Panegírico a nuestro amado padre Dr. Joaquín Justo Jiménez Dájer

Panegírico a nuestro amado padre Dr. Joaquín Justo Jiménez Dájer

Nuestro padre, Joaquín Justo Jiménez Dájer, era hijo de una extensa familia, conformada por su padre Rafael Antonio Jiménez Santiago, nuestro abuelo, y de la señora Ana Rosaura Dájer Díaz, mi abuela, esposa y madre abnegada. Mingo, como cariñosamente le llamaban a papi, porque nació un día domingo, tuvo 12 hermanos. Al día de hoy, sólo dos le sobreviven.

Papi era un hombre bueno, bondadoso, noble, generoso, honrado, trabajador, leal a su esposa y a su familia. Con los años se fue poniendo medio cascarrabias, pero solía ser traicionado por su candidez. Siempre rendía homenaje a sus ancestros y a sus orígenes.

Realizó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio Dominicano de la Salle, cuando este estuvo ubicado en la calle Billini esquina Hostos y perteneció a la promoción de bachilleres egresados en el año 1952, donde cultivó entrañables amigos, que hasta hace algunos años solían reunirse anualmente para celebrar el aniversario de su graduación de la educación secundaria. Se rebosaba de felicidad con cada encuentro y a su regreso a casa las anécdotas no se hacían esperar. Nos las contaba con mucho entusiasmo.

En el año 1953, ingresó a estudiar medicina en la Universidad de Santo Domingo, como se le denominaba en aquella época, lugar donde conoce a dos hermanos de mi madre, Milagros De los Ángeles Martínez Aybar, quienes también estudiaban medicina, me refiero a mis tíos Vinicio y Rolando Martínez Aybar, en paz descansen ambos, siendo estos el puente para que papi y mami se conocieran.

Joaquín Justo Jiménez Dájer, presentó su tesis doctoral intitulada «Consideraciones acerca de los tumores del riñón y pelvis renal» en 1958, graduándose de Doctor en Medicina en ese mismo año. Fue haciendo su pasantía en el Hospital Padre Billini, lugar en cuyo laboratorio trabajaba mi madre como bioanalista, que estos se enamoraron y se hicieron novios. Posteriormente, un 15 de octubre de 1963 se casaron.  De esta unión matrimonial que permaneció indisoluble por más de 60 años, nacimos nosotras sus hijas aquí presentes, y nuestros hermanos idos a destiempo Deborah (Kinkin) y Miguelón.  Podemos dar testimonio de un matrimonio caracterizada por el amor, la consagración familiar, el respeto y la fidelidad.

Aunque su vida empezó con modestia, su trabajo y el de mi madre, nos permitieron disfrutar de una cierta comodidad y todos sus hijos pudimos acceder a los estudios que elegimos. Pero nunca dejó de transmitirnos una mirada al mundo pensando en los que no tienen tanta suerte. Y no se trataba de una visión exclusivamente religiosa, sino de una visión ética de la justicia social. Eso es algo que sus hijos pudimos asimilar y poner en práctica en nuestro diario vivir.

Mi padre siempre se sintió orgulloso de su ascendencia libanesa materna. Su madre, abuela Sarah, fue hija del señor Boutros Daher El Hawa Azzi Galler (1868-1943), nacido en Safra, Libano, quien vino a República Dominica en los años cuarenta y casó con la señora Ramona Díaz, mi bisabuela. Al nacer sus hijos, a los oficiales del estado civil se les hacía complicado escribir lo que consideraban apellidos muy raros y terminaron cambiándolo por Dájer, que era en realidad el segundo nombre de nuestro bisabuelo, que en idioma árabe significa Pedro (DAHER).

Desde niña, mis hermanos y yo conocimos bastante lo que nuestro padre nos inculcó de la cultura libanesa, especialmente sus tradiciones y gastronomía. Es por ello, que la mayoría de los miembros de la familia Jiménez Dájer, tanto hombres y mujeres, sabemos preparar kipes, babaganush, humus, tabule, iabrak (niños envueltos), entre otras delicias que papi nos enseñó, pues era tan amante de la cocina, que en mi casa paterna, quien cocinaba cada domingo era Mingo, mi papá.

Pero también se sentía orgulloso de su padre, conocido como Don Fello Jiménez, un maestro de la sastrería muy cotizado en su época. Hace unos años, mi padre me mostró una fotografía de la vista panorámica de la calle arzobispo Meriño, entre la calle Mercedes y calle General Gregorio Luperón, que encontró en internet, pues también era cibernauta, y me comentó «En esa esquina frente a la Casa Velásquez estuvo la sastrería del maestro Fello Jiménez, tu abuelo», refiriéndose a su padre, a quien solía recordar con notable cariño y respeto.

