Los libaneses que huyen de zonas bombardeadas: “Hemos cogido ropa, comida para los niños y poco más”
Hiba Tubjanali contiene el llanto hasta que se queda a solas, acaricia la masbaha (una especie de rosario musulmán) y piensa en su padre, al que acaba de intentar, una vez más, convencer por teléfono de que salga corriendo de Yohmor, el pueblo libanés que ―durante casi un año― les parecía relativamente a salvo de los bombardeos israelíes y del que ahora no paran de llegarles por WhatsApp noticias de vecinos muertos. No era el plan que decidió este mediodía en minutos, pero ha acabado con su familia política en la escuela primaria de un lugar extraño: Qob Elías, a unos pocos kilómetros de la zona fronteriza con Siria que el ejército israelí dio a los civiles dos horas para abandonar y donde se escuchan los bombardeos de fondo. Tubjanali se dirigía en realidad hacia Beirut, pero alguien les avisó en el camino de que Qob Elías estaba retirando los pupitres en los colegios para acoger a cientos de desplazados y les pareció más seguro que seguir por carretera hasta la capital, en cuya salida hacia las montañas se puede ver también una fila interminable de vehículos y colas en las gasolineras. Decenas de miles de personas han escapado de sus hogares en una sola jornada, según el Ministerio de Sanidad, sin tener muy claro hacia dónde. El paso de las horas acabó, de hecho, dando la razón a Tubjanali. Mientras se descalzaba, recibía la noticia de que la aviación israelí acababa también de bombardear allí, en Dahiye, el suburbio sur chií de la capital y feudo de Hezbolá, para intentar asesinar a Ali Karaki, uno de los principales dirigentes de la milicia.
Con miles de libaneses escapando de la mayor matanza en un solo día desde la guerra civil (1975-1990) ―con al menos a 492 personas muertas―, 80.000 mensajes del ejército israelí exhortándoles a abandonar “inmediatamente” el sur y el valle de la Becá y cientos de coches en los accesos con maletas, bolsas negras de plástico y pocos asientos de sobra, la escuela de Qub Elías ha pasado de preparar el inicio del curso escolar a congelar hasta nuevo aviso las matriculaciones, por orden del Ministerio de Educación. Profesores, servicios de emergencia y boy scouts retiran con prisa pizarras y muebles para hacer sitio a las primeras familias que llegan, con rostro cansado y preocupado. Las mantas, colchones, panes de pita y botellas de agua convierten el aula en su nuevo hogar para nadie sabe cuánto tiempo, ese elefante en la habitación cuya mera mención enrojece los ojos de los desplazados.
“Hemos cogido ropa, comida para los niños y poco más. Como no tenemos coche, no queríamos llevar bolsas grandes, por si teníamos que pedir a alguien que nos llevase y, al vernos con ellas, no quisiera cogernos. Tampoco queremos ocupar mucho sitio aquí”, explica Imad Atwi, de 27 años y marido de Hiba. El colegio calcula que cabrían unas 500 personas. Aún queda mucho sitio, que van llenando poco a poco nuevas familias.
Para Shaifa Shalguk, de 66 años, es el segundo desplazamiento de esta guerra. Hace casi un año, cuando los primeros cohetes desde Líbano iniciaron un ―entonces medido― fuego cruzado con Israel, escapó de su aldea, Markaba, porque está a un solo kilómetro de la frontera. Se instaló con su hija en Yohmor cerca del castillo cruzado de Beaufort, que ―como una ironía de la historia― el ejército israelí tomó a los combatientes de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y montó una posición que mantuvo hasta los últimos días de su ocupación del sur de Líbano (1982-2000), en otro fallido intento de poner fin para siempre por la fuerza a los ataques desde allí.
