Biden teme el coste electoral de que un ataque israelí a Irán eleve el precio del petróleo
Del “estamos debatiendo” con Israel un posible bombardeo a instalaciones petroleras iraníes al “si estuviera en su lugar, pensaría en otras alternativas a atacar pozos petroleros”, en apenas 24 horas. El giro retórico del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, entre el jueves y el viernes pasado fue elocuente: con Oriente Próximo en llamas, pasó de animar a desalentar una opción que estaba calentando —y de qué manera— el mercado petrolero. Una escalada que, de prolongarse en el tiempo, amenazaría con lastrar las perspectivas electorales de su vicepresidenta y candidata demócrata, Kamala Harris, y beneficiaría a su némesis, el republicano Donald Trump.
Hasta ahora, el año de guerra en Oriente Próximo había tenido escaso impacto en los precios del petróleo. Los mercados a duras penas se habían inmutado ante los bombardeos en Gaza que han dejado cerca de 42.000 palestinos muertos y destruido la Franja palestina. Un marcado contraste con lo que había ocurrido un año y medio antes, cuando el comienzo de la invasión rusa de Ucrania disparó los precios de la energía a niveles estratosféricos. En Estados Unidos, aquel salto mayúsculo dio alas a una inflación desatada, que ha tardado dos años en quedar bajo control y que ha contribuido a hundir la popularidad de Biden. Pero Gaza no tiene petróleo.
Irán, contra el que Israel sopesa represalias tras el ataque con más de 180 misiles de la semana pasada, sí. Es el séptimo productor del mundo, con cerca de cuatro millones de barriles diarios. Su peso es tal que cualquier alteración en su suministro al exterior —o incluso una mera amenaza de disrupción— haría mella en el mercado mundial. Un impacto que también llegaría a los surtidores de Estados Unidos, a pesar de que este país no consume ni una sola gota de crudo iraní.
La perspectiva de que la reciente escalada en la frontera israelo-libanesa pudiese devenir en una guerra que arrastre a Teherán, e incluso a Estados Unidos, ya generaba cierto nerviosismo en los mercados: antes del ataque iraní contra Israel, el brent había saltado un 4% en pocas horas. En este caldo de cultivo, el ambiguo comentario de Biden el jueves, en el que parecía dar por bueno un posible ataque de Israel contra la infraestructura petrolera iraní, desencadenó la histeria. En las horas inmediatas a su frase, la cotización del West Texas Intermediate (la referencia en EE UU) subió un 5,5%.
El presidente tuvo que recular casi de inmediato. El viernes daba un paso inédito para él: comparecía por sorpresa y por primera vez en su mandato en la sala de prensa de la Casa Blanca para contestar a las preguntas de los periodistas. Allí fue mucho más claro en su respuesta. Y mucho más ortodoxo. “Los israelíes no han determinado qué van a hacer acerca de un ataque. Eso se está debatiendo. Si estuviera en su lugar, pensaría en otras alternativas a atacar pozos petroleros”, declaraba.
Con la carrera electoral apretada, pendiendo de un hilo en un puñado de Estados bisagra, una subida en el precio de los carburantes habría sido un torpedo en la línea de flotación de los demócratas. Tanto en la carrera por el Congreso y el Senado como, sobre todo, por la presidencia. En un país que se mueve eminentemente —salvo en algunas grandes ciudades— en coche, el precio que exhiben los letreros de las estaciones de servicio tienen tanta o más incidencia en unas elecciones que cualquier otra variable de índole puramente política. Sus variaciones son la gran referencia a la que se aferra el estadounidense medio para valorar si la economía va o no por buen camino.
“Los bajos precios de la gasolina son de interés general, algo que republicanos y demócratas desean”, resumía recientemente Jim Burkhard, vicepresidente de la firma de análisis S&P Global Commodity Insights. “Y el presidente, sea del partido que sea, suele ser visto como responsable”. Una percepción que, en cambio, poco tiene que ver con la realidad del mercado: el coste minorista por galón (3,7 litros, la medida que se utiliza en Estados Unidos) depende, en gran medida, de la cotización del crudo en los mercados internacionales. “Algo que nadie puede controlar, tampoco el presidente de EE UU”.
Un estudio de Jon Krosnick, Laurel Harbridge y Jeffrey Wooldridge, de las universidades de Stanford, Northwestern y Míchigan, cifraba en seis décimas porcentuales la pérdida de apoyo al candidato presidencial por cada diez puntos de aumento en el precio del crudo.
Sin impacto aún en las gasolineras
Aunque sustancial, la escalada en el precio del crudo aún no se ha trasladado a los surtidores. Y no parece, en fin, suficiente para hacer mella en el transcurso de la campaña. Al menos por ahora. El precio de la gasolina en EE UU está hoy ligeramente por encima de los tres dólares por galón, con algunos Estados por debajo, según la última actualización de la Administración de Información Energética (EIA, por sus siglas en inglés). Le ayuda la caída en la demanda que suele darse en los meses de otoño, después de las vacaciones de verano y antes de que las festividades del día de Acción de Gracias —este año será el 28 de noviembre—, vuelvan a poner a los estadounidenses en modo viajero.
Nuevas alteraciones en los precios truncarían, casi con total probabilidad, las opciones de dejar atrás esa cota. A años luz, eso sí, del máximo histórico de junio de 2022, cuatro meses después del comienzo de la guerra en Ucrania y cuando el carburante rey del parque automotriz estadounidense llegó a promediar casi cinco dólares por galón.
En octubre de aquel año, a solo tres semanas de las elecciones legislativas de mitad de mandato, Biden ya optó por liberar 15 millones de barriles de crudo de las reservas estratégicas estadounidenses. El momento era otro —por aquel entonces, la inflación era un boquete en el bolsillo del estadounidense medio—, pero el telón de fondo era el mismo: la gasolina pesa, y mucho, en las opciones de victoria de un candidato.
Riesgos
Un ataque de Israel a instalaciones petroleras iraníes dispararía el precio del petróleo. Así sucedió, de hecho, en las primeras horas después de que Biden pareciese dar rienda suelta al Gobierno de Benjamín Netanyahu. No solo porque Irán es el séptimo productor mundial y el tercero por reservas, sino porque supondría la salida del mercado mundial de miles de barriles de crudo por primera vez desde el inicio del conflicto en Oriente Próximo, un año atrás.
“Una consideración importante será si Arabia Saudí aumenta la producción en caso de que los suministros iraníes se viesen alterados [lo que reduciría la presión sobre el precio]. Por norma, un aumento del 5% en los precios del petróleo añade más o menos 0,1 puntos porcentuales a la inflación base en las economías avanzadas”, señalaba la semana pasada James Reilly, economista sénior para Mercados de la consultora Capital Economics.
Hay más. El telón de fondo es un miedo latente a que el conflicto acabe desembocando en el cierre del estrecho de Ormuz, controlado por Irán. Ese movimiento, aunque arriesgado también desde el punto de vista de Teherán —es clave para dar salida a su propia producción, sobre todo rumbo a China— dejaría fuera de juego el grueso del crudo saudí, emiratí y kuwaití. Y desembocaría, entonces sí, en una grave crisis de precios en el mercado petrolero. Un escenario, aunque hoy por hoy remoto, que sí dispararía el coste de la gasolina en todo el mundo. Y que, en clave puramente estadounidense, dañaría gravemente las opciones de victoria de Harris. Beneficiando, claro, a Trump.