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El yihadismo se adueña de las zonas rurales del Sahel

El yihadismo se adueña de las zonas rurales del Sahel

El yihadismo se adueña de las zonas rurales del Sahel
Una niña sonríe frente a un caldero puesto al fuego en un campo de desplazados por la violencia en Barsalogho, Burkina Faso.
Una niña sonríe frente a un caldero puesto al fuego en un campo de desplazados por la violencia en Barsalogho, Burkina Faso.Juan Luis Rod

El pasado 26 de abril, el mismo día en el que eran asesinados en Burkina Faso los periodistas españoles David Beriain y Roberto Fraile, y el conservacionista irlandés Rory Young, unos 30 civiles morían también a manos de grupos armados en este país del Sahel. La violencia yihadista se ha extendido de tal manera en el norte y este del país que las fuerzas de seguridad del Estado, incapaz de hacerle frente, se ha replegado sobre las grandes ciudades, dejando vastas extensiones de terreno desprotegidas, al albur de grupos de radicales, bandidos y traficantes que imponen su ley, asaltan, extorsionan y secuestran con escasa oposición. No es solo Burkina Faso, ocurre en todo el Sahel. Unos 5,4 millones de personas huidas de sus hogares, según datos de Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), así lo atestiguan.

“La población civil está en fuga. Solo en Burkina Faso hay 1,1 millones de desplazados internos. Antes se iban al pueblo de al lado, a 10 o 20 kilómetros, y desde allí regresaban para controlar sus tierras o sus animales. Pero en 2020 empezamos a ver un cambio de tendencia. A medida que el Gobierno abandonaba sus puestos militares y se limitaba a hacer patrullas móviles, los civiles amenazados por la violencia empezaron a huir a las ciudades, el único lugar donde se sienten seguros”, explica Xavier Creach, responsable de ACNUR en África occidental. Razones tienen. Desde 2015, unas 5.000 personas han muerto en Burkina Faso víctimas de la violencia, según la ONG Acled.

“En Malí, Níger o Burkina, el Estado no estuvo nunca realmente muy presente en todo su territorio y ese es el centro del problema”, opina por su parte Gilles Yabi, coordinador del think tank africano Wathi, “las infraestructuras no se desarrollaron más allá de las capitales y algunas ciudades secundarias. No se puede entender la situación en materia de seguridad del Sahel sin comprender la evolución económica, política y social de estos países”. Los tres se encuentran entre los 10 más pobres del mundo, según su Índice de Desarrollo Humano, pese a contar con grandes reservas de recursos naturales como oro y uranio que son explotados por empresas extranjeras.

Pero no es solo el Ejército quien se repliega. Maestros, agentes de salud, funcionarios, agencias humanitarias y ONG han sido víctimas de amenazas y ataques. Estas solo operan en lo que llaman “burbujas de seguridad”, que normalmente están en los centros urbanos. Un dato preocupante que muestra la amplitud del problema es que la violencia ha obligado al cierre de unos 10.000 colegios en África occidental y central, según Save the Children, todos en zonas rurales.

Además, los yihadistas utilizan las reservas naturales y parques nacionales como zonas de refugio transfronterizas y embrión de su expansión hacia el Golfo de Guinea. Los parques de Comoé, en Costa de Marfil, y Pendjari, en Benín, ya han sido escenario de ataques terroristas mientras que los de W, en Níger, y Arly, en Burkina Faso, cerca de donde se produjo el asesinato de los dos periodistas españoles que hacían un reportaje sobre la caza furtiva, están infestados de grupos armados. De hecho, el Centro Nacional de Inteligencia ha confirmado que los autores pertenecían a un grupo yihadista. De estos espacios naturales también obtienen recursos adicionales gracias al tráfico ilegal de animales, marfil o madera.

