La inflación acosa a las familias rusas
La nueva máquina de café de Elena Balzannikova hace unos capuchinos deliciosos. Pero en su modesta tienda de comestibles junto al monasterio Optina Pustyn, en la ciudad rusa de Kozelsk, la lustrosa cafetera gris, que ocupa un lugar destacado junto a los dulces y confites, no ha causado todavía furor. Hay un goteo de clientes, pero las compras son austeras: un joven se lleva un paquete de rosquillas de pan y un pequeño envase de zumo de melocotón; una mujer con la cabeza cubierta, de camino al templo ortodoxo, pide un paquete de té verde. “Antes de la pandemia, la gente tenía más dinero y las ventas eran mejores. Ahora, los precios han subido una barbaridad, pero los salarios no”, se lamenta Balzannikova, con las manos metidas en los bolsillos del delantal azul.
Detrás del mostrador de su pequeño negocio, que asumió tras trabajar como dependienta allí durante casi una década, la pequeña emprendedora de 42 años toma certera la temperatura de la economía de Rusia. En el país euroasiático, de 145 millones de habitantes, la inflación se incrementó el año pasado hasta el 4,9%, superando con creces las expectativas de los analistas y empujada por la pandemia, el aumento de los precios de bienes esenciales y el debilitamiento del rublo, apunta la profesora de Economía Alena Massarova. Los alimentos subieron en 2020 un 6,7% de media, según la agencia estatal de estadísticas Rosstat. Y el bolsillo, sobre todo el de las clases medias, que empezaban a tener colchón, lo nota: un ruso medio tenía a finales de 2020 un 11% menos para gastar que en 2013.
Aunque la economía rusa no se contrajo tanto como otras el año pasado, durante la pandemia de covid-19, el impacto se suma al efecto de las sanciones occidentales, la disminución de la inversión extranjera y la necesidad de reformas estructurales para diversificar lo que la experta Massarova define como “la aguja de los recursos”, con una economía muy dependiente de los hidrocarburos. El incremento de precio de alimentos y bienes esenciales se ha replicado en otros muchos países, la escalada es prácticamente mundial, pero en Rusia es también un tema sensible que conduce a gran parte de la sociedad al recuerdo de la década de los noventa, tras el colapso de la URSS, cuando el valor de los productos estaba por las nubes y las estanterías de los comercios permanecían vacías.
De hecho, para el 58% de los rusos esa subida es el principal problema de la sociedad, según una reciente encuesta del Centro Levada, el único independiente del país, que coloca en segundo y tercer lugar al empobrecimiento de la población y la corrupción. Y los problemas financieros y la conciencia de que cada vez está más lejos la meta de elevar el nivel de vida fijada por el presidente ruso, Vladímir Putin, cuando renovó su mandato en 2018, nutre el pesimismo, apunta el sociólogo Denis Volkov.
Ese descontento social, que se filtró de las ciudades más ricas, como Moscú y San Petersburgo, a provincias lejanas, espoleó las protestas del pasado enero en apoyo al opositor Alexéi Navalni y preocupa al Kremlin, que es consciente de que ha gastado menos de su PIB que otros países industrializados en los paquetes de ayuda por la pandemia, y que sin embargo ha optado por apuntalar su fondo nacional de riqueza, construido por los años buenos del petróleo y mantenido a través de medidas de austeridad, como el aumento de la edad de jubilación, que causó grandes manifestaciones hace tres años. Sin embargo, opina la politóloga Tatyana Stanovaya, fundadora del laboratorio de ideas R. Politik, los rusos se sienten desconectados de un Gobierno que tiene una agenda completamente distinta a la suya y no asocian sustancialmente problemas como la inflación con la política. “Es como si estuvieran políticamente deprimidos; y sienten que no hay alternativas al gobierno actual”, apunta Stanovaya.
El tema de los precios y la situación financiera de la ciudadanía es clave y se espera que componga el núcleo central del discurso anual sobre el estado de Rusia que dé Putin este miércoles en la Asamblea Federal. Ya hace unos meses, bajo indicación directa y televisada del líder ruso y con la vista puesta en las elecciones parlamentarias del próximo otoño, en las que Rusia Unida (el partido del Gobierno) llega muy tocado según los sondeos, el Ejecutivo ruso restringió las exportaciones de cultivos (los productos de panadería han subido un 73%) y ha regulado el precio de algunos “bienes socialmente significativos”. En la lista: el azúcar, que se ha disparado un 64,5%, o el aceite de girasol, que ha subido un 25,9%; muy por encima de la tasa de inflación. La medida, sin embargo, no termina de convencer a especialistas como Veronica Jolina, de la Universidad de los Pueblos de Rusia, que resalta que ha provocado la subida de otros alimentos, como la margarina, productos congelados o la confitería. “Además es muy probable que provoque escasez de algunos productos”, advierte la experta.
