Un año de guerra en Oriente Próximo: cómo un conflicto local casi olvidado devino en contienda regional con consecuencias globales
Hace un año, los comandos de Hamás penetraron en territorio israelí y perpetraron un ataque terrorista en el que fueron asesinadas 1.200 personas —en su gran mayoría civiles— y secuestradas más de 200. El objetivo político de la espantosa acción era reventar una dinámica internacional que estaba dejando marginalizada y olvidada la cuestión palestina. Un año después, el conflicto está plenamente regionalizado, con un inmenso sufrimiento humano. Y sus consecuencias reverberan a escala global en los planos económicos, políticos y geopolíticos.
La regionalización es evidente. La violencia se propaga, y además de a Israel y la franja de Gaza, afecta de distintas maneras a Cisjordania, Líbano, Siria, Irak, Yemen e Irán. El intercambio directo de golpes entre Israel e Irán, sobre todo, cristaliza una dimensión bélica regional sin precedentes.
Pero las derivadas del conflicto transcienden la región y adquieren una dimensión cada vez más global. Para empezar, en el plano económico tras la disrupción del transporte marítimo de mercancías, asistimos ahora a la turbulencia del mercado del petróleo. Pero hay más.
En el plano político, resulta crucial el potencial impacto del conflicto sobre unas elecciones presidenciales de EE UU que se perfilan ajustadas y en las que votantes progresistas —sobre todo jóvenes— o árabes descontentos con la gestión del presidente Joe Biden podrían restar a los demócratas apoyos esenciales. Una nueva llamarada de precios por eventuales turbulencias petroleras tampoco ayudaría a la vicepresidenta y candidata demócrata, Kamala Harris.
Otra importante derivada es la que repercute en la guerra en Ucrania, para la cual el conflicto de Oriente Próximo es una distracción de fuerzas —las de EE UU, que además de respaldar a Kiev suministra a Israel; o de Irán, que proporciona significativo apoyo a Rusia— y de atención diplomática y mediática.
Otra más es el efecto clarificador de esta guerra sobre el papel y la vigencia de la justicia internacional o de ciertas relaciones geopolíticas. La creciente involucración de Irán medirá el auténtico nivel de cooperación entre este país con Rusia, China y Corea del Norte.
A continuación, un intento de ofrecer claves explicativas del estallido de la crisis, su regionalización y su proyección global en este año de guerra que ha provocado un indescriptible sufrimiento a una multitud de civiles.
El estallido
El ataque del 7 de octubre fue un brutal intento de hacer descarrilar una dinámica diplomática internacional. “Lo que buscaba Hamás era evitar el acercamiento entre Arabia Saudí e Israel a través de un acuerdo entre Riad y Washington”, dice Arancha González Laya, decana de la Paris School of International Affairs de Sciences Po y exministra de Exteriores de España.
Tras la normalización de relaciones entre Israel y algunos países árabes con los Acuerdos de Abraham, se multiplicaban los síntomas de que también se encarrilaba el deshielo entre Israel y Arabia Saudí, el país clave. A cambio, seguramente Riad habría recibido contrapartidas de Washington, tal vez en forma de nuevas garantías y suministros militares y de luz verde a un programa atómico civil. En esta ecuación, la cuestión palestina quedaba muy marginalizada, con sólidas señales de que el deshielo se podría haber producido sin ninguna concesión real de parte de Israel para los palestinos.
Pol Morillas, director del centro de estudios CIDOB, coincide en el análisis de González Laya sobre los objetivos de Hamás. “La voluntad de normalización de las relaciones entre Israel y los países árabes dejaba descolocada a toda una serie de actores. En ese marco, en primer lugar la cuestión palestina quedaba olvidada, pasaba absolutamente a segundo plano; y, en segundo lugar, cristalizaba con la mediación de EE UU un marco de relaciones entre Estados —Israel y los árabes— que empeoraba la posición de grupos no estatales con óptica transnacional”.
Israel replicó al ataque de Hamás con un brutal uso de la fuerza que en Gaza ha causado más de 41.000 muertos y el hundimiento en condiciones inhumanas de dos millones de personas en la Franja, y por el cual el país se halla sentado en el banquillo del Tribunal Internacional de la ONU acusado del peor de los crímenes —genocidio—. El fiscal del Tribunal Penal Internacional ha requerido la emisión de órdenes de arresto para su primer ministro, Benjamín Netanyahu, y su ministro de Defensa, Yoav Gallant.
Un año después, González Laya cree que Hamás ha fracasado en su objetivo geopolítico. “Creo que no ha habido un cambio estratégico en el acercamiento entre Arabia Saudí y EE UU, que siguen teniendo una voluntad de construir un espacio de colaboración que implica una normalización de relaciones con Israel y un aislamiento o un cierto cerco de Irán. La dinámica de desarabización del conflicto sigue”, dice.
La regionalización
Desde los primeros compases fue claro el alto riesgo de expansión del conflicto. Hezbolá lanzó cohetes que obligaron a decenas de miles de israelíes a desplazarse. Hubo episodios de violencia que involucraron a milicias afines a Irán en Irak y en Siria, y ataques de las fuerzas hutíes en Yemen.
