El superpoder de la soja en Brasil
Desbravar en portugués de Brasil significa amansar, como en español. Pero evoca abrir camino, explorar lo desconocido, civilizar lo salvaje. El padre de Tamires Vasconcelos era un desbravador cuando llegó a estas tierras de la Amazonia hace cuatro décadas. A bordo de una excavadora, se ganaba la vida abriendo sendas en la frondosa vegetación para construir carreteras. Con ellas, llegaron los colonos. Y las ciudades. Y años después, los cultivos. Los locales relatan la colonización que impulsó la dictadura como la epopeya de los pioneros. Las fotografías en blanco y negro del desembarco en los años setenta contrastan con el verde de los campos de soja que se extienden hasta el infinito. Aquí y allá, pequeños conjuntos de árboles.
La cuna de la industria de la soja queda en el corazón de Brasil, en el Estado de Mato Grosso, a unos 2.300 kilómetros tierra adentro desde Río de Janeiro. Es el flanco sur de la Amazonia, el mayor bosque tropical del mundo. Estos campos, camiones y silos representan el motor económico brasileño. La fazendeira Vasconcelos, la única de los hijos del desbravador que eligió convertir el campo en su vida, la heredera, pertenece hoy a una pujante clase empresarial.
Por aquí reina la soja. Los plantíos ocupan unos 38 millones de hectáreas (como la superficie de Alemania). La historia económica de este país continental se acompasa al ritmo de las materias primas. La soja es al siglo XXI brasileño lo que fue el azúcar al XVII, el oro al XVIII y el café al XIX.
Presente y pasado
Vasconcelos y las 5.100 hectáreas de cultivo de la hacienda que dirige —Minuano—, encarnan el único sector económico que ha logrado crecer durante la pandemia en Brasil. “Nuestra principal cosecha es la soja, tenemos una segunda de maíz, y también arroz y feijão”, explica esta ingeniera agrónoma de 35 años sentada ante un café, bajo un árbol, en una mañana soleada de marzo. De esta región sale buena parte de la soja que alimenta a las vacas, cerdos y pollos que a su vez alimentan al mundo.
Incluso en la difícil coyuntura del coronavirus, el agronegocio brasileño vive un momento dulce. La producción es mayor que nunca, los precios internacionales están disparados, el real por los suelos y jamás tuvieron un aliado tan estrecho en la Presidencia de la República como Jair Bolsonaro. Es el primer productor del planeta. Para los empresarios de la soja, el único nubarrón en el horizonte es la presión internacional por la creciente deforestación de la Amazonia, crucial para mitigar el cambio climático.
Si no fuera porque hablan portugués, costaría creer que esta zona del Estado de Mato es Brasil. Las camisas de cuadros, las gorras, sombreros y botas, las camionetas, tienen el aroma country del centro-oeste de Estados Unidos. En Sinop, como en otras ciudades brasileñas, una imponente estatua de la Libertad preside la entrada de unos grandes almacenes propiedad de un amigo de Bolsonaro. El sertanejo, el country local, es la banda sonora de estas ciudades agrícolas aunque el virus ha cerrado los bares. Esta es una región desconocida incluso para muchos compatriotas. No sale en las postales. Es territorio bolsonarista.
Antes del amanecer, Vasconcelos va desde Sinop, la principal ciudad de la zona, hacia su hacienda. Quien crea que el nombre deriva de China, el gran cliente que ha impulsado el negocio a niveles inéditos, se confunde. Viene del origen mismo de Sinop: significa Sociedad Inmobiliaria del Norte del Paraná, el Estado vecino del que llegaron muchos de los colonos, como João Marcus Menegace.
El taxista Menegace era un crío cuando llegó con sus padres y siete hermanos en una furgoneta. “Comíamos en el arcén”, recuerda. Tras un viaje de días, alcanzaron la tierra prometida. Y prosperaron. El parque móvil —con casi tantos vehículos como vecinos—, la tienda gourmet con delicias importadas y una sofisticada boutique de bolsos que no desentonaría en la milla de oro de São Paulo dan idea de la riqueza.
#ElAgroNoPara es el eslogan que ha hecho furor en redes sociales y en estas tierras desde que el coronavirus puso el mundo patas arriba. Las mascarillas recuerdan que la pandemia sigue ahí, pero casi no ha afectado al negocio. “Los reflejos de la pandemia fueron menores porque, cuando llegó, nosotros ya habíamos negociado la cosecha 2020-2021″, explica la empresaria agrícola. Los suministros estaban comprados y los granos, vendidos. Trabajar al aire libre con escasa mano de obra y abundante tecnología facilita las cosas en tiempos de covid.
