Michel Barnier, ¿para cuánto tiempo?

De modo que va a ser Michel Barnier. Después de 60 días de rodeos, Francia tiene un nuevo primer ministro que es, como mínimo, inesperado. Lo sorprendente no es la personalidad de Michel Barnier. El antiguo comisario europeo y negociador del Brexit aprovechará bien su larga experiencia política y sus dotes diplomáticas para intentar gobernar con una Asamblea Nacional sin mayorías. Lo que resulta asombroso es que Emmanuel Macron haya preferido poner al frente del Gobierno a un miembro Los Republicanos, que no tiene más que 47 escaños (de 577) en la Asamblea Nacional y que quedó cuarto en la primera vuelta de las elecciones legislativas del 30 de junio (con el 6,6 % de los votos). Por si fuera poco, este partido no se sumó al Frente Republicano, el acuerdo entre candidatos centristas y de izquierdas para impedir que Reagrupamiento Nacional consiguiera la mayoría. Por eso hay que preguntarse en qué lógica se basa esta decisión.

Después de las elecciones de junio nos encontramos con tres argumentos opuestos: el de la alianza de partidos de izquierda, el Nuevo Frente Popular, que proclamaba que era el único que podía gobernar, puesto que era la fuerza más numerosa en la Asamblea, aunque solo tenía un tercio de los escaños; el argumento de Macron —que le empujó a decidir la arriesgada disolución de la Cámara y, como consecuencia, a perder 80 escaños—, que era el de obligar a los partidos moderados de derecha e izquierda a unirse en torno a él frente a la presión de Reagrupamiento Nacional; y, por último, la opinión del expresidente Nicolas Sarkozy, que decía que, dado que Francia era “más de derechas que nunca”, el Gobierno debía recaer en un representante de la derecha. En cierto modo, este argumento es el que ha prevalecido.

Sin embargo, a la vista de los votos emitidos por los franceses y de la composición de la Asamblea, decir que Francia es “más de derechas que nunca” implica incluir en la derecha a los partidarios de Macron además de los de Marine Le Pen. Y, de hecho, Macron ha nombrado a Barnier porque Le Pen dijo que estaba dispuesta a darle una oportunidad (no como a muchos otros nombres que han circulado) y no pedir a sus diputados que recurrieran de inmediato a la censura.

Por tanto, esta es la única solución que ha permitido salir de dos meses de bloqueo: un primer ministro de derechas nombrado por un presidente centrista con el consentimiento de una líder de extrema derecha. Todo ello después de unas elecciones en las que el objetivo mayoritario era bloquear a la extrema derecha y el principal apoyo para conseguirlo era la izquierda. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

La izquierda francesa tiene su parte de responsabilidad. Cuando los dirigentes del Nuevo Frente Popular, ya en la misma noche de la primera vuelta, descartaron cualquier negociación con los centristas y reivindicaron el poder solo para ellos, asestaron el primer golpe al Frente Republicano. Tampoco ayudó que tardaran más de dos semanas en proponer como jefa de Gobierno a una candidata desconocida, Lucie Castets, lo que reavivó las divisiones que habían quedado disimuladas durante la campaña.

Por su parte, Marcon y sus partidarios dijeron que solo acogerían a una parte de la izquierda y quisieron excluir a los representantes de la Francia Insumisa (LFI) de Jean-Luc Mélenchon. Es decir, confiaron en que los demás partidos de izquierda, y en particular los socialistas, traicionarían a sus aliados para luego no ser nada más que una fuerza de apoyo. Para concretar esta opción tan poco atractiva, Macron se ofreció a nombrar a Bernard Cazeneuve, antiguo primer ministro de François Hollande, como jefe de Gobierno. Pero Cazeneuve abandonó el Partido Socialista hace dos años en señal de protesta contra la alianza con LFI, así que tenía muy pocas posibilidades de obtener el apoyo de la izquierda y se abandonó esta solución.

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De modo que Macron se ha encontrado ante una situación imposible que él mismo ha creado. En julio pidió que las fuerzas políticas se unieran para formar una mayoría estable y sólida. Hoy en día, esta no parece una perspectiva muy probable. Se negó a nombrar a la representante de la izquierda, Castets, alegando que se iba a topar con la censura inmediata de la mayoría de los diputados. De ahí la necesidad de asegurarse, antes de cualquier nombramiento, de que no iba a ocurrir lo mismo con el primer ministro que designara.

Consumada la ruptura con la izquierda, esa garantía solo podía darla Le Pen, que preside el mayor grupo de la nueva Asamblea y que ha podido expresar sus condiciones: que se deje de tratar a su partido como un paria (Barnier ya ha anunciado que hablará con todos), una política firme en materia de inmigración (tema en el que, hasta ahora, el nuevo primer ministro ha adoptado una postura muy restrictiva) y que se abra un debate sobre la implantación de la representación proporcional (Barnier se ha declarado dispuesto a discutirlo).

De modo que va a ser Barnier, pero ¿para cuánto tiempo? La izquierda, que parece ser la gran perdedora de esta sucesión de hechos, está en una posición relativamente cómoda: representa la principal oposición a un Gobierno obligado a tomar decisiones difíciles para mejorar el preocupante estado de las finanzas públicas. Reagrupamiento Nacional no puede dejar que desempeñe ese papel durante mucho tiempo. Le Pen tiene la capacidad de hacer caer el Gobierno de Barnier cuando lo desee, así que lo hará en cuanto considere que le interesa políticamente.

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