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La culpa es del Brexit
La culpa es del Brexit

La violencia ha vuelto al Ulster. Tras dos largas décadas de reconciliación entre católicos y protestantes —entre republicanos y unionistas— proporcionados por el Acuerdo de Viernes Santo de 1998, la retirada británica de la Unión Europea lo ha fisurado severamente.

Y es que “el Brexit lleva alimentando las tensiones desde hace meses”, ha descrito con acierto la más serena de los políticos norirlandeses, Naomi Long, del Partido de la Alianza, el más componedor de todos ellos.

Las brutales manifestaciones de esta semana son consecuencia directa de la ruptura del pacto de 1998 (retirada de apoyo, le llaman) perpetrada por los unionistas, incluidos sus agresivos paramilitares, agrupados en el Consejo de Comunidades Leales.

La plasmaron a principio de marzo en carta al primer ministro Boris Johnson (con copia al taoiseach, su colega de la República de Irlanda) como presión “hasta que se enmiende” el protocolo irlandés del nuevo Tratado Comercial Reino Unido-UE, ultimado la pasada Nochebuena.

Atención, esa ruptura incluía doble lenguaje. Por un lado, aseguraba que la oposición al acuerdo de paz sería “pacífica y democrática”. Por el contrario, los matones excitaron a la juventud unionista a que desempolvara los cócteles molotov, provocara a las familias católicas a sus puertas y corease los efectos-demostración de la paramilicia ultra.

Era su respuesta a la sensación de una comunidad machacada por la crisis, asfixiada por la pandemia, irritada por el desabastecimiento que ha provocado la nueva frontera interbritánica, frustrada por la pujanza demográfica y política de los católicos y desconcertada por el miedo al abandono que detecta en la incoherencia de Londres.

Esa es sistémica. La metrópoli ha hecho caso omiso de que los norirlandeses votasen a favor de seguir en la UE, en el referéndum de 2016. Theresa May aceptó al fin que todo el país permaneciese (transitoriamente, pero sin fijar fecha final) en el mercado interior comunitario. Sin problema.

Pero Johnson enmendó ese pacto con los 27. Volvió a la vieja idea de una frontera “marítima” entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Ante el estupor de los unionistas —que se sintieron sajados de la metrópoli por una aduana interna—, exigió modificar el protocolo chantajeando con una ley de Westminster que lo diluiría. Una vez firmado, postuló revisarlo. Y justo el 3 de marzo, coincidiendo con la carta de los unionistas ultras, aplazó unilateral e ilegalmente hasta octubre los controles aduaneros internos comprometidos con Bruselas

Tanto vaivén sazonó el malestar social. Y consagró la escuela del doble lenguaje, enseguida coreada por la ministra principal de Irlanda del Norte, la unionista Arlene Foster, que condena la violencia; pero al tiempo desautoriza a su comisario jefe —esa traza del estilo Waterloo— por no haber recusado judicialmente a los prorepublicanos que asistieron en junio al funeral de un exdirigente del IRA sin guardar la distancia social impuesta.

El arrinconamiento del acuerdo de 1998 es una catástrofe. Pues era un ángulo determinante del triángulo legal que configura a Irlanda como una isla económica y socialmente compacta, sin divisorias internas: la clave de la paz.

El otro fue la incorporación del Reino Unido a la Europa comunitaria en 1973, que facilitó la conexión y convivencia de la República y los condados del Norte. De forma que ha habido lagunas de suministro de víveres londinenses en los supermercados de Belfast, pero continuidad y fluidez de las ventas de leche de las granjas sureñas a las queserías refinadoras del norte.

Ese es el delicado equilibrio de fondo que se cuartea al cuestionarse la continuidad de la pertenencia del Norte al Mercado Interior, consagrada —tercer ángulo— en el Tratado comercial estrenado en enero, y ya renqueante.

Más allá de la realidad cotidiana y del conflicto legal, el drama actual de Irlanda evidencia que, tampoco en términos de soberanía, el tiempo se rebobina gratis.

La modernización económica, la recuperación del protagonismo mundial del Reino Unido y la paz del Ulster —tan subvencionada por la UE— se forjaron durante las cuatro largas décadas de su adscripción europea.

También la reconfiguración del Estado-nación británico. Como potente artefacto cosoberano de sus vecinos, los vínculos internos se fortificaron. Como artilugio de una débil minisoberanía, se deshilachan. El despego empezó en Escocia, a la que se prometió la continuidad en la UE como anzuelo para su permanencia en el reino, esa identidad europea que se le ha arrebatado. Y estalla ahora, entre miedo y frustración, en Irlanda. To be followed.

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