Con Galíndez en Madrid
De su obra Los Vascos en el Madrid Sitiado (1945), reseñamos algunos pasajes.
“Madrid hervía todo nervioso aquel viernes, 6 de noviembre de 1936. Los cañonazos se oían en los mismos suburbios de la ciudad, y las dolientes caravanas de campesinos huidos habían cedido paso a bandadas informes de milicianos barbudos y tostados por el sol que maldecían en calles y plazuelas. El enemigo había llegado.
Rumores corrían de que algunas autoridades pensaban fugarse hacia Valencia, antes de que fuera tarde; y los que carecían de vehículo para hacerlo, increpaban violentamente a los afortunados. Una acefalia más caótica que la de agosto planeaba sobre la capital, en la que una vez más los bajos fondos salían a la superficie, heroicos, para defenderla o para morir.
Los sindicatos movilizaban a sus hombres; desde hacía días, burgueses y empleados desfilaban y hacían ejercicios militares con palos en lugar de fusiles por las explanadas y avenidas; seguía sin haber armamento, más había llegado la hora de pelear como fuese. Y en cada local sindical se apiñaban los hombres, con ojos espantados, pero con más disciplina que nunca.
Bandadas de mujeres recorrían las calles al son estridente de Uno, dos, tres, cuatro, siete. Todos los hombres al frente… y mítines callejeros se improvisaban en los barrios. Como por encanto la ciudad se había disfrazado de bélico carnaval; banderolas de sábanas o papel pregonaban que ‘Madrid será la tumba del fascismo’, con el apóstrofe de ‘No pasarán’.
El ambiente era de guerra, casi histérico. Mas al caer la noche, cuando los últimos rumores cruzaron la ciudad y se supo que las primeras columnas fascistas estaban ya allí, en Carabanchel, en la Casa de Campo, en el barrio de Usera, y la quinta columna susurraba insidiosamente que al amanecer estarían ya en Puerta del Sol, cuando no había cañones para responder a los fascistas y las columnas sindicales marchaban hacia el Manzanares para recoger el armamento de los que cayeran en combate, cuando la indignación o el pánico proclamaron la huida de los gerifaltes, el aplanamiento descendió sobre muchos que creyeron en lo inevitable. Y, sin embargo, Madrid seguía latiendo en la sombra de la noche.
Por la mañana, miembros de nuestro Comité recorrieron los centros oficiales tratando de orientarse. El Refugio comenzaba a funcionar. Y personalmente gestioné en la Dirección General de Seguridad la libertad de algunos detenidos, convencido de que serían mis últimas actividades.
Al avanzar la tarde con las noticias y rumores, las oficinas se paralizaron. Alguno hablaba de huir aquella misma tarde, otros pensaban en aguantar hasta el último instante, los más discutían en grupos. El público que abarrotara nuestro local, estaba ausente; Menike y Liceaga, ayudados por algunos miembros de la Guardia, conducían febrilmente colchones y maletas al Refugio de la calle Serrano, mas eso era todo. Nuestra labor parecía concluida.
AI anochecer llegaron más noticias, entre postreros estampidos de artillería, que pronto habrían de silenciarse; los sindicatos estaban en pie de guerra. Había que hacer algo, no podíamos permanecer inactivos. Previa aprobación del Comité, dispuse la movilización de la Guardia y su acuartelamiento en el Partido. Eran las nueve de la noche.
La orden circuló rápidamente; la mayoría de nuestra gente ya estaba congregada en el Partido desde mucho antes; algunos trajeron colchones y víveres para acampar, las oficinas se trocaron en cuartel, y la algarabía fue pronto ensordecedora.
Entonces un telefonazo nos avisó que Fernando de Carrantza, nacionalista, acababa de ser detenido y conducido a un cuartelillo de su propia calle. La gravedad del instante no permitía dilaciones; el coche de Liceaga acababa de llegar al Partido, y en compañía de Genua salí en busca del detenido.
Por las calles desiertas, cruzaban grupos de milicianos en formación vacilante; en las encrucijadas se improvisaban barricadas con los adoquines del pavimento. En una de éstas había sido detenido Carrantza; atinó a pasar impecablemente vestido con corbata y bufanda, y le tomaron por fascista, obligado a trabajar en la construcción de la barricada. Después le llevaron al cuartelillo del batallón de caballería ‘José Díaz’, comunista; para agravar más las cosas, su portero le acusó de burgués y reaccionario.
Al llegar al cuartelillo para rescatarle, ya había sido llevado a la Comisaría del Congreso; al llegar a ésta, ya había sido conducido a la Dirección General Seguridad; de ahí, a la Cárcel Modelo. Mucho se corría aquella noche febril. De la cárcel no se le podía sacar por gestión directa. Cuando el enemigo tocaba a las puertas de La Moncloa.
