Escuadrón antidisturbios
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La brutalidad policial se naturalizó en Colombia cuando el general Cortés Vargas fue ascendido a director del Cuerpo por su brillante desempeño en la Masacre de las bananeras (1928), en la que huelguistas contra los abusos de la United Fruit Company fueron acribillados por el Ejército. La soldadesca que disolvió a balazos los derechos laborales de obreros y campesinos fue premiada por el presidente de la República como salvadora de la anarquía y el comunismo. La pérdida de referentes morales y legitimidad, los episodios de salvajismo e impunidad registrados durante la represión de las protestas contra la reforma tributaria de Iván Duque resultan evocadores: reverberaciones de una violencia de origen, establecida como asignatura troncal en los pupitres castrenses.
No desbarra el abordaje psicológico del académico y activista Edgar Barrero sobre la criminalización de la protesta y la estética de lo atroz, sobre la mutación de jóvenes reclutados en los estratos medios y bajos de la sociedad, que desarrollan placer en el Escuadrón Antidisturbios de la Policía Nacional cuando generan sangre, dolor, tortura y humillación a sus hermanos de clase. Canta para que deje de pegarte, hijueputa. La unidad, dependiente del Ministerio de Defensa, fue concebida con prepuestos bélicos, como una máquina de guerra susceptible de aterrorizar con embestidas fascistoides. La ciudadanía, como enemigo; el control del orden público, como ofensiva militar. A mayor violencia, mayor sensación del deber cumplido.
La consolidación de la paz en Colombia trasciende los acuerdos con las FARC. El esperanzador andamiaje construido hace cinco años en La Habana no aguantará el empuje generacional insatisfecho, ni las demandas sociales desatendidas, si la cultura del entendimiento no se asienta en las conciencias de una ciudadanía trastornada por casi un siglo de violencias; tampoco, si los manuales y confrontación de ideas en las academias no desmontan el universo de valores de los Cuerpos de Seguridad, víctimas también al haber normalizado en sus vidas la muerte, la sevicia y el tiro al manifestante.
La responsabilidad no se agota en los desmanes de los uniformados de la ESMAD que emporcaron el deber institucional de garantizar el ejercicio de los derechos y libertades de todos y la pacífica convivencia entre compatriotas. En el caso de que el presidente Duque optara por secundar el autoritarismo propuesto por Álvaro Uribe y los albaceas ideológicos de la bananera gringa, se corre el riesgo de resucitar, a escala, la barbarie que sustituyó a la política en la guerra civil no declarada de liberales y conservadores. La Policía fue un instrumento partidista de control social, un apéndice del ideario y las políticas represivas de los Gobiernos de turno. Hora es de desmilitarizar el cuerpo y alejarlo de las banderías políticas para transformarlo en un instituto armado de naturaleza civil, al servicio de las políticas de seguridad de la democracia.