Anatomía de una tragedia a 1.500 metros de altitud
Gabriele Tadini, un especialista en mecánica de 64 años al borde de la jubilación, se sentaba cada día en una silla entre los dos tramos del recorrido del teleférico que une el lago Mayor y la montaña prealpina de Mottarone, a 1.490 metros de altitud sobre el nivel del mar, en Piamonte, en el norte de Italia. Tadini controlaba que todo estuviera en orden en una instalación que había estado cerrada hasta el 26 de abril por la pandemia del coronavirus. Y desde hacía días se había dado cuenta de que algo fallaba. Una pérdida de aceite y un ruido extraño activaban por error el freno de emergencia. Nada grave, algo automático. Un fallo, sin embargo, que ponía en riesgo el primer fin de semana turístico en Italia. Así que Tadini, jefe de operaciones y hombre de confianza de los Nerini, la familia que gestionaba desde 1960 el histórico funicular, decidió bloquear los frenos de emergencia con una suerte de horquilla de acero. Al fin y al cabo, la posibilidad de que se rompiera el cable motor de la instalación era de una entre un millón, pensó. El domingo 23 de mayo, a las 12.02 del mediodía, cuando la cabina estaba a solo tres metros de la llegada, pudo ver desde su silla la catástrofe que había provocado.
Lo que sucedió, al menos los detalles clave, no está claro todavía. El funicular, como la mayoría de estos artefactos, se apoya sobre tres cables. Dos lo mantienen sujeto en el aire: si falla uno, el otro actúa como salvavidas. El tercero es el que se mueve y ejerce de tracción en una dirección y otra. El problema es que si se rompe el cable, la cabina pierde la adherencia y se desliza por su propio peso por los otros dos cables. Y justo para eso están los frenos de emergencia, que Tadini bloqueó y que no pudieron evitar la catástrofe.
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El pasado domingo se partió el grueso acero del cable y el compartimento en el que viajaban 15 turistas se deslizó hacia atrás durante 400 metros, llegando a alcanzar una velocidad de 120 kilómetros por hora. Al toparse contra uno de los pilares, el cable se convirtió en un enorme tirachinas y la cabina salió propulsada hacia el aire como un proyectil impactando contra una ladera, donde rodó 350 metros. Todos los pasajeros, menos Eitan Moshe Biran, un niño israelí de cinco años que viajaba con sus padres y su hermana, murieron.
Los primeros minutos del accidente fueron difíciles de descifrar. Alex Bennett, un profesor de inglés, acababa de aparcar el coche para ir de excursión. El amigo que lo acompañaba se cambiaba los zapatos para empezar a pasear y él tomaba el aire fuera. “Oímos un ruido muy fuerte. Como un latigazo en el aire y un golpe de la cabina. Miré hacia mi izquierda y vi que parte de la cabina estaba oscilando en el aire. Luego se puso en horizontal, y empezó a deslizarse por el cable muy velozmente. En pocos segundos bajó 400 metros hasta el siguiente pilón. Hizo otra oscilación en el aire, y en ese punto dejé de verla”, recuerda al teléfono una semana después.
Bennett y la mayoría de los que estaban en ese aparcamiento pensaron que el compartimento estaba vacío. Sucede muchas veces en esta época del año. “No escuchamos casi nada. Solo el silbido agudo de la cabina deslizándose en medio del silencio. De hecho, pensamos que no había nadie dentro y nos fuimos a comer”, recuerda.
Las 14 víctimas mortales fallecieron por solo tres metros de separación con la estación. Las imágenes del vídeo de seguridad de aquel momento muestran a unos pasajeros sonrientes dentro de la cabina, a punto de desembarcar para coronar la cima. El siguiente documento que tienen los investigadores son ya los restos del accidente en el bosque, pruebas irrefutables de lo que sucedió. Encastradas en los dos frenos de emergencia de la cabina, separados por cientos de metros entre la maleza del bosque, había sendas horquillas que impedían que se activasen con normalidad. La instalación había estado parada durante toda la pandemia, y a los propietarios se les ocurrió esta chapuza para evitar los molestos parones del teleférico. De este modo esquivarían el mal funcionamiento reiterado del sistema y un posible rescate innecesario de los pasajeros si las cabinas quedaban suspendidas en el aire.
