Un carro estatal con altavoz recorre lento el barrio de El Vélez. Avisa a los vecinos que si no tienen luz es por culpa del bloqueo que mantiene Estados Unidos contra Cuba. Nadie les cree. Ya han oído lo mismo otras veces. Viran la espalda. Son las cuatro de la tarde del sábado en la provincia de Pinar del Río, al occidente de la isla, y la gente tiene los rostros demacrados, cansados y ojerosos, como una tropa diezmada, como un coro atribulado, como los personajes del set de la película del fin del mundo. Pocos han ido a trabajar.

Ningún niño está en la escuela, pero tampoco correteando las calles. Algunos adultos se balancean en los sillones de los portales de sus casas. Hay un sol que quema y un silencio que aplasta. Por suerte corre algo de aire, que alivia el desesperante y pegajoso calor del trópico. Desde el viernes, el país quedó completamente a oscuras por el colapso de su principal termoeléctrica, pero la gente, a diferencia de otros apagones, está rara, mucho más solemne, y lo estará si incluso llega la luz, si los bombillos de sus casas se encienden de repente, si el ventilador echa a andar. Están de acuerdo en que no se trata de un apagón más.

En el barrio de El Vélez, donde todo parece muy triste, la gente ha sacado al patio o la calle sus fogones de carbón. El hospital pediátrico cercano está casi colapsado, hay niños durmiendo sobre camas improvisadas a lo largo de los pasillos. Apenas hay agua y dicen que la planta del hospital solo está destinada a las salas de onco-hematología, terapia intensiva y cuidados progresivos. Han llegado de urgencia unos tres casos de niños de entre dos y tres años, que bebieron petróleo del pomo que utilizan sus padres para cocinar cuando no hay luz, o para encender las lámparas caseras que abren paso en la profundidad de un apagón.

Un cubano desde España escribe en su perfil de Facebook que hace casi dos días no sabe de su madre. Alguien le responde que tampoco sabe de los suyos, que tienen 88 y 93 años.

En la noche del jueves se oyó gente en el Vedado habanero protestando con calderos en medio de la oscuridad. El apagón es probablemente el momento que más envalentona a los cubanos. Pudiendo esconderse en el anonimato que trae la falta de luz, para que la policía política luego no pueda ponerle rostro y nombre a la protesta, los cubanos en los últimos tiempos han aprovechado el apagón para lanzarse a las calles. Hay pocas cosas que les molesten tanto como la falta de luz. Pareciera que están acostumbrados, pero lo cierto es que nadie se adapta a las gotas de sudor corriendo por la frente, la ola de mosquitos como fieras, a la poca comida pudriéndose en el refrigerador, a los uniformes de los niños estrujados, al abanico de cartón para echar aire al bebé que no se duerme y no para de gritar.

En Revolico, un sitio cubano de anuncios clasificados, se ha desatado como nunca la venta de plantas eléctricas por precios entre 500 y 2.000 dólares, que Donaidis, por más que quisiera, no puede comprar. En su barrio en Alquízar al menos dos vecinos tienen plantas que sus familiares en Estados Unidos han enviado a través de los servicios de paquetería de Cubamax o Cuballama, o algunas de las muchas agencias de envíos a Cuba que florecen en el Sur de la Florida. En los días de apagón, Cuba se divide entre los que tienen planta eléctrica y los que no tienen, entre los que duermen con ventiladores recargables o los que apenas duermen, entre los que les dura la linterna o los que prenden un mechero de alcohol. El apagón se vuelve una cuestión de clase y de supervivencia. Pero lo que pasa con uno masivo, con un apagón que acumula tantas horas como el que comenzó el 18 de octubre, es que, en algún punto, iguala a todos los cubanos. Hay un tiempo en que se acabará la batería del ventilador, la luz de la lámpara recargable o el petróleo con el que echan a andar las plantas eléctricas y todo el mundo ocupará el estatus de la fatalidad, del cansancio y del obstine.

A Donaidis, que lleva casi 30 horas sin luz, se le echó a perder la leche que toma su bebé de siete meses. Dice que tiene rabia; más que calor, más que ganas de un vaso de agua fría, siente rabia. Cuenta que en el pueblo el Gobierno obligó a varias personas a hacer guardia en las sedes del Partido y otras instituciones que podrían ser puntos de encuentro de una protesta.

Llegó la luz a la casa de Eliannis, en San Miguel del Padrón, en La Habana, pero no a la de su vecino, que está a solo dos cuadras. El vecino conectó una extensión desde su casa hasta la suya y así pudo comer y pudo dormir. En Matanzas algunas familias están vaciando sus refrigerados para evitar que la comida se pudra, haciendo caldosas gigantescas, cocinando para el barrio. En el hotel Presidente de La Habana están permitiendo que los vecinos recarguen sus celulares para que respondan los mensajes desesperados de sus familiares que quieren saber si, en medio de todo el desastre, se encuentran bien.

Nadie sabe qué va a suceder. Las autoridades lo mismo anuncian el restablecimiento de una termoeléctrica, la llegada de la luz en un municipio u hospital, que informa de la rotura de otros circuitos. La luz llega, cuando llega, a cuentagotas. Los dirigentes han pedido confianza y paciencia, pero los cubanos apenas tienen ya ni una ni la otra.

Por momentos no parece que lo que esté ocurriendo en Cuba sea un apagón, un corte más de luz la luz eléctrica. Hay una sensación de que se trata de un apagón diferente, más oscuro, más desolador. No como el de hace una semana ni como el de hace dos años, sino el gran apagón que ha resultado de la acumulación de todos los anteriores. La evidencia de un país colapsado, un país que pide a gritos que lo enciendan de una vez. Entre todas, una frase se ha popularizado entre algunos cubanos en las últimas y largas horas a oscuras: la noche no será eterna.

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