El populismo xenófobo marca el paso en Occidente
Hace casi medio siglo, Pierre Trudeau, el político liberal entonces primer ministro de Canadá, logró la aprobación de una totémica legislación en materia migratoria, un pilar crucial en la construcción de un sistema que convirtió al país en una referencia por los altos estándares de protección a los refugiados y la eficaz integración de inmigrantes económicos, cuya importancia en el desarrollo de una sociedad próspera e innovadora se reconoció sin ambages. Hace unos días, su hijo Justin, también primer ministro liberal de Canadá, anunció una significativa marcha atrás en este sistema, señalando que considera reducir el cupo de permisos de residencia permanente y el de un esquema para trabajadores temporales. Un anuncio con aroma a punto de inflexión, a reconocimiento de derrota de un ideario, en un país emblemático.
El episodio es uno entre muchos casos de endurecimiento de las posiciones de partidos tradicionales en materia migratoria en las democracias occidentales. “A lo largo de la última década, hemos visto cómo muchas políticas propuestas por la extrema derecha se han vuelto más comunes, adoptadas por los centristas e incluso, en ocasiones, por el centroizquierda”, dice Alexander Betts, profesor de la Universidad de Oxford en materia de migraciones forzosas y asuntos internacionales. “Hay un proceso generalizado de lepenización, una deriva hacia argumentos y estrategias propias de la extrema derecha en cuestiones migratorias”, coincide Blanca Garcés, investigadora principal del centro de estudios CIDOB.
La cuestión, que es crucial y transciende al impacto que produce sobre las personas directamente afectadas, concierne al auge de las ultraderechas, que abarca el malestar socioeconómico de las clases populares que estas formaciones radicales aprovechan y, en definitiva, la reconfiguración de una parte relevante de los valores de las sociedades occidentales, así como de la definición de los medios humanos con los cuales estas afrontan la descarnada competición de potencias del siglo XXI mientras varias de ellas sufren un grave deterioro demográfico. Es una cuestión en la que se define en medida significativa el alma y el músculo de las democracias avanzadas.
La casuística
Una abundante serie de episodios recientes respalda la constatación del giro que señalan los expertos. A finales de agosto, tras un ataque terrorista de presunta raíz yihadista, el canciller alemán socialdemócrata Olaf Scholz anunció nuevas vueltas de tuerca en la política migratoria y decidió activar deportaciones de migrantes convictos al Afganistán de los talibanes ―que previamente había descartado―. Al margen del contenido de las medidas, resulta significativo que el dirigente sintiera la necesidad de responder al acto criminal ―por definición de responsabilidad individual― con planteamientos políticos generales. Cabe notar que el líder de la CDU (cristianodemócratas) reclamó nada menos que el cese completo de la concesión de asilos a sirios y afganos, un asombroso giro desde el periodo de Angela Merkel que, hace casi una década, abrió las puertas de Alemania a un millón de refugiados, sobre todo sirios que huían de una guerra terrible. Todo esto ocurría en vísperas de unas elecciones regionales en las que la ultraderecha obtuvo un resultado extraordinario.
En junio, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, aprobó una orden ejecutiva que permite a las autoridades estadounidenses no procesar las solicitudes de asilo y expulsar a los migrantes cuando se haya sobrepasado un cierto umbral diario, una medida duramente criticada por defensores de los derechos humanos.
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El ejemplo absoluto de la lepenización de la que habla Garcés se produjo en Francia, con la ley migratoria aprobada en diciembre bajo la presidencia del liberal Emmanuel Macron, una norma tan dura que recibió los votos de Marine Le Pen (y la censura del Consejo Constitucional en 35 de sus 86 artículos).
En clave europea, puede señalarse que una quincena de países firmó una petición para que la UE estudie mecanismos para procesar solicitudes de asilo en países terceros, con la socialdemócrata Dinamarca a la cabeza.
También hay episodios en el sentido contrario, como la decisión del nuevo primer ministro laborista británico, Keir Starmer, de sepultar el esquema para deportar a Ruanda a solicitantes de asilo. Pero son excepciones en una amplia tendencia de deriva de posiciones hacia la derecha. Una que, según Garcés, no solo tiene que ver con el contenido de los argumentos, sino también con “las estrategias y las formas, esa política hecha a base de eslóganes, a base de declaraciones vacías, a base de esa gesticulación, políticas que más que pretender transformar la realidad pretenden transformar las narrativas que tenemos sobre esta realidad”.
Las causas
El temor a perder votos ante una ultraderecha pujante es obviamente parte central de la ecuación interpretativa del giro de los partidos tradicionalmente moderados. Esto adquiere un significado especial en un superaño electoral como el que estamos viviendo.