“Israel entiende que su seguridad y su lucha por la predominancia en la región pasan por algo que va mucho más allá del conflicto palestino-israelí y, por lo tanto, lanza una serie de operaciones que amplían el foco regional del conflicto. Los otros actores, por supuesto, también tienen lecturas regionales”, dice Morillas.
Con el paso de los meses fue quedando claro quiénes, dentro de sus cálculos regionales, buscaban una escalada y quiénes no. Entre los primeros, destacan Netanyahu y los hutíes.
En ambos casos, la razón fundamental de su acción es un cálculo de política interna. En el de Netanyahu responde a su voluntad de aferrarse al cargo después del terrible episodio del 7 de octubre, que fue a la vez un inmenso e incomprensible fallo de seguridad de un aparato que supuestamente gozaba de extraordinarias capacidades de vigilancia y espionaje, y el epitafio sobre décadas de política que predicaba que Israel podía vivir seguro, desoyendo toda llamada a permitir un Estado palestino, siguiendo con la ocupación ilegal y el trato discriminatorio a los palestinos. Consciente de que mientras se mantuviera intenso el conflicto no era imaginable que colapsara el Gobierno y se abriera la fase de rendición de cuentas, Netanyahu lo mantuvo vivo todo lo que pudo. El tiempo le está premiando: su popularidad y la del Likud andan remontando en los sondeos.
Entre quienes, en cambio, dieron pruebas de no querer la escalada regional figuran Irán, Hezbolá y EE UU. Hezbolá no respondió a la acción de Israel en Gaza con un ataque de envergadura. Washington reaccionó con contención a un ataque que mató a algunos de sus soldados en la región. Asimismo, Irán replicó con un lanzamiento de misiles casi telegrafiados contra Israel al bombardeo israelí que mató a uno de sus líderes militares que se hallaba en una dependencia diplomática en Siria. Irán y Hezbolá preferían que Israel se desgastara en una acción bélica que le procura enorme desprestigio y no tenían interés en implicarse en un conflicto directo total. Todas estas vicisitudes han mostrado serias divergencias en el llamado Eje de resistencia liderado por Irán, con distintos cálculos según cada entidad.
EE UU, sin cuyo apoyo militar Israel no podría haber llevado a cabo la ofensiva actual, tampoco tiene ningún interés en involucrarse en otro conflicto en la región, después de las nefastas aventuras en Irak y Afganistán, con la necesidad de centrarse en China y con la guerra de Ucrania por el medio.
Sin embargo, Netanyahu estaba decidido. Así, ha lanzado el clamoroso ataque contra Hezbolá en Líbano, logrando laminar la cúpula de la agrupación chií, e incursiones en territorio libanés. La cúpula del régimen iraní decidió que no podía permanecer inerte, una actitud con la que se habría arriesgado a arruinar la fe de sus socios en la solidez de los lazos con el patrón. Esta vez su respuesta fue más significativa que en la anterior ocasión, y por esa vía la regionalización del conflicto está en pleno desarrollo.
En este contexto, “se ha demostrado la superioridad militar israelí, pero también la incapacidad de acabar con este problema por la vía exclusivamente militar”, observa González Lara.
Con la involucración ya profunda de Irán, avanza la globalización del conflicto.
La globalización
La escalada directa entre Israel e Irán provocó la semana pasada una sacudida en el mercado del petróleo, con una subida del precio 8%: el mayor incremento semanal en casi dos años. Se trata de un ejemplo evidente de la multifacética proyección global del conflicto de Oriente Próximo.
La profundización de la turbulencia en el mercado del crudo depende en gran medida de cuál sea el próximo paso de Israel, que ha anunciado que replicará a los misiles de Irán. Las instalaciones petroleras iraníes son uno de los posibles objetivos, junto con las nucleares y los líderes del régimen de la República Islámica. Israel ya golpeó en meses pasados instalaciones petroleras en Hodeida, en Yemen; un antecedente significativo. Si decidiera ir por ese camino, sin duda habría repercusiones en el precio del crudo, aunque Irán, que exporta alrededor de 1,5 millones de barriles diarios, no figura entre los mayores exportadores del mundo. Teherán podría, a su vez, replicar con acciones que trastornen el sector energético del Golfo.
La agitación petrolera se suma a la disrupción del comercio, cuyo transporte ha quedado afectado por el conflicto, alterando ruta, costes y precios de seguros.
Estos factores económicos, junto con los políticos, pueden desempeñar un papel relevante en las elecciones presidenciales de EE UU del 5 de noviembre. El conflicto en Oriente Próximo no figura entre los asuntos de principal interés para los votantes estadounidenses, pero hay varias vías a través de las cuales puede incidir.
En primer lugar, por la auténtica indignación de un segmento de potenciales votantes progresistas, sobre todo jóvenes, con el apoyo de la Administración Biden a Israel. En segundo lugar, por el enfado de la comunidad árabe y musulmana de EE UU, que no es grande, pero sí tiene cierto peso en un Estado decisivo como Míchigan. En tercer lugar, por el potencial impacto de una subida de precios de la gasolina. Queda solo un mes para los comicios, pero es evidente que los precios de la energía tocan una fibra profunda en la ciudadanía, y la cuestión del poder adquisitivo sí es central en el voto.
