Una masacre olvidada en una aldea de Líbano
El 29 de septiembre, Hezbolá confirmó la muerte de su líder, Hasan Nasralá, en un bombardeo israelí. Los dos días siguientes, y con medio Líbano en shock, el ejército de Israel atacó por primera vez en dos décadas un edificio en el centro de Beirut, bombardeó Yemen e invadió el sur de Líbano. La excepcionalidad de los acontecimientos se comió los informativos, relegando otro bombardeo ese mismo día 29 en Ain El Delb, una desconocida aldea cerca de la ciudad de Sidón, a los rótulos inferiores de los telediarios. Murieron 71 personas, enterradas con ladrillos en vez de lápidas.
El edificio, de seis plantas y con más de 70 apartamentos que albergaban a un centenar de personas ―entre residentes y desplazados de las partes más castigadas por los bombardeos―, se vino abajo unos dos minutos después del impacto del misil, según cuentan testigos, supervivientes y personal sanitario, y se puede ver en un vídeo grabado con un teléfono móvil. Es otra masacre olvidada, como las de Gaza que ahora comienza a vivir Líbano, tras más de 1.300 muertos en las últimas semanas. El ejército israelí ―que puede tardar segundos en anunciar “asesinatos selectivos” de dirigentes de Hamás, Hezbolá o la Yihad Islámica― no se pronunció sobre el ataque en su momento, ni explica ahora cuál era el objetivo.
Ashraf Ramadán sobrevivió y vuelve por primera vez a los escombros bajo los que pasó tres horas, hasta que lo sacaron los equipos de rescate. No está nada cómodo, pero quiere encontrar recuerdos de su madre y de su hermana Julia, que no tuvieron la misma suerte. Sobre todo, la cartera de su hermana, con 500 dólares que había recaudado para ayudar a los desplazados del sur de Líbano y del hoy fantasmagórico suburbio chií de Beirut, Dahiye, que se contaban entonces en cientos de miles y hoy en 1,2 millones. “Me he prometido encontrarlos y donarlos para lo mismo”, explica.
Julia parece una de esas personas que no solo recibe alabanzas el día de su entierro. Su último mensaje en Facebook, horas antes de morir, era: “Hola, gente buena. Hay una familia en Sidón de 18 personas que necesita ayuda. No tienen nada. ¿Es posible que podamos lograr algo?”. Compaginaba el voluntariado con los estudios de Psicología en la Universidad de Beirut. Dos horas antes de su clase online, impactó el primer misil.
Derrumbe
Los cuatro (padres e hijos) estaban en el salón. Julia fue la primera en darse cuenta de que el edificio se inclinaba, así que cogió a su madre y bajó corriendo las escaleras. Ashraf, con el pecho desnudo por el calor, fue al armario a coger una camiseta. Al llegar al umbral de la puerta, sintió lo que describe como si alguien le “agarrase muy fuerte de las piernas y tirase hacia abajo”. Era la fuerza de la gravedad.
Lo siguiente que recuerda es que estaba entre escombros, con una pierna girada en cada dirección (está bien, pero aún cojea) y oyendo a su padre decir: “¡Mamá no sé dónde está! ¡Julia está a mi lado! Sonaba muy lejos la voz. Debían de tener muchas cosas encima, porque apenas se oía. Y a Julia no la oía”. Ashraf llevaba el móvil en el bolsillo del pantalón y descubrió que seguía funcionando, así que pasó tres horas “rezando mucho” y mandando la ubicación a quien pudiera ayudarles. A su padre lo sacaron con vida cinco horas después. A su hermana y su madre, muertas por asfixia.
En su primer regreso al lugar está tan hecho polvo como enfadado. “¿¡Es esto un peligro para la seguridad de Israel¡?”, dice cogiendo la ropa con la que su madre grababa vídeos de fitness. Un oso de peluche, una lavadora, un reloj de pulsera, un Corán, un cuaderno escolar, un Ipad… Los escombros siguen aún llenos de objetos cotidianos.
Ashraf encuentra y guarda la almohada que usaba su hermano, que vive en Kuwait, cuando volvía a visitar a la familia. También se enfada con su madre, quizás porque es lo único que le queda: “Esta es otra alfombra suya. ¿Por qué tendría tantas? No lo puedo entender…”. De repente, al otro lado de la montaña de hierros y cemento, una vecina que ha perdido un hijo le grita con los ojos llorosos: “Ven a coger las fotos de tu madre”. Le da una caja roja llena de antiguas fotografías familiares.
Madre e hijo están enterradas hoy en el cementerio suní de Sidón, con un ladrillo y una esquela pegada con celo. “Nos pilló por sorpresa y eran tantos que no había tiempo para lápidas”, asegura Ahmed Shehade, de 53 años y responsable del camposanto y de preparar los cadáveres. Propuso enterrar juntos a la veintena de muertos suníes “para marcar que fue en la misma masacre”, en vez de desperdigarlos en función del origen familiar, y aprovechó para dejar otra veintena de fosos vacíos, explica. ¿Por qué? “Bueno, aún estamos en guerra… y ya sabes cómo es Israel”.
