Salvar a Georgia de las garras de Rusia

La aldea georgiana de Odzisi y el valle del río Ksani se presentaban silenciosos bajo un cielo incierto, por momentos completamente nublado y luego de repente con bellas hendiduras de azul luminoso, un poco antes del atardecer de un día de principios de octubre. Superada la escuela, dejado atrás el pequeño racimo de casas, rompía de repente la quietud de las inmediaciones del pueblo una vacada atendida de cerca por un pastor. No es este lugar como para que el ganado coja una senda equivocada: este rincón de la vertiente meridional del Cáucaso es una lengua de tierra rodeada por tres lados por Osetia del Sur, territorio de Georgia bajo pleno control de Rusia desde la breve guerra de 2008. Desde aquí, se vislumbra, al otro lado del río, un recinto fortificado, con torretas en los rincones del perímetro, una torre más alta en el centro y algunos edificios: son instalaciones del FSB, el servicio secreto ruso, cuyos agentes se encargan de las tareas de vigilancia de la frontera artificial impuesta tras la intervención armada rusa hace 16 años.

El lugar parece un emblema de una Rusia que rodea la Georgia independiente y busca subyugarla, embridarla en su órbita, impedir su camino hacia la democracia y Occidente. Es un símbolo del gran pulso entre el Kremlin imperialista de Putin, exagente del FSB/KGB, y la comunidad de los países democráticos occidentales. El próximo 26 de octubre será un día decisivo en esta lucha. El país caucásico tiene previsto en esa fecha celebrar elecciones legislativas. No son comicios normales, sino una disyuntiva con sabor a libros de historia entre un proyecto autoritario filorruso —encarnado por el partido en el poder desde 2012, Sueño Georgiano— y la esperanza de una consolidación democrática y de la integración europea que abandera una coalición de partidos opositores. Los sondeos dan una clara ventaja a estos últimos, pero resulta difícil creer en elecciones limpias y una transición pacífica de poder. Es, pues, un momento histórico y peligroso.

Sueño Georgiano ha protagonizado una deriva autoritaria y rusófila cada vez más evidente. Ha colonizado descaradamente las instituciones, aprobado leyes clásicas del manual putiniano —como la de los agentes extranjeros, que busca estrangular a entidades críticas que defienden la democracia y reciben financiación extranjera, o la ley LGTBI, que aplasta derechos civiles con un planteamiento retrógrado— y ahora habla abiertamente de ilegalizar a la oposición.

Su líder de facto, Bidzina Ivanishivili, un magnate de turbio perfil que amasó su fortuna en Rusia, trata de convencer a la población georgiana de que su intención es proceder cautelosamente hacia la UE sin irritar a Moscú. En las calles de Tblisi, los omnipresentes carteles de la campaña de su formación incluyen un guiño a la bandera de la UE. Pero la misma omnipresencia de esos carteles, tan superior a la publicidad de la oposición, alertan de lo que hay. La realidad es que el país se hunde en una inequívoca espiral autoritaria incompatible con los valores de la UE y completamente en sintonía con el modelo del Kremlin.

Esta deriva se produce en una sociedad que de forma muy mayoritaria desea la integración europea. En medio de la conmoción por la invasión de Ucrania, la UE ha reactivado sus planes de ampliación y concedió a Georgia el estatus de país candidato en diciembre pasado. Pero, en primavera, Ivanishvili volvió a sacar del cajón de su mesa la maloliente ley de agentes extranjeros, que había tenido que retirar en un anterior intento ante las vibrantes protestas populares que entendían que era el izado de la bandera rusa y un abrupto viraje de facto en la senda europea. Esta vez, el magnate logró su aprobación parlamentaria. Fue un momento Yanukóvich —el entonces presidente de Ucrania que, de repente, en 2013 decidió retirar a su país de la senda del acuerdo de asociación con la UE—. La Unión, como no podía ser de otra manera ante la deriva autoritaria y retrógrada, ha respondido congelando el proceso de integración.

