Los niños soldado de Guerrero claman contra el narco armados y con tiros al aire
Bajo un sol cenital, los niños armados desfilan uno tras otro lanzando vivas a los huérfanos, a las viudas, a los pueblos originarios, al general Zapata. “¡Viva! ¡viva! ¡viva!”. Por tercer año consecutivo, los menores se han sumado a los adultos de la policía comunitaria en una suerte de desfile militar que es una llamada de auxilio al Gobierno de México y también una demostración de fuerza ante los grupos de delincuencia organizada que los asedian en la Montaña Baja del Estado de Guerrero. Son ya apenas una irreductible aldea de 600 habitantes en una zona donde el cultivo de la amapola ha ido ganando terreno a tiros. Los Ardillos, un grupo de delincuentes, quieren la tierra y la mano de obra semiesclava para la goma de opio. Quien no se pliega lo paga caro. Y en el municipio de José Joaquín de Herrera no quieren plegarse.
El año pasado, la estrategia de armar a los niños, bien que sea con escopetas de juguete para los de siete a 12 años, dio resultado. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador se vio obligado a reaccionar ante la alarma internacional. Niños armados en México. Este año, la policía comunitaria ha forzado el pulso un poco más: los chavos han disparado al aire en un abierto del campo después de lanzar consignas y exigir al Gobierno “que apoye a las viudas, huérfanos y desplazados. Ya basta de delincuencia y discriminación a los pueblos indígenas de México”. Los tiros también parecían de juguete, pero no lo eran.
Las llamadas autodefensas tienen larga tradición en Guerrero y se han extendido por medio país. La gente de a pie se arma para protegerse de los peligros que les acechan. Después de todo, la Constitución consagra para los pueblos indígenas autonomía en cuestiones de justicia y policía, entre otras. Y la ejercen, no siempre con mucho tino. El asedio de la delincuencia organizada ha convertido a estas patrullas locales en fuerzas de defensa que cada año pierden vidas en sus balaceras con el narco. En ambos bandos se pierden. En 2020 hubo seis ataques, según las cuentas de Bernardino Sánchez Luna, de 48 años, veterano guerrillero que organiza estas milicias en la zona.
La defensa armada de estas comunidades nació con un objetivo de seguridad comunitaria, pero, al tiempo, se fue convirtiendo en un grupo cuasi militar al que ahora suman a los niños para irles formando. ¿Por qué implicar a los niños? ¿Por qué criarles con una escopeta en las manos? “El Gobierno no nos ha cumplido. Le pedimos ayuda contra los grupos y no la ha prestado. Le pedimos maestros de secundaria, porque no podemos salir del pueblo, y no han llegado. Nuestra tarea es cultivar el campo, si no quiere que nos armemos, que nos dé seguridad”, dice Bernardino, como le llaman todos. Ya, pero ¿los niños? “El Gobierno no nos ha cumplido”. Ahí queda el pulso. Lo demás es una bravuconada para que los Ardillos sepan con quién se la juegan.
La hilera de soldaditos de cabello negro y piel oscura desfila por el pueblo. Llevan gorra de visera y calzan huaraches de cuero rígido. Con un paliacate atado al cuello se cubren la nariz y la boca, como si fueran guerrilleros mínimos. Muñequitos de carne y hueso que sonríen con todos los dientes ante el paquete de galletas. El polvo de las calles de terracería lo cubre todo y el sol no da su brazo a torcer. Portan armas de madera, pistolas de juguete; los más pequeños enarbolan palos. Y lanzan vivas tras del vehículo de la megafonía. Casi parece un día de fiesta. La procesión la han encabezado las mujeres, que tienen poca voz en estos pueblos. Después van los críos, luego los adultos. Sus escopetas también delatan años de lucha: las cachas gastadas, el cañón sin brillo, correajes caseros. Más que una demostración de fuerza parece un ejército que vuelve a casa tras años de batalla. Derrotado.
