Israel empuja a Hezbolá a una guerra que la milicia evita desde hace meses
Una excavadora retira escombros y se vislumbran retazos de una vida cualquiera a las afueras de Beirut: los hierros retorcidos de un calentador de agua, la puerta de una lavadora, un juguete infantil, una cacerola casi intacta… El espacio es tan llano que cuesta imaginar que un edificio de siete plantas lo ocupase 16 horas antes, cuando dos misiles israelíes mataron al menos a 37 personas, entre ellos tres niños y siete mujeres, en el ataque más letal en casi un año de guerra entre Israel y Hezbolá que ha adquirido esta semana otra dimensión. Nasralá Humani tiene un hermano (Ayman) entre los 37, pero su madre (Hadiya) sigue en otra lista, la de los 23 desaparecidos —insiste en distinguir—, pese a que el bombardeo los pilló bajo el mismo techo convertido hoy en una capa de hormigón y hierros, por lo que solo parece cuestión de tiempo que recuperen el cadáver y la incluyan entre las víctimas mortales. “Me he acercado a los escombros y he visto una receta que le hizo el médico a mi madre. A ella aún no lo han encontrado. Voy a quedarme por aquí hasta que me digan algo. Sigo preguntando. Hay una lista de desaparecidos, pero algunos cadáveres al parecer están tan desfigurados que tardan en entender quiénes son”, relata.
Otra desaparecida es Naya Gazhi, una niña de cuatro años cuyo vídeo riendo con vida mientras le intentan cortar el pelo en la peluquería ha monopolizado las redes en las últimas horas. Hassan Raed, de 27 años y amigo del padre, Ali (otra víctima mortal del bombardeo) muestra el vídeo que ha grabado con la madre (que salvó la vida porque estaba en el trabajo) para aclarar a todo Líbano que no han encontrado el cadáver de la niña, así que sigue técnicamente desaparecida. Como si fuese una broma macabra, Ali era uno de los 100.000 civiles que había huido del sur del país, donde con más intensidad bombardea Israel. “Vino a Dahiye [el suburbio de Beirut y feudo de Hezbolá] pensando que estaría más seguro. Mira cuál ha sido el destino que Dios le tenía reservado”, asegura luchando contra el ruido del desescombro.
Sus vidas eran números en el cálculo militar en Tel Aviv de cuántos civiles morirían a cambio del gran premio: asesinar a quienes estaban reunidos en el subsuelo. Principalmente, a Ibrahim Aqil, uno de los líderes militares clave de Hezbolá, buscado por Estados Unidos por un atentado contra su Embajada en los ochenta. También otro comandante, Ahmed Wahbi, y otros 14 integrantes de la milicia libanesa. Israel asegura haber debilitado notablemente la cadena de mando. Que todos estuviesen reunidos en persona era tan mala idea como, quizás, inevitable, tras el pirateo masivo de sus telecomunicaciones, la detonación de miles de buscas y walkie-talkies y la infiltración en las cámaras de seguridad de Dahiye. Los inmuebles colindantes al bombardeado apenas presentan daños.
Llega el momento de los entierros. Aquí, en Dahiye, de tres de los milicianos. Las banderas (amarillas de Hezbolá o con el rostro de Hasan Nasralá, el líder de la milicia) y las consignas son las habituales: “En el camino a Jerusalén hemos dado nuestros mártires”; “¡Responderemos a tu llamado, oh Husein (el nieto de Mahoma venerado en el islam chií)!”; “Somos el pueblo del martirio”; “Muerte a América”; “Liberaremos Palestina”… Las palabras dicen una cosa. Los rostros, otra. Las caras son largas. Los cánticos (hombres a la derecha, mujeres a la izquierda) suenan apagados, pese a los esfuerzos de un orador desde el altavoz. Dos ancianas están heridas en el ojo, aparentemente por la explosión de los buscas. A otros se les adivinan cicatrices en las manos.
Todos parecen conscientes de que la semana de golpes ―operativo, moral, logístico…― con los buscas explosivos (martes), los walkie-talkies (miércoles) y el asesinato de Aqil (viernes) colocan a Hezbolá ante una de sus mayores disyuntivas desde que nació en los años ochenta, precisamente durante la ocupación israelí del sur de Líbano. Tiene dos opciones y ambas son malas.
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Guerra abierta
Israel empuja claramente hacia una guerra abierta que le permita invadir el sur de Líbano para reestablecer una “franja de seguridad”, como ya hizo en el siglo pasado y quiere hoy una parte del Gobierno de Benjamín Netanyahu y de la cúpula militar. En el mejor de los casos, no desearía la guerra, sino pisar a fondo el acelerador para obligar a Hezbolá a elegir entre lanzar una represalia (“ellos escalan, nosotros escalamos”, suele decir Hasan Nasralá, el líder de la milicia) que sirva de casus belli, y le dé legitimidad internacional, o declarar una suerte de rendición que no cuadra con su ideario: detener sus ataques, sin que haya alto el fuego en Gaza, y comprometerse a la parte de la resolución 1.701 de la ONU (que puso fin a la guerra de 2006) que incumple flagrantemente y que le obliga a dejar de tener al sur del río Litani todo lo que tiene en grandes cantidades: hombres armados, lanzaderas de cohetes y munición.