Poco tiene que ver la hacienda que dirige con la que fundó su padre, Elmo Leitzke. Casi todos los procesos están tecnificados y los empleados, cualificados. Fumigan desde avionetas. Vasconcelos muestra el silo construido dentro de la propiedad y “pagado a toca teja”, apunta orgullosa. Esta evidente bonanza es fruto, explica, de “muchos años de inversiones en tecnología y en investigación sobre el clima, el suelo, las semillas, los defensivos”. En el léxico local, “los defensivos” son lo que los ambientalistas brasileños llaman agrotóxicos. Los pesticidas.
Los agroquímicos son parte del paquete tecnológico que, desde los noventa, ha aumentado la productividad a niveles insospechados gracias también a la incorporación más reciente de las semillas transgénicas. La Unión Europea, que es uno de los destinos de estas cosechas, tiene vetados el cultivo de transgénicos y el uso de algunos pesticidas permitidos en Brasil como el acefato y la atracina. Con el Gobierno de Bolsonaro, la autorización de nuevos agroquímicos se ha acelerado a un ritmo récord: mil pesticidas en dos años.
Entre los últimos días de febrero y los primeros de marzo, unas lluvias torrenciales dificultaron la recogida de la primera cosecha de soja de 2021 y la siembra de la primera de maíz. Aquí todos plantan dos cosechas, muchos tres y algunos hasta cuatro. Producción superintensiva dirigida principalmente a la exportación a China y a la Unión Europea. Brasil produce un tercio de la soja mundial. Es decir, en pocas décadas se ha colocado a la par de Estados Unidos gracias a duplicar la producción por parcela y triplicar la tierra cultivada desde los ochenta, según el análisis de Our World In Data.
El espectacular boom del agronegocio y de la región centro-oeste de Brasil ha sido impulsado por la ingente demanda de China para alimentar a una población que, al prosperar, consume más carne. Vasconcelos, cuyo negocio es el sustento de 30 familias, vende su soja a una de las mayores multinacionales de granos del mundo, Cargill, que tiene su origen en EE UU.
El sector agropecuario brasileño facturó unos 150.000 millones de euros en 2020, según datos oficiales. Pero si se le suma toda la actividad económica que lo rodea, la aportación del agronegocio al PIB ha aumentado en la última década del 20% al 26% actual, según el instituto Cepea, de la Universidad de São Paulo, mientras la industria y los servicios menguaban.
El profesor de economía agrícola Guilherme Miqueleto, de la Universidad Federal de Mato Grosso, enumera otros factores que también han contribuido al espectacular aumento de la producción: la estabilidad económica, una mayor seguridad jurídica y “la expansión de la frontera agrícola desde hace 15-20 años, que ha ido subiendo hacia el norte”. Desbravando la Amazonia.
En otros países también tiran árboles para abrir paso al ganado y los cultivos, pero en ninguno ocurre con la intensidad de Brasil, responsable de un tercio de la deforestación global. El principal culpable es el ganado. La soja estuvo entre los principales responsables de la deforestación hasta 2006, cuando las empresas se comprometieron con las ONG y el Gobierno a no comprar grano de tierras taladas ilegalmente. Sin demanda, la oferta de este tipo de soja cayó hasta casi desaparecer. La moratoria de la soja en Amazonia “es eficaz en el control de la deforestación directamente asociada a la soja”, explica Cristiane Mazzeti, gestora ambiental de Greenpeace. Solo el 2% de la producción actual viene de tierras ilegalmente deforestadas.
Pero, como los granos son más lucrativos que las vacas, existen tramposos. Son los que primero deforestan, luego colocan ganado y, pasados los años, ¡voilá!, los pastos se convierten en cultivos.
Política y negocios
El trasiego de camiones cargados con la cosecha que van de las haciendas a los silos es incesante pese al diluvio. En una de las plantas de procesamiento, una empleada de la compañía auditora internacional KPMG inspecciona la mercancía y toma nota en cuanto detecta soja transgénica para que Bayer-Monsanto le cobre al productor los derechos por la patente.
Libre de impurezas, la mercancía emprenderá viaje hacia el río Tapajós, afluente del Amazonas, por la congestionada carretera que cruza en vertical Mato Grosso. Es la BR-163, ideada por los militares en los setenta para asegurarse de que el imperio norteamericano no les arrebataba aquel vasto territorio.