Yohmor también está en el sur, pero fuera de peligro hasta el sábado, cuenta Shalguk. “No pasaba casi nada. Y, de repente, han bombardeado justo enfrente de nuestra casa. No tenemos coche, así que empezamos a llamar a los vecinos para que alguien nos llevase. El pueblo estaba vacío, ya no quedaba nadie para recogernos. Traté de convencer a mi marido de que viniese. No quería. Solo decía: ‘¡Que no me quiero ir, que no quiero, aquí estoy bien!’. Y mi hijo, mientras, por teléfono: ‘¡Venid corriendo a Beirut, ahora que las carreteras aún están abiertas!’. Al final, vino un sobrino a recogernos y entendimos que no podíamos esperar más a que se decidiese, y nos fuimos nosotras”, relata. Habla de nuevo con él por teléfono y, al acabar, llora y se golpea en el pecho. Él no quiere moverse. Justo en ese momento les anuncian la muerte de un conocido del pueblo en el bombardeo a una gasolinera en la que repostaba. Todas lloran. “Aquí al final”, tercia su nuera Ruba, “todos nos vamos por alguien, no por nosotros. Yo solo tengo miedo a Dios, pero me voy por mis hijos. Ella, por su madre; él, por su mujer…”.
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Unos 35 kilómetros más al oeste, Nayat Zarhan, de 66 años, tampoco esperaba verse en la Dahiye de la que tantos escapan, en las mismas condiciones de la invasión israelí del sur de Líbano y en la guerra de 2006, cuando dejó su casa “el primer día y sin dudar” para regresar 33 días y más de 1.000 libaneses muertos más tarde. Llevaba casi un año resistiéndose cerca del fuego cruzado, que hasta hace unos días solía llamarse de baja intensidad. Al fin y al cabo, aclara, su ciudad, Nabatiya, venía quedando bastante al margen de los ataques israelíes.
Lo que le hizo cambiar de opinión no fue el mensaje del ejército israelí ordenándoles la evacuación inmediata. Con sus 66 años y buscando torpemente en el teléfono inteligente, no recuerda muy bien, de hecho, por qué medio lo recibió. Pensó que era “algo normal” que recibieron “todos en el país”. Fue el miedo. La vibración de los cristales de su casa —“pensé que se rompían”, dice—, la cercanía de las explosiones… “Hasta ahora estaba más o menos tranquila de que no atacarían los edificios. Por lo general, lo hacían en los alrededores, las montañas o campos. O en algún edificio, pero muy específico, porque había alguien [de Hezbolá] o armas. Pero no es normal lo que ha pasado. No entiendo de esto, pero parecían misiles muy potentes. Y yo tengo miedo, porque no sé quién está en todos y cada uno de los edificios de mi barrio y lo mismo bombardean allí”.
Su hija y ella cogieron a toda prisa el coche, en dirección a la costa mediterránea y, desde allí, a la capital. En el camino se encontró con el atasco de otros desplazados cuyas imágenes han dado la vuelta al mundo. “Tardamos hora y media en completar un tramo que suelen ser diez minutos”, recuerda.
Lo cuenta, antes de marchar a otra parte más segura de Beirut, en la casa de su hijo en Dahiye, el barrio mayoritariamente chií y feudo de Hezbolá. Se nota que no está tranquila: ya el viernes un caza israelí había matado a más de 40 personas al bombardear un edificio para asesinar a uno de los principales líderes militares de Hezbolá, Ibrahim Aqil.
A veces suspira, a veces llora y a veces se ríe para quitarle hierro. Aún parece un poco en negación: es consciente de que puede tardar “mucho tiempo” en volver a su casa, pero apenas trae un pequeño bolso negro con ropa, dinero, documentos y joyas. No lo había preparado hasta la víspera. “Es el primer día que me he vuelto a sentir como en 2006″, confiesa. “No sé si a partir de ahora será así también”. En el televisor, el informativo de la cadena Al Jazeera da paso a las imágenes en directo del inmenso atasco de vehículos en la carretera costera que acababa de recorrer. Se gira hacia su hijo y dice: “Creo que he hecho bien en escapar”.