Es una guerra que Hezbolá no desea. Lo ha mostrado en los últimos meses, igual que su patrón, Irán, con sus medidas respuestas a los asesinatos selectivos de Israel en sus territorios o el incumplimiento de la promesa de Nasralá: matar a un civil israelí por cada civil libanés que muera. Se sienten más cómodos en el aguijoneo constante y multifrente (Yemen, Siria, Irak…). Pero si Hezbolá sigue dejándose jirones de disuasión a cada embate acabará transmitiendo una imagen de debilidad que ni siquiera evite la guerra, sino que solo envalentone más a Israel.
Este viernes, Hezbolá lanzó 140 cohetes contra Israel, un número mayor del habitual. Este sábado, 90. Como casi siempre, contra objetivos militares. La idea está clara: mostrar que el músculo sigue intacto, pese al “golpe militar y de seguridad sin precedentes” que acaba de sufrir, como lo definió el propio Nasralá, pero sin desencadenar una guerra. El problema: aún tiene pendiente el “castigo justo” al ataque tecnológico que ha prometido, e Irán el suyo propio, que lleva dos meses aplazando, por el asesinato en su capital del líder de Hamás, Ismail Haniye.
La milicia lleva meses comportándose con una contención que suele pasar desapercibida en las capitales occidentales (dado que la consideran organización terrorista), pero no en el mundo árabe, donde corre el riesgo de perder el prestigio que ha cosechado, incluso entre quienes rechazan completamente su visión del mundo fundamentalista religiosa, gracias a su imagen de “resistencia”. Israel ocupó el sur de Líbano en 1982, nació Hezbolá y 18 años más tarde se acabó retirando con el rabo entre las piernas. En el país, pocos entendían ya en defensa de qué exactamente se supone que sus hijos regresaban de Líbano en ataúdes.
Es, justo, a lo que apela Sami Messelmani, de 70 años, mientras recibe una interminable fila de condolencias por la muerte de su hijo Abbas en el bombardeo israelí. “Nos enfrentamos a un enemigo que invade nuestra tierra, mata a nuestra gente, oprime en Palestina y nos ha atacado en el pasado. Ya lo combatimos hasta echarlo”, asegura a este periódico rodeado de allegados que lanzan loas a Hussein cuando acaba de desarrollar cada idea. “Ahora, esta guerra es en apoyo a Gaza, para estar del lado de los oprimidos, que están solos frente a un opresor al que apoyan los poderes occidentales. […] Es, en realidad, todo parte de una misma batalla a lo largo de la historia, del bien contra el mal, que sigue”.
Una multitud transporta el ataúd en alto hasta el cementerio. Reposa cerca de Imad Mughniya, el jefe militar de Hezbolá asesinado en Damasco con un coche bomba en 2008, que ocupa el lugar central. Muchos se acercan a rozar su lápida y besarla. Las mujeres lloran, rezan y leen el Corán por los nuevos “mártires en el camino a Jerusalén”, una expresión que realza la centralidad de la ciudad para la umma (la nación musulmana) y la causa palestina.
Los jóvenes se pelean y tropiezan por tocar el ataúd con los restos de Abbas. Para ellos, supone una bendición. Para el padre, es el cuarto hijo que entierra con tanto dolor como orgullo. Todos eran de Hezbolá y todos murieron en combate. Dos, en la guerra que libró con Israel en 2006 y dejó un regusto de victoria simbólica para la milicia libanesa, al no bajar la mirada durante 34 días ante un enemigo tan militarmente superior y lograr matar a 165 israelíes. 121 de ellos eran soldados, casi un 40% de los que ha logrado en casi un año de invasión de Gaza la más débil Hamás, con similares técnicas de guerrilla.
Hezbolá ha perdido desde octubre de 2023 mandos, cientos de milicianos y atraviesa ahora su peor momento de la guerra, pero se calcula que cuenta aún al menos con otros 50.000 combatientes potenciales, un notable arsenal de cohetes y drones, una red de túneles y una década de entrenamiento en combate en la guerra siria, donde murió otro de los cuatro hijos de Messelmani.
Netanyahu parece ahora decidido a aprovechar su mayor momento de superioridad estratégica en casi un año para forzar lo que en el argot político israelí se conoce como “desvincular” las fronteras norte y sur. Es decir, que Hezbolá ponga fin, sin nada a cambio, al “frente de apoyo” que lanzó un día después del inicio de la guerra en Gaza y que ha ido escalando de aquellos cohetes solitarios hasta sumar cientos de muertos y más de 7.000 disparos de fuego cruzado en la frontera, más del 80% por parte de Israel. A última hora de la tarde del sábado ha lanzado una violenta oleada de bombardeos. Lo único que la distingue de una guerra abierta es, principalmente, que sigue casi solo limitada a la frontera y que unos y otros dirigen sus ataques contra combatientes, no contra civiles.
Al menos hasta el doble ataque tecnológico: una operación tan impresionante y de película desde el punto de vista técnico como indiscriminada, al detonar miles de dispositivos electrónicos sin saber quién lo llevará en ese momento o quien estará a su lado, además de que Hezbolá los distribuyó también entre sus médicos, enfermeros u organizaciones caritativas. “El enemigo israelí está llevando la región a una guerra”, resumía a pocos metros de los escombros el ministro de Transportes, Ali Hamieh, afiliado a Hezbolá.
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