Desde el Sáhara hasta Palestina
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En el origen, Donald Trump y su legado árabe, un campo sembrado de explosivos desde Marruecos hasta Jerusalén. Son las decisiones de calado estratégico que tomó gracias a su escaso aprecio por la legalidad internacional, al culto al dinero y a la fuerza y a la alianza trabada con Benjamín Netanyahu, prolongadas ahora más allá de su presidencia.
Rompió con la Autoridad Palestina, retiró la ayuda humanitaria a los refugiados, reconoció la soberanía israelí sobre Jerusalén, el Golán y las colonias de Cisjordania. Una vez desautorizado en las urnas, también reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, como premio a Rabat por el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Israel. Era su plan de paz para Oriente Próximo, en el que nada tenían que decir los palestinos, los organismos internacionales y menos todavía los saharauis y su república de las dunas.
Esta es la conexión entre Gaza y Ceuta, Mohamed VI y Netanyahu, ambos con el paso cambiado por el relevo en la Casa Blanca, donde cuenta de nuevo el respeto a la legalidad internacional y la diplomacia tiene preferencia sobre la fuerza. Daban por cobrado el botín y ahora pretenden defenderlo, uno lanzando bombas sobre Gaza y el otro migrantes sobre Ceuta, pero son dudosos los resultados de apuestas tan arriesgadas. Hoy ya nadie vence en las guerras e incluso pueden vencerlas los derrotados, porque las victorias son políticas.
Hamás ha ganado la mano a la Autoridad Palestina, y aspira ahora a liderar a todos los palestinos, los de Gaza, los de Cisjordania y los de Israel. Ha demostrado la insuficiencia de la Cúpula de Acero israelí, que no evita el pánico civil en las ciudades. La causa palestina ha recuperado oxígeno internacionalmente, incluso en Estados Unidos y en las filas demócratas.
No es el caso del Sáhara Occidental, donde solo compensa la debilidad del Polisario la intemperante reacción de Mohamed VI, capaz de lanzar a millares de personas inermes al mar con tal de construir una crisis de fronteras con España, es decir, con Europa. El relumbre que pierde la monarquía alauita lo gana la causa saharaui, especialmente la resolución del Consejo de Seguridad, despreciada por Trump, que reconoce su derecho a la autodeterminación.
Esta siembra requería un cierto vacío político, es decir, gobernantes débiles y desautorizados, empleados en la navegación a vista y carentes de rumbo e ideas políticas. Así sucede en el Marruecos del rey holgazán, que convierte en increíble su título de emir de los creyentes y su compromiso como protector de Jerusalén. Sucede con la caducada Autoridad Palestina y sobre todo con Netanyahu, su proceso por corrupción, su incapacidad para conseguir mayorías parlamentarias y su desprecio por la población palestina.
Estos territorios ocupados, ambos en contravención de la legalidad internacional, son piedras en el zapato de quien quiera, como Joe Biden, predicar con el ejemplo y recuperar frente a los déspotas el multilateralismo, la exigencia democrática y el respeto a los derechos humanos.