El ídolo armado de Tulkarem que Israel mató a la sexta. “Lo escuchaban más que al presidente”

Israel lo había tratado de asesinar cinco veces. A la sexta, este jueves, lo consiguió; y hoy no hay labios que no pronuncien su nombre en el campamento de refugiados de Nur Shams. Abu Shuyaa era mucho más que uno de los más de 20 muertos en la ofensiva militar israelí, una de las mayores en dos décadas en Cisjordania. Incluso más que su título: líder desde 2022 de la Brigada Tulkarem del brazo armado de la Yihad Islámica. “La gente lo escuchaba más que a Abu Mazen”, el desprestigiado presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Mahmud Abbas, para la que trabaja el autor de la frase: Samer Yaber, el padre del difunto. Lo cuenta con entereza, junto a una decena de hombres que asienten y lo acompañan en el duelo, bebiendo agua sentados en sillas de plástico. Es lo más parecido a una cafetería en este laberinto de calles donde operarios y vecinos reparan los muros de las casas bombardeadas y las calles levantadas por el paso de los bulldozers.

La historia familiar de Abu Shuyaa ilustra como pocas la sangrienta cuesta abajo del conflicto de Oriente Próximo en el último cuarto de siglo. Su abuelo provenía de la ciudad de Haifa. Es uno de los refugiados de la Nakba ―la huida o expulsión de unos 750.000 del millón de palestinos que vivían en el actual Israel entre 1947 y 1949― que acabó en Nur Shams, junto a la ciudad de Tulkarem. Su padre, hoy de 49 años, ingresó en los años noventa en la policía de la entonces recién creada ANP, el pseudo-Gobierno en partes de Cisjordania creado por los Acuerdos de Oslo. “Honestamente, en ese momento todo el mundo tenía la misma idea: que la ANP estaba aquí para poner fin a la ocupación. Después de un tiempo nos dimos cuenta de que estaban aquí para luchar contra nosotros”, asegura.

Samer Yaber, frente a la casa bombardeada de su hijo Abu Shuyaa, en Nur Al Shams, este sábado.

El optimismo duró poco: en 1994 un colono ultranacionalista abrió fuego en la Mezquita de Ibrahim en Hebrón durante la oración y causó una masacre que motivó el inicio de los atentados suicidas palestinos. Otro radical judío asesinó a Isaac Rabin en 1995 —el primer ministro que había querido “dar una oportunidad a la paz”— e Israel expandió a un ritmo inédito los asentamientos judíos en Cisjordania, mientras decenas de palestinos sembraban de cadáveres autobuses, mercados y cafeterías al explosionar sus cinturones explosivos. La visita en el año 2000 del entonces líder de la oposición, Ariel Sharon, a la misma Explanada de las Mezquitas de Jerusalén donde un ministro ultra actual, Itamar Ben Gvir, quiere levantar una sinagoga, prendió la mecha definitiva de la frustración y decepción acumulada, y estalló la Segunda Intifada.

Es la década en la que nació Mohammed Yaber, el nombre real de Abu Shuyaa, en 1998. Su infancia fueron las incursiones y toques de queda de la Segunda Intifada. Su adolescencia, un espejismo de estabilidad sin futuro. Con 17 años fue encarcelado por primera vez. Pasó cinco años entre rejas y nunca renunció a empuñar las armas. En una de sus escasas entrevistas, con la mano vendada por las heridas, insistía en una idea: “Ningún país depende de una sola persona. Esto no va de Abu Shuyaa, sino de una idea”.

Acabó convertido en uno de los principales objetivos del ejército israelí, por sus actividades de violencia armada. En Nur Shams, su nombre genera todo lo contrario. “Lo respetaban los niños, con los que se paraba a jugar, y los ancianos. Ayudaba a los pobres. No solo lo querían porque era un soldado [miliciano], sino por cómo era y la causa que representa, que no muere con él. Una vez recibió 2.000 shekels (unos 500 euros) para comprar un arma. Era Ramadán y se lo dio a los pobres”, señala su padre.