La fiscal jefe de Verbania, Olimpia Bossi, que dirige las investigaciones, ordenó el miércoles 26 la detención de tres personas: Tadini, Luigi Nerini, propietario de la empresa Ferrovie del Mottarone, que gestiona el teleférico, y Enrico Perocchio, director de la firma. La fiscal señaló a la salida del cuartel donde se realizaron los interrogatorios que “los tres detenidos habían estado al tanto del fallo en el sistema de frenos de seguridad durante semanas”. Bossi, además, confirmó que no se habían retirado las horquillas que mantienen a distancia las zapatas de freno, que deben bloquear el cable de soporte en caso de rotura, para “evitar interrupciones y bloqueos del teleférico”. Según la fiscal, “el sistema presentaba anomalías y habría necesitado una intervención más radical, con un parón prolongado de la actividad del teleférico”, por lo que decidieron no arreglarlo. “Se trató de una decisión tomada por motivos económicos”, sentenció.
El interrogatorio duró varias horas y Tadini se desplomó. “Ha sido culpa mía, pero los propietarios estaban al corriente de todo”, dijo entre lágrimas. Los tres detenidos fueron acusados de homicidio múltiple doloso, desastre por negligencia y eliminación de herramientas para evitar accidentes de trabajo. El juez puso este sábado en libertad a Nerini y Perocchio, y decretó el arresto domiciliario para Tadini.
La familia Nerini gestionó la instalación, una concesión pública, desde 1960 hasta la fatídica fecha de hace una semana. Solo durante tres años —de 1997 a 2001— perdieron el control del lucrativo negocio, cuando la región de Piamonte se dio cuenta de que el mantenimiento no se hacía adecuadamente y había que poner al día el sistema. Se reparó con dinero público y, mediante un nuevo concurso, se adjudicó de nuevo a la misma familia, tal y como contó meticulosamente el periodista Niccolò Zancan en diario turinés La Stampa. El cable que se rompió se había instalado en 1998 y, teóricamente, se revisaba periódicamente. De ello se ocupaba Tadini. Pero también ahí, alguien quiso ahorrar dinero y trabajo a costa de la seguridad de los usuarios. Una historia ya vista en los últimos años en Italia.
Infraestructuras mortales por falta de mantenimiento
La tragedia del funicular del pasado domingo en el norte de Italia suscita ahora la inquietante duda sobre cuántas instalaciones pueden encontrarse en una situación de deterioro tras la pandemia y la crisis económica generada por el largo parón de la actividad económica.
La montaña de Mottarone, fronteriza con Suiza y confín entre las regiones de Piamonte y Lombardía, es una de las zonas más ricas de Italia. Aquí se han casado los hombres de negocios más adinerados del país, como John Elkann. Llegan turistas en helicóptero de Bielorrusia o Alemania y la región, Piamonte, se encuentra entre las más prósperas del país. Por eso nadie entiende cómo se llegó a esta situación de precariedad.
Los motivos del accidente recuerdan poderosamente al derrumbe del puente Morandi en Génova hace tres años, que dejó 43 fallecidos. O a la muerte de una chica de 22 años a principios de mayo, cuando fue aplastada por un fallo de la maquinaria donde trabajaba en Prato (Toscana).
Italia tiene un sistema de infraestructuras públicas y concesionarias envejecido. Muchas de las grandes instalaciones, construidas durante el auge de los años sesenta o setenta, presentan hoy un deterioro avanzado. La situación se agrava con la picaresca por hacerse con el mantenimiento de dichos servicios a un coste lo más bajo posible, utilizando materiales de baja calidad —sucede en muchas ciudades del sur— o no revisando adecuadamente las estructuras. Algo que, hasta la fecha, sucedía menos en el norte de Italia.
El accidente del teleférico, además, constata otra nueva variable de la pandemia: intentar llevar una vida normal cuando alguien ha querido ahorrar dinero en medio de la gran crisis se convierte en una actividad mortal.