En la época de lluvias, circular por muchas carreteras de esta región es un infierno. Por eso, los vecinos de Sinop estaban hartos de visitas electorales y de promesas sobre la BR-163 hasta que llegó Bolsonaro. Dicho y hecho. “Los presidentes que pasaron durante los últimos 24 años no terminaron de asfaltarla. Y en menos de un año, Bolsonaro asfaltó los 175 kilómetros que faltaban”, proclama en su despacho Ilson Redivo, presidente del Sindicato Rural de la ciudad, que reúne a 270 empresarios agrícolas.
Los ahora asfaltados 900 kilómetros acortan de cuatro a dos días el transporte de la carga hasta el puerto. La otra ruta implica 2.500 kilómetros en camión hacia el sur y 5.000 kilómetros en barco costeando para enfilar el canal de Panamá, explica Redivo. El ahorro en tiempo y dinero es enorme. Ahora confían en que el presidente también cumpla en los próximos meses la promesa de licitar el tren que iría en paralelo a la BR-163 y les ahorraría más dinero. “Cada convoy sustituirá a 300 camiones”, dice Edeon Vaz, promotor del ferrogrão.
Prácticamente ocho de cada diez electores de Sinop votaron por Bolsonaro, un militar retirado de extrema derecha, en la segunda vuelta de las presidenciales de 2018. Y la admiración persiste. No es para menos. Colocó a la jefa de la bancada parlamentaria del agro como ministra de Agricultura. Aquí todos tienen buenas palabras para la discreta y resolutiva Tereza Cristina Dias porque les ha abierto nuevos mercados. Incluso pueden contar entre sus aliados al ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, como vio todo Brasil en un vídeo de un Consejo de Ministros que causó un escándalo en mayo de 2020. Allí, Salles propuso aprovechar la pandemia para “aprobar la boiada (normas en favor del sector agropecuario)”.
Los vecinos de Sinop aclamaron al presidente durante una visita el pasado septiembre, en plena pandemia. Redivo y el sindicato que dirige están tan contentos con él que le han dedicado unos carteles. Junto a un retrato de Bolsonaro con la faja presidencial, un lema: “Creemos en Dios y valoramos a la familia”. La gente por aquí es conservadora. A pocas manzanas, una tienda vende moda femenina evangélica.
Para Redivo, los carteles son “un reconocimiento para una persona que intenta enderezar el rumbo de este país. Porque estábamos yendo en la dirección de Venezuela, de Cuba. Y el 99% de la clase productora no quiere que el comunismo se instale en Brasil”.
Tras cada elección engordan las filas de la bancada agropecuaria del Congreso. Ya rondan los 300 parlamentarios. Superan incluso a los evangélicos. El diputado Nilson Leitão, miembro destacado de ese frente y antiguo alcalde de Sinop, explica que el agronegocio, tiene que estar en la agenda política en vista de que “Brasil es un país de población urbana, pero de economía rural”.
Leitão agradece que, con este Gobierno, se acabaran las invasiones de tierras de los sin tierra. Pero está molesto con las estridencias de Bolsonaro con China, sea porque es un régimen comunista o por las vacunas del coronavirus. Lo que el mercado necesita es confianza y seguridad, dice. “Pelear con el principal cliente (China) no es bueno para el negocio”.
¿Cobrar por preservar?
La cuestión medioambiental ha ganado protagonismo en Brasil con la creciente concienciación mundial por el cambio climático y por la llegada de Bolsonaro, que cree que la preservación ecológica entorpece el desarrollo económico. El objetivo del agronegocio es que “lo económicamente viable sea ecológicamente correcto”, asegura el diputado ruralista.
Muchos años han pasado desde que la creciente conciencia ecológica se cruzó por primera vez en el camino de aquellos pioneros que convirtieron este rincón de Brasil en uno de los más prósperos a costa de la naturaleza. En los setenta, los recién llegados trabajaban en la madera. El gran negocio era talar y vender el principal tesoro de aquellas tierras. A comienzos del XXI, con el primer Gobierno de Lula da Silva y la deforestación desbocada, llegó la presión de los ambientalistas y tuvieron que buscarse otra fuente de ingresos.
Fue entonces cuando despegó aquí la soja, una industria que crece año tras año. Ahora, con el sistemático desmantelamiento de la política medioambiental, el agronegocio siente con fuerza la presión de los ecologistas y los europeos.
