Los israelíes evacuados del norte desconfían de Netanyahu: “No quiero una invasión de Líbano, ni una gran guerra”
Un monumento junto a la comunidad agrícola de Shear Yashuv, a dos kilómetros de la frontera con Líbano, recuerda a los 73 militares que perdieron la vida el 4 de febrero de 1997 en el que se convirtió en el peor siniestro aéreo de la historia militar de Israel. Dos helicópteros chocaron sobre este lugar cuando se dirigían hacia una de sus bases en el país vecino durante la ocupación israelí. La brisa mueve las placas colgadas de un árbol que recuerdan a cada uno de ellos con su nombre, mientras en el cielo rugen las pasadas de los aviones de combate israelíes. Solo este sábado, Hezbolá ha lanzado 65 cohetes a esta zona, según el ejército israelí, que no ha informado de víctimas. A primera hora de la tarde, desde lo alto de un promontorio, eran visibles algunos de esos proyectiles. Han pasado 27 años desde aquel choque de helicópteros y 24 desde que Israel abandonó Líbano, pero el fantasma de una nueva ocupación se entrevé en medio en la creciente violencia.
Uno de esos soldados, Alejandro, era el hijo de Roberto Hofman, escritor y pintor de 71 años, que desde hace unos 11 meses reside en un hotel de Tel Aviv tras ser evacuado de Metula. Esta población de unos 2.000 habitantes es uno de los principales objetivos del partido-milicia Hezbolá. Su casco urbano está prácticamente envuelto por la linde con Líbano, justo en una zona que se encuentra bajo control de este grupo chií y a una decena de kilómetros por carretera de donde murió Alejandro.
“Perder a un hijo es muy duro. Ale tenía entonces 19 años, 11 meses y algunos días, porque hubiera cumplido 20 años el 9 de marzo”, lamenta al tiempo que afila el recuerdo. Esa ausencia irrecuperable para su familia, unida a la muerte de otros cientos de uniformados durante la sangrienta ocupación, y la experiencia de más de dos décadas como vecino de una frontera en permanente conflicto le sirven al escritor para descartar como solución otra invasión militar del país vecino, como algunos responsables militares plantean estos días.
“Lo que sí hay que hacer es una especie de franja dentro del norte” de Israel que debería ir acompañada de la creación de nuevas bases militares, opina Hofman durante una conversación telefónica. Por otro lado, sostiene que hay que acabar con la misión de la ONU en Líbano, que como contingente de paz considera inútil, y propone que sea reemplazada por tropas de países como Estados Unidos, Francia o Alemania.
Hofman, llegado desde Argentina en 1986 junto a su mujer y dos hijos, es uno de los 60.000 habitantes del norte de Israel —en el lado libanés, los evacuados son 100.000— a los que la guerra que comenzó el pasado 7 de octubre ha expulsado de su casa. En concreto, a los que se hallan en la franja de cinco kilómetros desde la frontera con Líbano y permanecen diseminados por todo el país en hoteles, viviendas de alquiler o acogidos por familiares. En los últimos días, el Gobierno del Estado judío, con el primer ministro Benjamín Netanyahu a la cabeza, se ha marcado como objetivo que puedan regresar todos de forma segura. El pesimismo impera sin embargo entre los consultados para este reportaje. “Eso es cero realista”, responde Hofman al ser preguntado por las intenciones del primer ministro. “La inseguridad solo con palabras no se cambia”, agrega refiriéndose a la retórica de Netanyahu, que considera muy alejada de recuperar la confianza de los habitantes para que retornen a sus hogares.
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No tiene ese problema Joseph Shoshana, un militar de 43 años que recibe una pensión tras su baja definitiva por estrés postraumático. Es de los que no ha dejado su casa en Kiriat Shmona, una ciudad de 20.000 habitantes a dos kilómetros de la frontera abandonada en un 90% desde los primeros días de la contienda. Orgulloso de su pasado, la entrada a su vivienda la preside una bandera del cuerpo de paracaidistas. Rememora sus tiempos como combatiente durante la Segunda Intifada al tiempo que frunce el ceño por todos los compañeros de filas que se quedaron en el camino.
Ora, su mujer; Michael, su hijo de ocho años, y Alice, su hija, de cinco se fueron a vivir a un hotel durante un mes. “Pero mi mujer es quien me cuida y acabaron regresando, aunque les dije que siguieran fuera”, explica Shoshana durante un paseo por la desierta Kiriat Shmona mientras señala en el terreno uno de los impactos de misil a unas decenas de metros de su casa y otros en los edificios aledaños. En todos estos meses la familia ha ido coleccionando fragmentos de los lanzamientos tanto de Hezbolá como de la defensa antiaérea israelí.