Los periodistas han llegado en caravana de autos. Se protegen así de carreteras peligrosas con retenes de uniformados de toda laya. Son bienvenidos a un lugar donde no entra nadie, porque los anfitriones quieren lanzar un mensaje “al mundo”. “No somos delincuentes”, le dicen los niños al Gobierno en el micrófono bajo el polideportivo con las canastas de baloncesto. Pero el discurso simplificado que en México convierte en narco todo aquello que deja muertos no permite distinguir a simple vista una realidad muy compleja. En muchas partes de la República, los ciudadanos visten ahora camisetas de autodefensa sin que se sepa del todo quiénes son ni qué defienden. En este municipio solo hay una certeza: son pobres y no quieren violencia, pero generación tras generación van pasando por las armas. Sentadas al borde de la cancha, tres mujeres parecen ajenas al asunto. La más mayor habla náhuatl, como todos, y hace como que no entiende. La más joven, de 27 años, no quiere que sus hijos empuñen fusiles. “Será lo que Dios quiera. No me gustaría que mis hijos… pero si el pueblo así lo eligió, pues ni modo”. Se llama Claudia Bolaños y tiene un crío de 5 años y un bebé que duerme en sus brazos.
Los hombres eligen. Entre ellos votan al Consejo Comunal que gobierna en asamblea. Decidirán si se ponen las urnas este 6 de junio, cuando México votará 20.000 cargos públicos y 15 gubernaturas, entre ellas la de Guerrero. Medio país se ha llevado las manos a la cabeza porque el aspirante para gobernar esta tierra por el partido Morena, el mismo de López Obrador, está acusado de violación y su candidatura ha sido anulada por inconsistencias fiscales. ¿Qué saben en la montaña de Félix Salgado Macedonio? Bernardino dice que poco o nada. Que no hay televisión. Nada que añadir sobre un caso que ha derrochado ríos de tinta desde hace semanas. Ningún candidato, también según el guerrillero, se ha presentado por allí todavía. La asamblea votará si consienten que se vote el día 6.
La ausencia del Estado en esta zona es manifiesta. ¿Están en el abandono? “Se podría decir que sí. Ante un discurso simplificado que todo lo atribuye al narco, las autoridades acaban mirando para otro lado, no hay nada que hacer, parecen decir”, empieza el sociólogo francoargentino Romain Le Cour. Lleva 12 años en México y trabaja para la ONG internacional Noria, especializada en violencias en todo el mundo. Le Cour sabe mucho de la mexicana. “Lo que ocurre aquí es mucho más complejo. Se trata de un problema social, de pobreza y desatención. No basta con achacar la violencia al narco y dejar que las comunidades indígenas se gobiernen sin ayuda”, explica. Los mensajes sencillos acaban en soluciones simples. Y la falta de paz que se vive en esta montaña requiere algo más. Perfilar con detalle la delgada línea entre el cacique, el narco o su prima la alcaldesa, relaciones muy difuminadas. Intereses más cruzados que las propias balas.
En José Joaquín de Herrera viven nueve viudas, 14 huérfanos y 34 desplazados de comunidades cercanas asediadas. Y están aislados. El médico se acerca cuando hay una emergencia. Nadie le echa el alto en la carretera, porque también cura a los afligidos en otros poblados. Llegan algunos comerciantes a surtir de lo básico, previo pago al que cobra. Y, por supuesto, el camión de la Coca-Cola. “Y el de la Pepsi”, se ríe Bernardino. Poco más. Cuando acaban la primaria, los alumnos no siguen estudiando porque tendrían que desplazarse unos kilómetros más allá, donde anida el peligro: balas o secuestros, dicen. Tampoco se acercan a ver a los familiares que viven en la cabecera de comarca. En este pueblo, cuando señalan a la montaña ven cañones de escopeta en lugar de pensar en maíz, frijoles o calabazas.
A un lado unas cabras ramonean, dos cerdos blanquinegros están atados de una cuerda, algún burro rebuzna más allá. La tropa sudorosa se interna en el campo. “¡Niños comunitarios, firmes, ya! ¡Embrazar armas, ya! Si no hay quien nos defienda, entonces vamos a responder con fuego a los sicarios, ¡hijos de la chingada!”. Una decena de tiros deja nubecillas de humo en el aire. Y la montaña les presta eco.
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