En medio de múltiples e inquietantes síntomas de represión, la oposición se prepara para unas elecciones sobre las cuales revolotea tupido el espectro del fraude. “Esta no es una simple campaña para alcanzar el poder. Para nosotros es una guerra de liberación”, dice el dirigente opositor Nika Gvaramia, en un encuentro celebrado el marco de un viaje de estudio organizado para un grupo de expertos y periodistas europeos por los centros de análisis Gnomon Wise y CIDOB, y parcialmente financiado por la Fundación Bertelsmann, la Universidad de Georgia y el foro Impact. En ese marco hubo reuniones con tres decenas de políticos, analistas, representantes de la sociedad civil y de la diplomacia —entre ellos la presidenta del país, Salomé Zurabishvili, pero ningún representante de Sueño Georgiano, que rechazaron el diálogo—.

Gvaramia fue encarcelado y está ahora libre por el indulto otorgado por la presidenta. Amnistía Internacional celebró la medida de gracia, considerando que la condena era infundada y debida a motivación política. El Comité para Proteger a Periodistas le otorgó su galardón International Press Freedom. “Desde hace años, la justicia solo actúa contra los opositores. No han encontrado ni un caso de corrupción gubernamental ni un espía ruso”, denuncia Badri Japaridze, otro opositor.

Salomé Samadashvili, otra destacada opositora, quien fue anteriormente jefa de la representación georgiana en Bruselas, alerta: “No encaramos solo a un oligarca corrupto, sino un desafío geopolítico. Nosotros avisamos de lo que era Sueño Georgiano. Alertamos de que dar estatus incondicional de candidato sería una green card. Hubo un diagnóstico equivocado”.

Es cierto. La UE tardó en asimilar la verdadera naturaleza de los movimientos de Sueño Georgiano. Este ha procedido como una boa constrictor asfixiando la democracia, erosionando la independencia de las instituciones, con burda propaganda y acoso a opositores. Por el camino, con tácticas de evidente inspiración rusa, ha obrado el milagro de la hipnosis por la que aleja al país de Europa mientras una abrumadora mayoría de la población, según todos los sondeos, desea la integración en la UE. Está por ver si el día 26 habrá un despertar ciudadano, y si ese despertar será reconocido y aceptado.

La UE debe activarse. Es necesario enviar mensajes claros. En primer lugar, el absoluto respeto a la soberanía georgiana no puede impedir que se evidencie que el programa político de Sueño Georgiano es incompatible con la UE. La ciudadanía debe elegir libremente, pero con pleno conocimiento de causa de lo que implica cada elección. En segundo lugar, hay que prepararse para un tenso recuento electoral. Será fundamental que el bloque se pronuncie con la máxima cohesión y rapidez posibles ante cualquier movimiento sospechoso. Desafortunadamente habrá actores —Viktor Orbán, sobre todo— que se emplearán a fondo para dar cuerda a Sueño Georgiano. Hay que prepararse, pues, para sortear obstruccionismos.

Aunque haya descomunales crisis que nos ocupan —como la de Ucrania o la de Oriente Próximo— es fundamental que la UE no pierda de vista a Georgia, que actúe con vigor de acuerdo a sus valores, haciendo lo que está en su mano y en su derecho para evitar la caída del país caucásico en un abismo autoritario, lo que va inexorablemente en paralelo con un anclaje en la órbita rusa. Por coherencia, por ayudar a quienes con valentía, contra la resignación y el nihilismo, luchan por la democracia en Georgia, y también por el crudo interés de no dejar que el inquilino del Kremlin se anote una victoria, una que enviaría al mundo una clara señal de impotencia y que sería especialmente dolorosa a la vista del claro anhelo europeo de la ciudadanía georgiana. Hay que evitar que el azul europeo quede definitivamente cubierto por las nubes que avanzan en el cielo de Odzisi, de Georgia, del Cáucaso del Sur.

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