Significativamente, cuando al presidente Joe Biden se le preguntó hace unos días si Netanyahu quiere influir el voto en EE UU, por ejemplo, retrasando un pacto de alto el fuego en Gaza, este no lo descartó. “No lo sé”, respondió. Netanyahu, sin duda, está haciendo sus cálculos aprovechándose de la campaña, y tal vez busque incluir para favorecer a su candidato favorito, el republicano Donald Trump. Un ataque contra las instalaciones petroleras iraníes, con la consiguiente llamarada de precios, no sería un buen regalo para la carrera de la vicepresidenta Kamala Harris.
Si, en cambio, Israel optara por intentar un golpe a las instalaciones nucleares iraníes, las derivadas geopolíticas se tornan una incógnita inquietante. A estas alturas es probable que las instalaciones iraníes clave estén en lugares subterráneos muy protegidos y que el conocimiento sea muy difundido como para causar un retroceso serio con bombardeos. Estos, en cambio, podrían espolear la voluntad de Irán de desarrollar la bomba en vez de quedarse solo cerca de ella.
El conflicto de Oriente Próximo también tiene implicaciones sobre el de Ucrania. Las más evidentes son el peso que supone para dos actores relevantes en el conflicto europeo: EE UU e Irán. El primero es el principal sostén militar de Kiev y, el segundo, uno muy relevante de Moscú.
Este es el prisma con el cual el Kremlin observa el conflicto. “Lo que está ocurriendo tiene un impacto positivo para Rusia porque implica un parcial desvío de suministros militares y atención que EE UU podría dar a Ucrania y van a Israel. Rusia no lo dirá nunca de forma explícita, pero esto es una ventaja para él”, dice Domitilla Sagramoso, experta en política exterior y de seguridad de Rusia del King’s College de Londres.
“Al mismo tiempo, Moscú no desea una escalada que resulte problemática para Irán, que es un socio fundamental para la guerra en Ucrania y, desde luego, tiene un interés clave en su presencia en Siria, con una base aérea y una base naval que le permiten proyección de poder en el Mediterráneo”, agrega Sagramoso.
El impacto sobre la guerra de Ucrania también es el indirecto que procede desde la percepción que en muchos países del sur global hay hacia un Occidente visto como portador de dobles raseros ante las actuaciones del presidente ruso, Vladímir Putin, y Netanyahu.
“La UE necesita integrar muy claramente en su lectura de la situación el conflicto en Oriente Próximo”, dice González Laya. “La guerra de Ucrania es vital para el futuro de la UE. Y la UE debe tener mucho cuidado en cómo trata otros conflictos. En el de Oriente Próximo ha habido un uso desproporcionado de la fuerza. La UE no puede ignorar la necesidad de responder ante el castigo al que se somete la población civil. Ello responde también a la necesidad de defender su posición internacional”, prosigue la decana.
Hay más vías a través de las cuales el conflicto se proyecta en el mundo. Una es, por supuesto, la implicación militar directa de Washington, que esta misma semana ha bombardeado objetivos hutíes en Yemen. De momento es muy limitada, pero según el desarrollo de los intercambios entre Israel e Irán, podría aumentar.
La escalada bélica, además, pone a prueba el real grado de convergencia entre regímenes autoritarios como Irán, Rusia, China y Corea del Norte. Así como expone los vínculos —por ejemplo, entre Moscú y Teherán— también puede evidenciar los límites. Sagramoso cree que el Kremlin se abstendrá de actuar de una manera que corte los puentes con Israel.
China, por su parte, parece más bien en compás de espera. “Pekín está siendo enormemente precavida. En su momento, patrocinó el deshielo entre Arabia Saudí e Irán, pero el verdadero mediador fue Omán, y China simplemente lo certificó. Ha intentado facilitar un acercamiento entre facciones palestinas. Pero en el fondo le interesa no quemarse y que lo que se queme sea la credibilidad estadounidense”, dice González Laya.
Otra vía es la puesta a prueba de la eficacia de la justicia internacional y de la diplomacia. La primera actúa por la vía del Tribunal Internacional de la ONU, que sopesa, a petición de Sudáfrica, si Israel comete un genocidio en Gaza; y por la vía del Tribunal Penal Internacional, cuya Fiscalía ha pedido la detención de dirigentes israelíes, además de Hamás.
En este escenario, “la diplomacia pasa por horas muy bajas”, observa Morillas. “Ya no es solo la ineficacia de la ONU, de los grandes marcos multilaterales, sino también de una diplomacia ad hoc. Ante esto, lo que queda son los cálculos de las partes en conflicto; cálculos muy, muy coyunturales”. A la vista de ellos, otros, en otras partes del mundo, hacen y harán sus cálculos tomando nota de ello, otra vía por la cual el conflicto en Oriente Próximo reverbera en el mundo.