Más información
Al padre Oleg Leonov, su esposa, Olga Leonova y sus cuatro hijos de entre 15 y dos años, el huerto y una pequeña granja les permiten resistir firmes el embate de la crisis. En su parcela de Kozelsk, rodeada por una valla blanca, tienen cabras, que les dan leche, cerdos y gallinas. De una ventanita de madera que da al corral, uno de sus hijos medianos saca un par de huevos. Tienen frescos cada día, un producto que ya había subido en los últimos años por la epidemia de gripe aviar y que en 2020 se incrementó otro 15%. Ahora es, para muchos, un producto prohibitivo. Como los pepinos (un 47,5% más en las tiendas) —habituales en muchos platos rusos—, que la familia Leonov tiene en un frasco de conservas reposando a la entrada del hogar.
El padre Oleg no recibe un salario de la Iglesia, sino que son los fieles de su parroquia en la región de Kaluga (en la mitad de la lista de las regiones rusas en indicadores socioeconómicos) los que cubren su sueldo con sus aportaciones. Lo que ingresa es poco, dice, así que lo complementa con otro ‘trabajo’: misas en un convento ortodoxo de mujeres. La familia obtiene también subsidios por cada niño (unos 10.000 rublos al año) y por ser familia numerosa (unos 8.000 rublos al mes). “Buenas ayudas”, dice satisfecha Leonova. Reconoce sin embargo que las cosas serían distintas si siguiesen en Moscú. Allí no podrían permitirse las clases de música, gimnasia o dibujo para los niños, que sin embargo en Kozelsk tienen gratis, financiadas por la Administración local.
La gente, dice la emprendedora Balzannikova, no está para ningún capricho. En su tienda solía tener “tés caros”, Pu-erh chino, bellamente empaquetado que los fieles pedían para regalar a los curas y monjes del monasterio. Lo dejó de traer porque ya no se compraba. “Se cuenta cada rublo y muchas personas tienen que trabajar en dos o incluso tres sitios para llegar a fin de mes”, señala la vendedora. Ella trabaja de manicura cuando cierra la tienda, para complementar los 30.000 rublos (330 euros) que ingresa al mes y los 40.000 que gana su esposo (unos 440 euros, el salario medio de la región de Kaluga, al suroeste de Moscú, donde está Kozelsk), operario en una fábrica de muebles. Tienen un hijo de 15 años.
Verse obligada a afrontar algún gasto imprevisto aterra a Julia Rodina. Un problema médico que tenga que tratar en la privada, algo de material escolar para sus dos hijos, un problema con un electrodoméstico. En su acogedora cocina del piso en el que vive con sus dos hijos en una urbanización de la ciudad de Kaluga, con pequeños bloques plagados de familias, la vivaracha contable de 43 años cuenta que perdió su trabajo como jefa de una cadena minorista de muebles el año pasado, en el pico de la pandemia de covid-19, cuando el desempleo se incrementó del 4,7% al 6,3%. Luego trabajó unos meses como taxista. Ahora, Rodina, que no recibe la pensión establecida por parte de su esposo maltratador ni tampoco cobertura social en un país en el que la violencia machista no se criminaliza con leyes específicas, tiene unos ingresos de unos 27.000 rublos (290 euros) mensuales. El monedero le tiembla cada vez que su hijo de cinco años, al que le encantan los lácteos, le pide un yogur; también con los cursos de preparación para entrar en la Universidad de su hija, de 17, que ya ha tenido que dejar las clases de inglés. La crisis ha devorado los pocos ahorros que tenía.
Quizá tanto como su situación financiera le inquieta una “posible guerra con Ucrania”. Cuenta que lo ha visto y leído en los medios rusos. El Kremlin, que ha movilizado un enorme número de tropas a sus fronteras occidentales y provocado la alerta de la UE y de la OTAN, sigue agitando la idea del enemigo exterior y de la amenaza de la Alianza Atlántica. Una de sus fórmulas habituales para “tratar de consolidar” a la sociedad en torno a Putin y al Gobierno, señala la analista Tatyana Stanovaya.
Pese a todo, Rodina tiene “pequeños grandes sueños”. Como el de convertir su hobby de costura en un negocio de talleres en Kaluga. Y hasta expandirlos a otras partes de Rusia y Europa: “Sería como un espacio para mujeres, con salón de belleza, muestrario de ropa; un sitio donde puedan venir a charlar, hacerse la manicura. A veces suceden milagros”.