Con casi todo cerrado y sin apenas actividad en su ciudad, Michael y Alice se mantienen escolarizados en un kibutz hacia el sur. “Está siendo un año muy duro, sobre todo para los niños. Pero esta es nuestra casa, no hay otra. Entre el coronavirus y la guerra están echando a perder su infancia”, deplora. Eso sí, pese a que “el Gobierno de Líbano no puede controlar a Hezbolá y solo Israel puede hacerlo”, cree que reeditar la invasión del país vecino “sería una mierda”. “Nuestra vida empeoraría. La guerra es una mierda. Muchos muertos, muchas bajas… también en el otro lado, que también tienen hijos. Sería muy doloroso para todos”, zanja y muestra en ese momento la alarma que avisa en el móvil de posibles ataques.
Shoshana siente que los gobernantes tienen abandonados a los habitantes del norte, especialmente a los de su ciudad. “Mira, cae un dron en Tel Aviv y se moviliza todo el mundo. Aquí caen cientos y no les importa”, explica refiriéndose al avión no tripulado lanzado por la guerrilla hutí desde Yemen en julio que impactó en la urbe mediterránea y mató a un vecino. Este viernes, el cielo de Kiriat Shmona se llenó de nuevo de estelas blancas de las defensas antiaéreas israelíes en medio de un gran estruendo.
A las afueras de esa ciudad, en el moshav (comunidad agrícola) Shear Yashuv, donde se estrellaron los helicópteros en 1997, viven estos días 200 de los 700 vecinos. Algunos han ido regresando al comprobar que la guerra se iba enquistando, pues al principio se vació casi por completo, explica Gideon Harari, jefe de los servicios de emergencia que el día del aniversario de la guerra, el 7 de octubre, cumplirá 67 años. “Para los 70 niños que han regresado junto a sus familias es complicado vivir en una zona de guerra”, pero “es mucho más inseguro Kiriat Shmona”, afirma este exmilitar refiriéndose a que es objetivo casi diario. Pese a que se levanta a solo 2,5 kilómetros de Líbano, Shear Yashuv no ha sido golpeado directamente en la presente contienda, pero “sí cayó aquí al lado un dron modelo Shajed iraní con explosivos que no llegaron a estallar”, añade Harari mientras pone a cargar en el salón de su vivienda el walkie-talkie. Cree que Israel ha de dar ahora un “gran golpe”. “Si no, vamos a perder una gran oportunidad para terminar esta guerra, porque ahora están muy débiles”, dice.
“Listo para volver”
El día que Lea, de 67 años, y su marido Ariel, de 70 (ninguno es su nombre real) salieron empujados por la llegada de los misiles y la orden de evacuación de Metula, ella hizo una promesa: no limpiar su casa hasta que no pudieran regresar de manera definitiva. Claro que en ningún caso pensaron que, casi un año después, iban a seguir de alquiler en un periplo que les ha llevado ya por cinco casas distintas. A la actual llegaron en julio y, explica Ariel, la eligieron porque es el lugar más cercano a Metula que les permiten las autoridades. Se trata del kibutz Sde Nehemya, desde donde dos veces por semana acuden a comprobar si su residencia sigue en pie y en orden, adecentar un poco el jardín y dar de comer a los gatos del barrio. “Nuestra casa está muy, muy sucia —describe ella con una sonrisa—. Imagina, casi un año…”.
Como Hofman, otro veterano de Metula, que distingue sin problema los bombazos israelíes de los del enemigo, este matrimonio lleva años conviviendo con la violencia fronteriza y eso, quizás, es lo que les lleva a distanciarse de “todos esos israelíes que solo quieren solucionar esto a la fuerza”. Ariel, incluso, no se hubiera ido si no fuera por su familia. “No tengo miedo. Estoy listo para volver”, insiste mientras describe un día a día plagado de alertas, aviones, y detonaciones que pueden sacudirles tanto de día como de noche aun estando en una casa, la actual, donde no hay orden de evacuación. Se trata de un chalé que no tiene ni dos años. “Estamos aquí mejor que los que llevan todo este tiempo en hoteles. Y mejor también que los que están en el lado libanés”.
Su impulso es volver a la localidad en la que llevaban residiendo tres décadas, pero también ellos reconocen que no va a ser sencillo. “No teníamos que habernos ido”, apostilla Lea con cierta pena. Lo dicen, incluso, conscientes de que pocas horas antes Metula había sido golpeada por varios misiles. Ambos apuestan por la vía diplomática. “No quiero una invasión de Líbano, ni una gran guerra. Hasta ahora se ha intentado todo. Nos dejamos allí un millar de muertos. La única solución es un acuerdo, algo que ambas partes respeten si queremos seguir en esta tierra”, afirma tajante Ariel. “Mi sueño —concluye— es levantarme un día y poder ir de compras a Beirut, que lo tenemos más cerca que Tel Aviv”.
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