Tampoco Mahmud Skafi, de 79 años, entiende por qué Israel le ha burlado tan repentinamente a su hijo Ali. Como la esencia humana consiste en buscar explicación a las tragedias inesperadas, familiares, amigos y vecinos lanzan hipótesis. Han venido a darle el pésame a su casa de Yims Naya, un pueblo cerca de donde vivía su hijo. Se palpa más dolor e incomprensión que odio a Israel.
Unos especulan con que “alguien de Hezbolá” o de una milicia palestina estuviese escondido en el edificio, como si encontrar un motivo diese algo de sentido a las decenas de muertos, como su hijo. “Si él hubiese sospechado que había alguien [potencial objetivo de Israel], se habría ido. Y si hubiese habido armas en el sótano, habría explotado”, afirma Mahmoud con la foto de su hijo aún sonriente por su hoy truncado futuro universitario. Otros piensan que un espía dio un chivatazo erróneo e Israel abrió fuego contra el inmueble equivocado. Una familiar escucha atónita y pregunta al resto: “¿De verdad os sorprende que Israel haya disparado directamente contra civiles? ¿Lleváis un año sin ver lo que pasa en Gaza?”.
Ein El Delb no había sido bombardeada en un año de enfrentamientos entre Israel y Hezbolá. Está en una zona de mayoría suní y cristiana, lejos de la franja más caliente que limita con Israel, del valle de la Becá y de Dahiye. La familia, suní, defiende además justo lo contrario que Hezbolá: “Un solo ejército para un solo país”, en palabras de Samah, la hermana de Ali que llora la muerte sin cesar. Es decir, que el partido-milicia deje de controlar de facto sus feudos, en los que las Fuerzas Armadas pintan bien poco. “Yo echo a todos la culpa de esto que ha pasado. A todos”, añade.
Divisiones identitarias
Todos, eso sí, comparten una impresión que se escucha mucho estos días en Líbano: los bombardeos israelíes fuera de los feudos de Hezbolá buscan avivar las divisiones identitarias entre suníes, chiíes, cristianos y drusos, en un país que ya vivió 15 años de guerra civil. Es también la línea del “mensaje al pueblo libanés” que emitió este martes (en inglés) el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. Fue un llamamiento a levantarse contra Hezbolá ―con el riesgo de generar una segunda guerra civil― por el representante de un país que se alió con las Falanges cristianas cuando cercó Beirut y ocupó el sur del país (1982-2000).
Este periódico remitió el pasado viernes ―y recordó en dos ocasiones― a la portavocía del ejército israelí las coordenadas del edificio bombardeado junto con dos preguntas: cuál era el objetivo y si hubo aviso previo de evacuación. No ha recibido respuesta.
Mustafa Qalqas fue de los primeros en llegar al lugar, porque forma parte de la defensa civil en el comité de crisis que estableció hace un año la otra gran facción chií libanesa, Amal. “La imagen era indescriptible, como entrar al infierno. Nos acercábamos en medio de la nube de polvo y nos tiraba la gente que escapaba, corriendo y gritando. Huían más pie que en coche. Sacábamos a los niños en pedazos. No quieres verlo, te lo aseguro”.
Qalqas cree lo mismo que parecen sugerir las imágenes: Israel disparó ―sin avisar antes a los vecinos para que se marchasen― dos misiles sin mucha carga explosiva, pero que echaron abajo el edificio con casi todo el mundo dentro. “El sonido no fue muy fuerte. Nos dimos más cuenta de lo que había pasado por el humo. Como ves, no hay daños en los edificios cercanos. No es como otros bombardeos a los que estoy acostumbrado”, recuerda.
Un coche llega a toda prisa con un bidón. La excavadora Caterpillar lleva 24 horas buscando supervivientes sin parar y se ha quedado sin combustible. Iban entonces 52 muertos y 60 rescatados, algunos en estado crítico. También, calculaba, decenas de desaparecidos. Nadie sabe cuantificarlos a ciencia cierta, porque los desplazados del sur del país no siempre comunican a las autoridades su nuevo destino y varias familias los acogían en sus casas.
La parte superior, la más cercana a los operarios, era una sucesión de caras descompuestas. Apenas habían pasado 24 horas y un joven con la mirada perdida confiaba en que sus padres saliesen de entre los escombros con vida. Kamal Hosho, de 61 años, insistía en que quedaban “dos plantas por revisar”, así que no era “nada seguro” que su sobrina, el marido de su sobrina y los tres hijos que tenían en común estuviesen muertos. Le molestaba, de hecho, que en las redes sociales ya estuviesen rezando por ellos. Fuad Al Baba se aferraba, teléfono en mano, a que su hermana (también en el edificio en el momento del ataque israelí) seguía recibiendo sus WhatsApp, aunque no respondiese.
De repente, se oyen gritos. Los familiares miran expectantes y los sanitarios preparan una camilla y una manta. No harán falta. El cadáver número 53 acaba en una bolsa blanca y se hace el silencio. “Hasta ahora hemos sacado más bien gente normal de la zona. Familias. Si había algún miembro de Hezbolá, sería alguno normal”, dice Qalqas. “No es como que estuviese Nasralá ahí para causar esta masacre”.