A la cabeza, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, que ha acusado a la soja brasileña de deforestar la Amazonia. El alcalde de Sorriso, Ari Lafin, se sintió aludido por aquellas palabras de Macron. Lógico. Su ciudad, al sur de Sinop, produce el 3% de la soja de Brasil. El regidor replicó al francés con un convite. “Le invité a visitarnos, como hizo el presidente (Bolsonaro), porque esta región debe ser conocida más de cerca”, explica en una entrevista por videollamada. “La responsabilidad hacia el medioambiente es una de las prioridades para el sector agrícola local”, insiste. “Producir destruyendo no sirve para nada”, remata.
Con 100.000 habitantes, la población de Sorriso crece cada año casi un 8%. “Esta es una tierra, una ciudad, de oportunidades, de mucho trabajo. Aquí tenemos que levantarnos pronto, no tenemos casi horario, casi no paramos para descansar. Recoges la soja y ya estás plantando maíz. Cosecha tras cosecha y eso trae un movimiento que llega a la farmacia, al vendedor de neumáticos…”. La prosperidad es inmensa. El PIB per cápita está por encima de São Paulo. Los empleos que crean no son la mano de obra clásica, sino aquellos vinculados a servicios o proveedores. Bufetes, contables, concesionarios de maquinaria, promotores inmobiliarios, tiendas, restaurantes…
Una nueva generación de fazendeiros treintañeros, formados en universidades, muestran una sensibilidad medioambiental que sus padres y abuelos no tenían. “En los últimos cinco o diez años ha habido un cambio muy abrupto y no todos los productores se han sabido adaptar”, sostiene Vasconcelos. “Producimos de una manera que impacte menos (en el medioambiente). Pero sufrimos mucho con esa presión. Sobre todo con la desinformación”, dice.
Detalla la empresaria que producir con menos impacto significa seguir al detalle las pautas de uso, carencia y modo de aplicación de los pesticidas, fertilizantes, etcétera, “para cuidar el suelo y devolverle lo que le fue extraido en la cosecha”. E importante también, deshacerse de los envases correctamente: “se lavan tres veces antes de ser devueltos a la empresa que los gestionará de manera adecuada”.
Acepta la entrevista con este diario porque quiere que la versión de los productores rurales sea escuchada. Y también quiere servir de ejemplo. Madre de dos hijos y casada con un compañero de la facultad de agrónomos, quiere que las niñas vean que si quieren dirigir una hacienda pueden. Aunque lleva dos décadas en el oficio aún se topa con expresiones de sorpresa cuando sus interlocutores descubren que la jefa es ella.
Como todos por aquí y, en línea con el mantra del Gobierno Bolsonaro, insiste en que “no hay ningún otro país que proteja tanto la naturaleza”. Esa idea que el sector defiende al unísono se fundamenta en dos cifras que resumen el fenomenal pulso que libran los productores agropecuarios y los ecologistas. Brasil conserva el 66% de su vegetación original (cosa de la que pocos países desarrollados pueden presumir) y la ley obliga a preservar el 80% de la vegetación en cada propiedad rural en la Amazonía, de manera que solo se puede cultivar el 20%. En el resto de regiones brasileñas de alto valor ecológico la proporción es 50/50.
De todos modos, “el Código Forestal no se respeta en muchos casos”, afirma Cristiane Mazzetti, gestora ambiental de Greenpeace, y ofrece un dato elocuente: “El 99% de la deforestación de 2019 fue ilegal”.
Redivo, el presidente del sindicato rural, sostiene que, en vista de lo fenomenal que es el negocio, habría que flexibilizar las leyes para extraer todo el potencial de cultivo a estas tierras aunque sean de altísimo valor ecológico y cruciales, según los científicos, para frenar el calentamiento global.
Él está entre los escépticos respecto al cambio climático. “El calentamiento global no tiene nada que ver con la deforestación de la Amazonia”, proclama tajante, y añade sin rubor que “hoy secuestras mucho más carbono en un área cultivable que en un área de selva”. Pero si al resto del mundo tanto le preocupa la Amazonia, Redivo tiene una propuesta: “Que nos paguen por preservar la biodiversidad, no podemos pagarlo nosotros sin obtener contrapartidas”.
Los científicos alertan desde hace tiempo que los daños ecológicos causados por la deforestación de la Amazonia son tales que está a punto de cruzar el umbral en el que va a dejar de capturar CO2 para empezar a emitirlo. Es un cambio trascendental porque pasaría de mitigar el cambio climático a agravarlo.
Miqueleto, el economista, recalca que si las vacas y la soja siguen ganando terreno y avanzando hacia el norte, los productores agrícolas sentirán los efectos. Las sequías o las lluvias intempestivas malograrían el fenomenal negocio.
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