También era un hombre de tradiciones, verbigracia, cada día de su cumpleaños salía muy bien vestido, trajeado, paraguas en mano y caminaba por la calle Duarte, en la zona colonial, lugar donde se crio y vivió junto a sus padres y sus 12 hermanos, y se paseaba por allí a rememorar momentos de su infancia y juventud. Recuerdo que cuando retornaba a casa, ya muy entrada la tarde, entonces lo celebrábamos con una velada que solíamos preparar nuestra madre, hermanos y otros miembros de la familia en nuestra casa del 16 de agosto.  

Atesoraba sus raíces, y hoy seremos testigos de que daremos cumplimiento a una petición que nos hizo el pasado 14 de enero, día de su último cumpleaños. Nos entregó un frasco que contiene tierra del lugar donde estaba la habitación donde él nació y en la que fue recibido por Gúmen, una conocida partera de la época. Esa tierra nuestro padre la recogió al momento en que demolieron esa casa para entonces dar paso a la construcción del parqueo de la Clínica Rodríguez Santos, lugar donde laboró por más de 40 años y cuyo laboratorio, rindiéndole honor en vida lleva el nombre de nuestro padre desde hace algunos años. Papi nos pidió que esparciéramos esa tierra al momento de su entierro y cumpliremos su voluntad.

Papi nos condujo por la vida, educándonos, enseñándonos desde las cosas más sencillas a las más complicadas. De él aprendí el sentido de la responsabilidad, había que hacer lo que se debía hacer, y nunca le escuché quejarse de los asuntos que debía asumir.

Fue un padre amoroso y consentidor. Recuerdo que cuando éramos niñas jugaba organizando reinados de «Miss Universo», y la niña que resultaba ganadora y las otras dos finalistas eran premiadas con un almuerzo dominical que pagaba mi papá en el Restaurant Mario, situado frente al parque independencia, donde era un habitué, y al que asistíamos la familia cada domingo.  Papi, también era un asiduo visitante del Restaurant Vizcaya, tradición que continuamos su familia hasta la fecha.

Son tantas las cosas que pudiera decir sobre mi padre, que también fue un amigo, un mentor, un confidente y un ser humano excepcional. Su partida deja un vacío en nuestros corazones, pero también nos deja un legado de amor, bondad y sabiduría que nunca olvidaremos.

Hoy, que toca despedirlo y honrarlo quiero que recordamos a nuestro padre como un hombre fuerte, valiente y bondadoso. Siempre dispuesto a ayudar a los demás, a apoyar a su familia y a enfrentar los desafíos con determinación y coraje. Su amor incondicional nos ha guiado y protegido a lo largo de los años, y su ausencia deja en nosotros un dolor inmenso.

Nuestro padre nos enseñó el valor del amor, la importancia de la familia y la necesidad de ser honestos y bondadosos con los demás. Sus palabras de aliento y sus gestos de generosidad nos han marcado para siempre, y nos han convertido en las personas que somos hoy en día.

Su partida nos deja con un profundo sentimiento de pérdida, pero también nos llena de gratitud por haber tenido la oportunidad de conocer a un hombre tan excepcional, pero muy especialmente queremos agradecer a Dios por dejarlo todo este tiempo a nuestro lado. Vivió 90 años, 8 meses y 12 días. Su legado de amor y bondad vivirá para siempre en nuestras vidas, y nos dará la fuerza necesaria para seguir adelante a pesar del dolor y la tristeza.

No quiero concluir estas palabras sin antes agradecer a todos los que han sacado de su valioso tiempo para solidarizarse con nuestra familia en este difícil momento. Gracias por su presencia, por sus mensajes de condolencias, por sus palabras de aliento. Les aseguro que se siente como un bálsamo en medio del desconsuelo que nos embarga.

Y a ti padre de mi alma, que ya debes haberte reencontrado con Kinkin y Miguelón, con tu papá y tu mamá, con todos tus hermanos, ahora estás en esa otra dimensión de la mano con Dios, allá en el cielo, desde donde vas a continuar guiándonos y protegiéndonos, porque ahora sí es verdad que te conviertes en nuestro ángel de la guarda.

Te amamos papi y como dice la canción de Melody Astacio, que hicimos reproducir durante tu velatorio y entierro «Si volviera a nacer, le pediría a Dios ser tu hija otra vez. Si pudiera escoger, le pediría a Dios tenerte para siempre y que a mi lado estés. Si volviera a nacer le pediría a Dios que fueras mi padre otra vez».

Descansa en paz príncipe de mi alma.

Tu hija Katia Miguelina Jiménez Martínez

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