Regresamos al Partido. El silencio era absoluto, ni un tiro, ni un avión, ni un cañonazo; tras el estruendo de la jornada, aquel silencio pesaba funestamente sobre los espíritus. Todo estaría en calma hasta el amanecer.
El Partido bullía en inusitado apogeo. La Guardia casi en pleno, salvo los que prestaban servicio en el Refugio y los tres acuartelados en el sindicato de seguros; pero aún había más gente, que aquella misma noche se ordenó retirarse a los que custodiaban el Hotel Panamá.
Los miembros del Comité se marcharon a sus casas respectivas, no muy seguros de lo que harían al amanecer, todo dependía de los acontecimientos. Como Jefe de la Guardia, me quedé al frente del Partido y todos sus documentos, con orden de destruirlos si era preciso.
Hasta entonces habíamos respetado la mayor parte de las habitaciones, sin ocupar más que las precisas para nuestras oficinas; pero aquella noche nos adueñamos del piso entero. En los salones delanteros, amplios y vacíos, se amontonaron los pocos colchones conseguidos; en el vestíbulo se trabó una encendida partida de mus; y en la cocina alguien se sintió generoso y repartió una lata de sardinas con pan, banquete que nos tocó a media sardina por cabeza. Felizmente la emoción mataba al hambre.
Serían más de las diez cuando un timbrazo nos conmovió, porque la circulación estaba prohibida a esa hora, sin un salvoconducto. Eran tres milicianos de la CNT, tocados del clásico pañolón rojinegro, que tanto pánico infundiera en los días pasados del caos revolucionario.
—Salud, camaradas —nos dijeron—. Nos hemos instalado en el piso de arriba, y venimos a ofrecernos para la defensa del edificio.
—Está bien, camaradas —les repuse —. ¿Qué armamento tenéis?
—Dos escopetas y una pistola. ¿Y vosotros?
—Seis pistolas y un rifle. Pero no importa. Ya nos veremos si hace falta.
Esta absurda conversación es reflejo de lo que aquella noche pasó en Madrid. No cabía defensa posible; estoy absolutamente convencido de que, si en la madrugada del 6 de noviembre los fascistas atacan la ciudad, la hubiesen tomado fácilmente, pues no había armamento ni organización; sin embargo, no se atrevieron.
Nuestra única responsabilidad era salvar hasta el último instante el honor del Partido, y destruir la documentación comprometedora para mucha gente que había dado sus firmas, con el propósito de proteger a centenares de personas, proclamando su filiación “separatista”. Y a solas en mi despachito, lo preparé todo para el sacrificio.
La jefatura de la Guardia estaba instalada en una minúscula habitación, inmediata al salón ocupado por el Comité, con un balcón que daba al tejadillo de un garaje vecino. Un escritorio, un fichero, media docena de sillas. Hasta aquel día pocos eran los documentos que había guardado, apenas si la lista semanal de servicios; más aquella noche en sus cajones se amontonaban todos los archivos del Partido, y en uno de ellos, una botella de gasolina y una caja de cerillas estaba presta para la destrucción final. Sí, todo estaba en regla, nada comprometedor quedaría.
Y a última hora, cuando ya nada restara por hacer salvo conservar la vida para futuras luchas, los supervivientes podrían saltar por el balcón al tejadillo, de allí al patio, y por cualquiera de sus casas a la calle de los Madrazos, al sótano de la casa de Pilartxo de Muxika, hasta ganar si fuese posible alguna de las embajadas que nos habían ofrecido refugio…
No, no eran por cierto optimistas los pensamientos al filo de la medianoche. El silencio era absoluto en la calle, ni un tiro, ni un vehículo, ni una luz. Contrastando con la sorda algarabía en el interior del Partido. Algunos se habían tendido a dormir en los colchones requisados; varios alborotaban con cierta sordina, que el nerviosismo rompía a cada instante, alrededor de la partida de mus; los cuatro a quienes correspondía la guardia reforzada de aquella noche histórica, deambulaban por los pasillos, se acercaban a la partida, se asomaban al balcón. Estaba rendido, y decidí descabezar un sueñecito.
—Si pasa algo —avisé a los de guardia— avisadme en el acto.
Y me tumbé en un colchón con el convencimiento de que nuestro despertar sería violento, y probablemente trágico.
Cuando abrí los ojos, las claridades del amanecer se filtraban a través de los ventanales enrejados con tiras de goma. El silencio era completo, tan sólo algún ronquido estentóreo, y los pasos lentos de un centinela; le llamé chistando.
—¿Están ya ahí? —No se oye nada.
Y nada se oyó. El sol alumbró de nuevo las calles de la ciudad, sin que lo inevitable hubiera sucedido; el enemigo no había entrado. Y cuando el tronar de la pelea renació en los suburbios de la ciudad, cañones y fusiles resonaron a la misma distancia que la víspera. Teníamos otro día por delante.”
Recordando el cerco del 65.