¿Hacia un Imperio austrohúngaro iliberal?
Herbert Kikl, el líder populista que este domingo ganó las elecciones, pero que no gobernará, cerró su campaña en la Stephansdom, la plaza de la catedral de Viena, muy próxima a la Cripta de los Capuchinos, donde están enterrados todos los emperadores de la dinastía de los Habsburgo. Kikl no propuso volver a los tiempos de Sissi, pero sí se puso solemne al hablar de sí mismo como Volkskanzler (el canciller del pueblo) y de su partido como “el instrumento” para cumplir los deseos de ese pueblo.
A Goebbels le hubiera encantado el discurso, tan popular, y de resonancias nazis, que no se diferencia apenas del resto de partidos populistas y extremistas europeos. Kikl no será canciller —porque el presidente federal le vetará— pero es ya un político insoslayable, incluso en la oposición, que intentará remodelar Austria siguiendo el modelo húngaro. Este personaje, tan menudo y frágil como el ministro de la propaganda del Tercer Reich, puede conseguir para el FPÖ la presidencia del Parlamento, puesto clave. Y seguirá intentando Orbanizar su país aprovechando su posición de fuerza. Luchando con firmeza contra las directivas europeas, especialmente las relativas a la inmigración, insistiendo en las “reemigraciones” de inmigrantes irregulares, combatiendo la “dictadura del clima” y atacando a la prensa crítica. Aunque es de prever que su discurso seguirá siendo radical, logrará apoyos del campo democristiano, porque ya han colaborado en el pasado. Todo tiene una explicación en un país profundamente conservador.
Si Viktor Orbán empezó su carrera como un joven liberal que se ha transformado en un autócrata, Kikl es el heredero de un partido que nació en 1959 con antiguos nazis austríacos protegidos por los servicios secretos norteamericanos. A nadie pareció incomodar que aquellos nostálgicos de la Gran Alemania continuaran con su actividad política. Se aplicaba el Schwamm drüber, borrón y cuenta nueva. Incluso el canciller socialdemócrata Bruno Kreisky contó con el FPÖ entre los años 1970-71. Es más, protegió al líder del partido, Friedrich Peter, frente al cazanazis Simon Wiesenthal cuando éste descubrió su pasado de SS y de asesino de judíos. La estrella del partido en los años 90 y siguientes, Jörg Haider, confesó a menudo su admiración por el Tercer Reich y casi nadie se inmutó. Lógico si se recuerda que unos años antes los austríacos habían apoyado masivamente a su presidente, el conservador Kurt Waldheim, ex secretario general de la ONU, cuando se descubrió, en 1986, que fue soldado nazi en los Balcanes.
Ese pasado oscuro no castigó al FPÖ ni impidió que los Liberales fueran miembros junior de tres gobiernos de coalición, el último hace siete años. Solo hubo alarma exterior, en el año 2000, cuando la UE, entonces de solo 15 miembros, impuso sanciones a Viena durante un semestre porque Haider entró en el Gobierno conservador como vicecanciller. Antes y ahora, uno de cada tres austríacos ve a los Liberales como un partido más. Con los mismos escándalos, corrupción y misteriosas financiaciones. Este partido, eso sí, les ofrece una curiosa alianza con los que The Economist definió como los “idiotas útiles de Moscú”. Partidos que quieren acabar con la guerra de Ucrania cuanto antes, tener asegurado el suministro de petróleo ruso barato y juguetear con una posible salida de la UE, considerada un freno a sus políticas soberanistas. Junto con Eslovaquia, Hungría y Austria podrían restaurar un nuevo Imperio austrohúngaro de democracias iliberales. Cada uno a lo suyo y todos apoyados por Moscú. Aprovechando que muchos han olvidado un consejo del salzburgués Stefan Zweig: “Quien no comprende el pasado, en realidad no entiende nada”.
Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.