el Reino Unido impera la creencia de que todo el Caribe es negro. En España, la generalidad juzga a los dominicanos por los inmigrantes. En los Estados Unidos también, pero allí no hay punto intermedio: se es blanco o negro aunque poco a poco se impone una tercera casilla: latino. Considerar afroamericano a un dominicano me ha parecido siempre una aberración. No por el color, sino porque implica anteponer el rasgo étnico a la relevancia de la cultura en la identidad. Y por la confusión cultural que conduce a muchos de los nuestros a la impostura de conductas, estilos y hábitos reñidos con lo que somos y nos define como sociedad en la que el mestizaje tiene un sentido determinante.
Hay estereotipos hirientes, enraizados en el imaginario de sociedades desarrolladas en las que se supondría la ignorancia ha retrocedido. Sin ir más lejos, la pasada administración estadounidense revivió la imagen falsa del mexicano indolente, ligero de escrúpulos y perteneciente a una banda de desalmados. En medios reputados aún reproducen la caricatura del mexicano con sombrero de ala ancha durmiendo a la sombra de un árbol. La fábula y la ficción se han sobrepuesto a la realidad de naciones que cuentan con una historia que antecede a los conquistadores y a los peregrinos del Plymouth. La complejidad de la estructura social en los pueblos andinos y mesoamericanos, los calendarios maya y azteca, monumentos, ciudades y la agricultura son un testimonio de civilizaciones muy avanzadas.
Cuando se vive en el extranjero, rápidamente se cae en la cuenta de que no eres lo que el otro cree, que su apreciación inicial se corresponde con clisés propios y heredados. A veces, solo el tiempo y el contacto frecuente contribuyen a despojar a los demás de esas ideas preconcebidas de que escasean los dominicanos con estudios de calidad, de que poco a poco las normas democráticas ganan terreno y de que un sector de nuestra sociedad, quizás no tan amplio como quisiéramos, es muy sofisticado y obedece a patrones similares a los de las élites en los países desarrollados.
La idea de que aún usamos taparrabos no ha abandonado del todo la mente de muchas personas con las que toca compartir en los ambientes más diversos, en los más refinados y donde las normas más elementales de cortesía aconsejarían más respeto a la diversidad. Y menos espacio a la duda sobre si somos semisalvajes que duermen en hamacas. La curiosidad abona el terreno para la conversación en los encuentros sociales, frecuentes en la diplomacia anterior a la pandemia. Después de tantas refriegas internas para mantener la compostura, las preguntas torpes ya no lo parecen y se acostumbra uno a la condescendencia no siempre exenta de cierto cinismo.
Luego de responder a la clásica interrogante que de dónde era, conversaba en una oportunidad con alguien que por su acento y los muchos saludos barrunté que era importante. Un juez de una corte superior. Deambulamos con desenfado por las diferencias en los sistemas judiciales de su país y el nuestro, del common law a los códigos e influencias del derecho romano para luego adentrarnos en una plática sobre puros y la calidad del tabaco dominicano, ya que solo conocía el cubano. Todo en perfecta armonía hasta que el savigny-les-Beaune première cru que nos sirvieron motivó algunos comentarios de mi parte sobre los vinos y el terroir de la Borgoña. No era la primera vez que me habían espetado exactamente la misma pregunta; por consiguiente, la respuesta la tenía a borde de lengua.
—¿Y cómo usted sabe de esas cosas?
—Porque se supone que soy un hombre educado, como usted.
Los estereotipos abundan. Se reproducen con facilidad asombrosa y se convierten en etiquetas de las que resulta difícil librarse. Peligroso cuando se erigen en barreras insalvables para acceder a la diversidad que se verifica en sociedades y países. Ese abanico de matices en nada enturbia la universalidad. Por el contrario, la convivencia es posible cuando se acepta al otro tal como es, alejada la pretensión de superioridad y los prejuicios resultantes.