La raíz del problema, según coinciden la mayoría de los expertos, es el malestar socioeconómico de parte significativa de las clases trabajadoras de los países occidentales vinculado a las transformaciones del tiempo moderno que facilitan que ciertas personas perciban ―o sean inducidos a percibir― a los inmigrantes como competidores o una amenaza.
“Creo que lo que ha sucedido es que el contexto económico en el que se desarrolla el debate sobre el asilo y la inmigración se ha vuelto menos favorable”, dice Betts. “La situación económica en las democracias liberales occidentales es cada vez más desafiante. Lo es por la crisis del coste de la vida, pero también por un cambio estructural de largo plazo que, en mi opinión, ha transformado la vida económica de los trabajadores de baja cualificación en la industria manufacturera, intensiva en mano de obra. La deslocalización y la automatización tienen efectos particulares sobre ciertas comunidades. Es mucho más fácil para los políticos abordar la situación de esas personas, que están alienadas de la política debido a sus experiencias, culpando y convirtiendo en chivos expiatorios a los inmigrantes y solicitantes de asilo que articulando una transformación económica estructural a largo plazo. Ha habido una manipulación de poblaciones en áreas en proceso de desindustrialización”, agrega Betts.
Christophe Guilluy, geógrafo francés autor de Los desposeídos (Katz), también considera que el malestar de las clases populares es un elemento interpretativo fundamental. “La cuestión migratoria es una cuestión social. No es ideológica. Por eso, un proyecto como el de [Éric] Zemmour no ha triunfado. Y cuanto más se está en una posición de fragilidad social, más importante es la cuestión migratoria. Esta se inscribe en un contexto más amplio de problemas del sistema económico occidental, del modelo neoliberal. Francia es un ejemplo claro. Es un país desindustrializado y sobreendeudado. Creyó que se podía prescindir, fiarlo todo a los servicios. Ahora gobiernos y partidos mainstream [dominantes] están obligados a revisar todo ese software, el software económico, social, territorial y también migratorio”.
Hay elementos para pensar que las reticencias de los partidos tradicionales occidentales en aceptar su responsabilidad en los efectos colaterales dañinos para las clases populares de sus políticas pasadas en materia de globalización, comercio o desregulación sea un elemento que condiciona el debate político alrededor del eje cuestión migratoria/malestar socioeconómico. En medio de una significativa reconsideración del modelo, hay ángulos ciegos que responden a responsabilidades dolorosas.
En este contexto, es fundamental analizar el sentir de la ciudadanía. Múltiples sondeos y estudios aportan información sobre esta cuestión. “Si se observa la tendencia a largo plazo, no hay un giro hacia actitudes más negativas hacia la inmigración”, comenta Hein de Haas, director del Instituto Internacional de Migración. “Suena sorprendente si se tiene en cuenta el auge de la ultraderecha. Pero lo que ha ocurrido es que siempre hubo un segmento de la población con actitudes antiinmigración o racistas. Eso no es un fenómeno nuevo. Lo que ha ocurrido es que ahora hay partidos que han captado ese voto, que han sido capaces de arrancar ese voto a las formaciones tradicionales”, concluye el experto, autor de Los mitos de la inmigración (Península).
De Haas y Betts coinciden en señalar que solo una minoría de la población de las democracias occidentales se sitúa en los extremos ―xenofobia por un lado, apertura radical por el otro―. La mayoría se sitúa en una gran franja intermedia, que entiende que hay que proteger a quienes huyen de persecuciones, que no tienen reparos ante los extranjeros como tales, pero sí inquietudes acerca del impacto de la inmigración en el devenir económico y cultural.
Datos del Eurobarómetro ofrecen la posibilidad de interesantes observaciones. En la primavera pasada, cuando se preguntaba por los dos mayores problemas del país de residencia, el coste de la vida figuraba en primer lugar (38%), la situación económica en el segundo (18%) y la inmigración en el tercero (16%). Cuando en cambio se preguntaba por los dos mayores problemas en la vida de los encuestados, el coste de la vida se disparaba (51%), seguido por sanidad (20%) y cambio climático (12%). La inmigración bajaba al 6%.
La inmigración no es percibida como un problema directo en la vida de la gran mayoría de los occidentales. Y, desde luego, no es en términos objetivos la causa de la precariedad inducida por pérdidas de empleos estables debido a la deslocalización o automatización, ni es el factor primario de la carestía de la vivienda o de la infradotación de ciertos servicios públicos. Sin embargo, sí se ha erguido en una preocupación colectiva de peso. Un pararrayos para descargar responsabilidades, un elemento aglutinador para cerrar filas. Es una tecla clave en el auge de las propuestas nacionalistas, y los partidos tradicionales perciben en buena medida que no pueden contradecir un sentimiento que ha cobrado fuerza.
