La constitucionalidad de las tres causales

La constitucionalidad de las tres causales

Para los sectores que se oponen a la inclusión de las tres causales en el nuevo Código Penal, esta cuestión no debería siquiera ser debatida en vista de que, según argumentan, la Constitución, en su artículo 37, el primero en el catálogo de derechos fundamentales, establece el derecho a la vida “desde la concepción hasta la muerte”. En efecto, dicho artículo dice así: “El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte. No podrá establecerse, pronunciarse ni aplicarse, en ningún caso, la pena de muerte”.

Una interpretación “textualista” de la Constitución lleva, lógicamente, a esa conclusión. No obstante, la propia Constitución establece en el numeral 4, del artículo 74, una regla de interpretación de los derechos fundamentales según la cual lo poderes públicos “en caso de conflicto entre derechos fundamentales, procurarán armonizar los bienes e intereses protegidos por esta Constitución”. En función de este criterio interpretativo, plasmado en el propio texto constitucional, no hay duda de que al analizar la constitucionalidad de las tres causales hay que tomar en consideración una multiplicidad de derechos, bienes e intereses jurídicos y no solo la lectura cerrada y asilada del artículo 37.

Dos artículos de la Constitución son particularmente relevantes en este ejercicio de interpretación sobre la constitucionalidad de las tres causales. Uno de ellos es el artículo 38, el cual dispone que: “La dignidad del ser humano es sagrada, innata e inviolable; su respeto y protección constituyen una responsabilidad esencial de los poderes públicos”. Por su parte, el artículo 42 dispone que: “Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica, moral y a vivir sin violencia. Tendrá la protección del Estado en casos de amenazas, riesgo o violación de las mismas”.

Dejar a una mujer sin opción de decidir si interrumpe o no el embarazo cuando, por ejemplo, este resulta de una violación, que implica siempre violencia, maltrato y despojo físico, moral y emocional, es manifiestamente contrario a los derechos fundamentales de la dignidad, la integridad y a vivir sin violencia conforme a los artículos 38 y 42 del texto constitucional. Algo similar aplica a los casos en que el embarazo es el resultado de un incesto en el que, como suele suceder, una niña o adolescente es embarazada por un pariente cercano (padre, hermano, tío) que la coloca igualmente en una situación de despojo de su dignidad e integridad física, moral y emocional a través del violencia, el abuso de poder, el engaño y la intimidación. Si situaciones como estas no llevan al intérprete constitucional a un ineludible ejercicio de ponderación de derechos, entonces, tendríamos que concluir que no tenemos en el país una “Constitución viviente” sino más bien un texto cuyas disposiciones se aplican de manera mecánica sin tomar en cuenta el contexto jurídico amplio de la propia Constitución y de la realidad en la que esta se inserta.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José puede ser de gran utilidad en este ejercicio de interpretación y ponderación que debería tener lugar en caso de una incorporación legislativa de las tres causales. Al igual que la Constitución dominicana, este instrumento interamericano de derechos humanos coloca el derecho a la vida como el primero de los derechos civiles y políticos. En efecto, el numeral 1 del artículo 4 establece que: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”.

El uso de la expresión “en general” indica claramente que si bien el derecho a la vida comienza desde el momento de la concepción hay lugar para excepciones. En el debate dominicano en torno al Código Penal se plantean tres excepciones: 1) cuando la vida de la madre corriera peligro; 2) cuando el embarazo sea producto de una violación o incesto; y 3) cuando se determine científicamente que el feto contiene deformaciones incompatibles con la vida humana. Se trata de excepciones muy delimitadas y que perfectamente cumplen con el criterio plasmado por la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Hay que decir, también, que ni la norma constitucional dominicana ni la citada disposición de la Convención dan lugar a una liberalización plena del derecho al aborto (el llamado aborto libre) que permita recurrir a este “por demanda” o como control de natalidad.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos fue suscrita por el gobierno del presidente Joaquín Balaguer el 7 de septiembre de 1977, ratificada por el Congreso Nacional, con mayoría del Partido Reformista, el 21 de enero de 1978, y su instrumento de ratificación depositado en la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) el 19 de abril de 1978. Esto quiere decir que esta convención tiene rango constitucional en virtud de lo que establece el numeral 3 del artículo 74 de nuestra Constitución, el cual dispone lo siguiente: “Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por el Estado dominicano, tienen jerarquía constitucional y son de aplicación directa e inmediata por los tribunales y demás órganos del Estado”. De eso se desprende que si los legisladores llegasen a incorporar las tres causales al Código Penal estas deberían pasar el escrutinio constitucional, a menos que se de una interpretación reduccionista y descontextualizada, desde el punto de vista jurídico, del artículo 37 de nuestra Constitución.

Por supuesto, este debate no es solo jurídico-constitucional sino que tiene también una dimensión ética. Por eso, la ley no obligaría, como no podría obligar, a ninguna mujer a interrumpir el embarazo en ninguna de la circunstancias tipificadas por las tres causales como en ninguna otra circunstancia. Lo que sí le daría es el reconocimiento de su derecho a terminar el embarazo en esas tres circunstancias extremas en las que están en juego la salud, la dignidad, la integridad (física, moral y emocional) y la propia vida de la mujer.

La diferenciación de esferas entre lo estatal y lo religioso toma aquí una relevancia particular en el marco de un ordenamiento constitucional liberal-democrático que sirve de soporte a un pluralismo político, ideológico y religioso en el que el Estado pueda cumplir fines seculares legítimos independientemente de las creencias que puedan auspiciar las organizaciones religiosas. Por su parte, las iglesias están llamadas a jugar un papel crucial de orientación y acompañamiento de sus fieles, especialmente, en situaciones como las recogidas en las tres causales en las que la mujer deberá tomar decisiones difíciles para lo cual, seguro, habrá de recurrir a sus fuentes de valores y creencias.

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