Ecuador, entre la vieja polarización y el nuevo descontento
Ecuador tiene una de las vedas de encuestas más restrictivas de la región. En los diez días anteriores al voto no se puede publicar sondeo alguno. Los últimos que se hicieron públicos daban, en promedio, una ligera ventaja al candidato correísta. Andrés Arauz apenas le sacaba cuatro puntos al eterno candidato conservador, Guillermo Lasso. El resultado final fue justo espejo contrario a este, pero con los mismos, escasos márgenes, siempre dentro del margen de error.
Titulares y analistas buscarán el relato en ese cambio, pero la verdad es que, independientemente del ganador, el retrato demoscópico es en lo fundamental idéntico al de las urnas: Ecuador es, hoy, un país dividido en dos bloques simétricos.
Diez millones de personas acudieron a las urnas en un país de sufragio obligatorio. La participación se mantuvo en niveles elevados: apenas dos millones faltaron a la cita, una cantidad proporcionalmente similar a elecciones pasadas. El elevado flujo de votantes es un rasgo característico de los comicios polarizados. En ellos, la ciudadanía se ve impelida a manifestarse, particularmente si la polarización (como de facto sucede en Ecuador) tiene un fuerte componente de rechazo a la opción contraria a la propia. La polarización afectiva, según su acepción politológica, se aviva cada día en todos los frentes discursivos posibles. El expresidente Correa ha estado hasta el último minuto encargándose de ello, por ejemplo, desde su cuenta de Twitter en el exilio: desde sospechas de fraude en las encuestas hasta ataques frontales a su rival Lasso, los arietes más fuertes de la campaña han tenido forma negativa, más que propositiva.
Por el otro lado la lógica ha sido exactamente replicada. Lasso lleva, de hecho, cuatro años en campaña: desde que perdió contra el presidente saliente Lenin Moreno, antiguo delfín de Correa que se volteó rápido, pero sin encontrar acomodo ni base sólida, su objetivo durante todo este tiempo ha sido marcar una posición clara desde la que acumular capital político como el único líder verdaderamente alejado del legado correísta.
En este ambiente es fácil olvidar que la primera vuelta cerró con un empate que tardó semanas en resolverse entre un candidato relativamente inesperado y el propio Lasso. Yaku Pérez le disputó la plaza al exbanquero desde una posición indigenista que, después, ha tratado de sostener pidiendo (y ejerciendo) voto nulo en segunda vuelta. Y, de hecho, este tipo de sufragios aumentó notablemente respecto a 2017: de 670.000 a más de 1,6 millones.
Antes de atribuir el poder de mover un millón de apoyos al nulo a Pérez, es importante remarcar que en la primera vuelta de este año ya hubo más de, justamente, un millón de este tipo. Pero ambos hechos unidos indican que la polarización puede ser el inicio, pero no es el final, del retrato político ecuatoriano. Detrás de ella se esconde un descontento considerable con el estado de las cosas. La potencia de un candidato outsider y un 17% de votos nulos o en blanco dicen tanto como una primera vuelta en la que Pérez y otros candidatos (como el empresario tiktoker Xavier Hervás) pillaron por relativa sorpresa a un establecimiento acostumbrado a vivir partido en dos mitades. Las encuestas alcanzaron a identificar la tendencia, pero sin calibrar bien su intensidad, impedidas al mismo tiempo por la mentada veda electoral.
El mandato que empieza el próximo 24 de mayo se moverá entre estas dos fuerzas gravitatorias de la política. El estirón de lado y lado para mantener la estructura de la polarización que desgarró a Moreno (no sin su propia ayuda, y la del virus); y otros empujones más indefinidos, imprevisibles, que ya están mirando a 2025.
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