Guilluy subraya que a su juicio la mayor sensibilidad social a la cuestión migratoria en las clases populares no significa en absoluto mayor grado intrínseco de xenofobia. “Yo creo que en esto hay una verdad universalista. Hay una cuota de xenófobos en todos los sectores sociales. Solo que en las clases intelectuales hay más prudencia en decir ciertas cosas. Pero París está lleno de personas que votan a la izquierda, dividen el país de forma simplista entre republicanos y fascistas, pero luego evitan enviar a sus hijos a colegios con muchos inmigrantes. Hay hipocresía en cierta superioridad moral”, dice.
Con esas premisas, el geógrafo rechaza la tesis de la manipulación: “Creo que responde a una infantilización de las clases populares. Por supuesto que los populistas de ultraderecha tratan de aprovechar elementos que marcan ese gremio, conozco bien sus políticas xenófobas, pero limitarse a pensar que esas clases son objeto de una gran manipulación es simplista. Es todo mucho más complejo que eso”.
Las consecuencias
El giro de los partidos tradicionales está en marcha. De forma evidente en la familia popular, como en el caso mencionado de la CDU, o el del PP, con un portavoz alentando el despliegue de buques militares para gestionar los flujos migratorios. De forma más matizada, pero también perceptible, en la familia progresista.
Betts señala que para partidos socialdemócratas esta dinámica representa un dilema: “Por un lado, muchos de ellos dependen en buena medida de partidarios jóvenes y proinmigración. Pero, por otro, también dependen de comunidades trabajadoras tradicionales en las cuales hay fuertes recelos ante la inmigración”. Aflora aquí la división de las sociedades occidentales entre clases urbanas globalizadas y clases periféricas más localistas.
“Yo pienso que esta evolución de los partidos progresistas es benéfica”, dice Guilluy en referencia al endurecimiento del discurso. “En Dinamarca, desde que la izquierda se ha hecho cargo de una regulación estricta de los flujos migratorios, la extrema derecha se ha desplomado. La extrema derecha está muerta sin el argumentario migratorio. Además, la política no puede quedarse en el ámbito filosófico, quedarse solo en posiciones morales. En democracia es importante ponerse al servicio de la mayoría, de la gente común”, dice Guilluy.
Otros expertos, en cambio, como De Haas, creen que replicar esas políticas beneficia a los promotores originales y acaba facilitando la normalización de peligrosos discursos deshumanizantes. “La imitación de narrativas de ultraderecha es un desarrollo que tiene riesgo, porque puede consolidar el camino hacia un lenguaje deshumanizador acerca de migrantes y refugiados, dando potencialmente más combustible a la ultraderecha. Creo que ese es el verdadero peligro”, dice De Haas.
La situación es, sin duda alguna, incendiaria, como se ha podido comprobar con la oleada de disturbios de corte xenófobo que sacudió al Reino Unido en agosto tras un acto criminal que fue manipulado en redes sociales para encender la ira racista.
El episodio apunta a dos rasgos nuevos y peligrosos que otorgan mayor peligrosidad a instintos latentes. “Por un lado, las tecnologías digitales, las redes, que no son la causa pero sí aceleran las dinámicas. Por el otro, la normalización de ciertos discursos, que se incrustan en el pensamiento hegemónico”, apunta Garcés.
Y, a medida que calan en el pensamiento hegemónico, tienen más probabilidad de afectar a cuestiones colaterales.
Las democracias occidentales afrontan el reto de una compleja reformulación de sus modelos. En esa reformulación afrontan la competición ideológica de las propuestas etnonacionalistas, como las define De Haas, un nacionalismo no solo proteccionista y tradicionalista, sino con un tinte xenófobo. Son propuestas radicalmente alternativas, con muchos elementos más allá de la migración, como el aroma aislacionista en Estados Unidos, o el deseo de frenar y revertir la integración comunitaria en Europa. En esas otras áreas, su discurso no tiene el grado de influencia que ha adquirido en el migratorio, pero este es uno de mucho peso, con derivadas de principio como el respeto del derecho internacional de asilo, o de sustancia como la mano de obra económica, y con posibilidad de influenciar áreas adyacentes, o en todo caso de condicionar el rumbo general por el mero hecho de dotar, desde ahí, de nueva fuerza a partidos con planteamientos radicales.
Es un discurso que cosecha adeptos en la ciudadanía, como demuestran ―últimas de una larga serie―, las elecciones regionales en el este de Alemania ―a pesar de los intentos de Scholz de mostrar mano firme en materia migratoria―. Y parece cosechar adeptos en los partidos tradicionales que, eliminando los elementos más extremos, asumen partes importantes de la narrativa.