Alcalde de la Vega
El 16 de agosto pasado, el presidente de la república designó como ministro al alcalde de La Vega, a raíz de lo cual este último renunció a dicha posición electiva, hecho al que se sumó la renuncia de la vicealcaldesa. Esas renuncias tienen varias implicaciones importantes, pero ahora sólo me referiré a la jurídica, concerniente a la solución del problema que con esos hechos se ha generado -uno que, por cierto, si no inédito, es infrecuente en la vida nacional-.
Desde su primera versión de 1844, la Constitución de la República (CRD) ha consagrado las atribuciones del presidente de la república para designar a los empleados públicos. Tal hizo en el artículo 102: «Nombrar los empleados de administración general y de relaciones exteriores» (5º.) y «Nombrar a todos los empleados públicos, cuya nominación no se determina de otro modo por la Constitución o la ley.» (6º.) Esta última disposición, por cierto, se ha mantenido, con algunos cambios, en todas las versiones que siguieron, incluso la vigente que, en su artículo 128.2.a), al detallar las atribuciones del presidente de la república «[e]n su condición de Jefe de Gobierno», incluye la de «Nombrar los ministros y viceministros y demás funcionarios públicos que ocupen cargos de libre nombramiento o cuya designación no se atribuya a ningún otro organismo del Estado reconocido por esta Constitución o por las leyes, así como aceptarles su renuncia y removerlos». Se trata, como se aprecia, de una atribución para ser ejercida en el ámbito del Poder Ejecutivo, pues sólo allí su titular puede nombrar, aceptar renuncias y remover funcionarios.
A partir de su primera reforma (febrero de 1854), la CRD consignó otras atribuciones parecidas para «Nombrar (…), los Alcaldes de comunes en los juzgados inferiores» (artículo 77, 5ª.), las cuales continuaron apareciendo -con las expresiones propias de los cambios socio-políticos- en las reformas siguientes, incluso la de 2002 que, en su artículo 55, estableció que «[c]uando ocurran vacantes en los cargos de Regidores o Síndicos Municipales o del Distrito Nacional, y se haya agotado el número de suplentes elegidos, el Poder Ejecutivo escogerá al sustituto» de una terna sometida por «el partido que postuló el Regidor o Síndico que originó la vacante», esto en un plazo de quince días, vencido el cual «el Poder Ejecutivo hará la designación correspondiente» (numeral 11).
Tales atribuciones, sin embargo, fueron extirpadas con la reforma de 2010, entre cuyas muchas bondades destaca su propósito de reducir el nocivo fenómeno del presidencialismo en la vida nacional, en abono de lo cual produjo un sustancial recorte de las facultades presidenciales, una más equilibrada relación entre los poderes públicos y un fortalecimiento y desarrollo de la autonomía y la descentralización en el aparato estatal, en particular de los municipios. En efecto, entre las potestades del titular del Ejecutivo (artículo 128) ya no están algunas de las que traía el referido artículo 55; de tal forma que, como resalta Roberto Blanco Valdés, la CRD vigente «otorga, en este ámbito, al poder presidencial una esfera de poder muy inferior» (Comentarios a la Constitución de la República Dominicana, LA LEY, p. 738). Vale precisar que no son esos los únicos recortes, sino los más afines al objeto de estas líneas.
Se trata de una decisión consciente -sesuda, valiente, trascendente- del constituyente de 2010 con el propósito de instaurar el Estado Social y Democrático de Derecho, más moderno y democrático -descentralizado, horizontal, participativo-, caracterizado, entre otras cosas, por «la separación e independencia de los poderes públicos» (artículo 7), marco en el que las atribuciones de sus respectivos encargados son «únicamente las determinadas por esta Constitución y las leyes» (artículo 4).
El alcance de lo anterior se aprecia, también, en el simultáneo fortalecimiento de la capacidad fiscalizadora del Congreso Nacional y la ampliación de sus atribuciones de control y de investigación (artículo 93), lo que, en palabras de Milton Ray Guevara, «demuestra que el régimen político dominicano (…) contiene todos los elementos formales para lograr el adecuado funcionamiento del régimen presidencial, sin caer en el presidencialismo» (Constitución comentada, FINJUS, p. 251), lo que, sin embargo, dependerá de la responsabilidad con que ello sea asumido.
A pesar de todo lo anterior, algunos discurren en torno a los contenidos de algunas leyes en busca de fundamentos jurídicos para que el presidente de la república llene las vacantes que se han producido en La Vega. Al parecer, escudriñan en las leyes 176-07, del Distrito Nacional y los municipios, 41-08, de función pública -ambas anteriores a la vigencia de los nuevos parámetros constitucionales, lo que no es un dato menor- y 247-12, orgánica de la Administración Pública; en cuyos análisis no puedo detenerme ahora. Apenas cabe decir que el ordenamiento vigente es definido por la esencia constitucional sobre la que hemos discurrido, la cual no puede ser contradicha sin sucumbir al artículo 6 cuando dispone que «[t]odas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos a la Constitución, norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado», y que «son nulos de pleno derecho toda ley, decreto, resolución, reglamento o acto contrarios a esta Constitución.»
En fin, que la solución del problema en comento no puede provenir del presidente de la república, pues ya no tiene facultades para ello. En el Estado social y democrático de Derecho al que nos conduce la CRD no es posible que él nombre ministro a un alcalde y, además, designe un nuevo alcalde en la demarcación que, con sus votos, eligió al que ahora forma parte del gobierno, eventualidad esta última que, por demás, sería un nefasto precedente institucional. Para afrontar este asunto -como dije al inicio, si no inédito, al menos raro-, harán falta la mejor inteligencia nacional y, sobre todo, el más auténtico compromiso democrático, ese que deja a un lado intereses particulares y recala en el respeto y fortalecimiento del señorío constitucional en nuestra vida republicana y que, por demás, siempre tiene presente que, como se ha repetido hasta la saciedad, no hay democracia sin demócratas.