El proceso ha sido rápido, menos de una década desde que en enero de 2012 tres grupos radicales se aliaran con los independentistas tuaregs y lanzaran una ofensiva con la que lograron hacerse con el control de todo el norte de Malí. La operación Serval francesa retomó las ciudades de Gao y Tombuctú un año más tarde y comenzó a hostigar a los yihadistas en fuga, como sigue haciendo hoy con la Operación Barkhane, pero estos se refugiaron en pueblos y zonas alejadas de los grandes centros urbanos y prepararon la contraofensiva. Se reorganizaron, mutaron, consolidaron alianzas con una parte de la población rural, sobre todo las comunidades pastorales que se sienten discriminadas frente a los agricultores sedentarios. La seguridad del Estado ya empezaba a desvanecerse y surgían grupos de autodefensa.

Insurgencia

Es en este contexto que el terrorismo yihadista, ya vestido con los ropajes de una insurgencia más comunitaria y política que religiosa, llegó a Burkina Faso desde la vecina Malí. Los primeros ataques ocurrieron en el norte del país allá por 2015, pero pronto surgió un grupo local, Ansarul Islam, encabezado por el hábil predicador radiofónico Ibrahim Malam Dicko. Su bautismo de fuego tuvo lugar en diciembre de 2016 con el asesinato de 12 soldados burkineses en un puesto militar cercano a la frontera. Desde entonces hasta hoy el conflicto se ha extendido desde el norte hasta las regiones de Centro-Norte y Este de Burkina Faso de la mano de otros grupos que han cogido el testigo, sobre todo el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS) que lidera Abu Walid Al Saharaui.

Este grupo afiliado al Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) tiene su centro de operaciones entre las comunidades asentadas en el oeste de Níger, en la región de Tillabéri, pero su capacidad de golpear alcanza a los tres países. Tienen fama de implacables. Fuentes de seguridad burkinesas aseguran que, además de atacar a las Fuerzas Armadas, a sus miembros les está permitido el pillaje y la violación y obligan a la población civil a tomar partido: o colaboran con ellos o sufrirán las represalias.

Mientras tanto, la sensación de desprotección se extiende entre los civiles. “Esto plantea un serio problema de legitimidad de los gobiernos, que no procede de las elecciones, sino de la capacidad de un Estado de estar presente para garantizar la seguridad”, añade Yabi. En el centro de Malí, las comunidades aseguran estar cansadas del conflicto y han iniciado un proceso de negociación entre ellas y el grupo yihadista Frente de Liberación de Macina, del predicador Amadou Kouffa, a quien permiten la aplicación de la sharía en zonas bajo su control. El Estado quedó al margen de dichos acuerdos, lo que plantea también una cuestión de soberanía.

“El 65% de la población de Burkina Faso tiene menos de 25 años”, comenta Creach, “es una proporción enorme. Tienen pocas oportunidades en su educación, medios de vida, supervivencia. En las zonas rurales muchos de ellos se enfrentan a una difícil decisión: integrarse en estos grupos armados, sufrir la violencia o emigrar”. En ocasiones, las amenazas y los asesinatos proceden de las propias fuerzas de seguridad o de paramilitares. Entre febrero y abril de 2020, soldados en Malí, Níger y Burkina Faso arrasaron pueblos y mataron a unos 200 civiles, según denunció Amnistía Internacional en un informe de junio pasado. Soldados chadianos del G5 del Sahel desplazados en Níger violaron al menos a tres mujeres, entre ellas a una niña de 11 años, el pasado marzo.

El noroeste de Nigeria, fronterizo con Níger, también sufre desde hace años una forma creciente de violencia, protagonizada en este caso por grupos de delincuentes armados que roban y secuestran y que ha provocado el desplazamiento forzoso de sus hogares de unas 600.000 personas, según Acnur. El temor de las autoridades es que estas bandas puedan caer bajo la influencia de los yihadistas y se cree un corredor que conecte a Boko Haram y Estado Islámico de África Occidental (ISWAP, por sus siglas en inglés), presentes en el noreste de Nigeria y el Lago Chad, con los radicales del Sahel central a través de Níger. “Ya existe una clara amenaza a la estabilidad regional”, concluye Yabi, “la expansión ha sido muy rápida y está llegando a zonas densamente pobladas. Es un verdadero motivo de inquietud”.

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