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Un cártel en una calle del campamento de refugiados de Nur Al Shams con la frase: "Los líderes del Diluvio", en referencia al Diluvio de Al Aqsa, el nombre que Hamás dio a su ataque sorpresa a Israel en octubre de 2023 que desencadenó la guerra de Gaza. Los rostros corresponden a Saleh Al Aruri, líder de Hamás en Cisjordania asesinado en enero por Israel; Yahia Sinwar, líder de Hamás; y su predecesor, Ismail Haniye, asesinado en julio en Teherán.
Un cártel en una calle del campamento de refugiados de Nur Al Shams con la frase: «Los líderes del Diluvio», en referencia al Diluvio de Al Aqsa, el nombre que Hamás dio a su ataque sorpresa a Israel en octubre de 2023 que desencadenó la guerra de Gaza. Los rostros corresponden a Saleh Al Aruri, líder de Hamás en Cisjordania asesinado en enero por Israel; Yahia Sinwar, líder de Hamás; y su predecesor, Ismail Haniye, asesinado en julio en Teherán.

Es justo la imagen opuesta a los dirigentes de la ANP, con sus reuniones en los restaurantes más caros, sus pases VIP para cruzar los puestos militares de control y sus hijos estudiando en universidades privadas del extranjero. “Las armas de la ANP van contra su propio pueblo, no contra la ocupación. Las de Abu Shuyaa iban contra la ocupación”, dice el padre, pese a ser él mismo policía de la ANP, que hace cinco meses le cortó el salario sin explicación, cuenta.

Abu Shuyaa, de hecho, no abandonaba el campamento porque sabía que lo arrestarían sus compatriotas. El mes pasado fue hospitalizado en Tulkarem, por sus heridas, y se acercaron fuerzas de seguridad de la ANP, en un episodio que llegó a redes sociales y medios locales. “Todos, desde las mujeres de los mártires hasta los niños y los ancianos, se rebelaron e impidieron que se lo llevasen”, afirma orgulloso el padre.

Trabajo sucio

Es el círculo vicioso de la ocupación militar: Israel y Estados Unidos (que arma y entrena a las fuerzas de seguridad de la ANP) presionan a Abbas para capturar a los “buscados” en las ciudades, donde se encargan de la seguridad. Como cada vez más palestinos los perciben como una especie de subcontrata de la ocupación que hace el trabajo sucio a Israel, las fuerzas de seguridad de la ANP no tienen ni la legitimidad, ni demasiadas ganas, de penetrar en sitios como Nur Al Shams. “No se atreven”, admite el padre. De hecho, solo se los ve apostados en la rotonda que separa los dos campamentos de refugiados en los que penetraron las tropas. Las señales de bulldozers israelíes frente a una comisaría palestina dan cuenta del impopular papel de espectadores que les reservan los Acuerdos de Oslo.

Como no entran a hacer los arrestos, las autoridades militares israelíes los acusan de inacción y de obligarles a encargarse ellos mismos de lo que llaman “hacer el trabajo”: redadas y asesinatos selectivos para “combatir el terrorismo”. Y, cuantas más y más violentas son las incursiones, más odio y más jóvenes toman las armas contra Israel, que vuelve a invadir los mismos campamentos para acabar con los nuevos líderes que van surgiendo, como Abu Shuyaa.

El campamento de refugiados de Nur Al Shams, en la ciudad cisjordana de Tulkarem, tras la retirada de las tropas israelíes, este sábado.
El campamento de refugiados de Nur Al Shams, en la ciudad cisjordana de Tulkarem, tras la retirada de las tropas israelíes, este sábado.

En este contexto, no es de extrañar que la facción más islamista, radical e irredentista, la Yihad Islámica, se convierta la estrella allí donde antes ondeaban las banderas amarillas de Al Fatah, la facción del histórico rais Yasir Arafat que hoy encabeza Abbas. Era la de Abu Shuyaa y en la que el ejército israelí centra su ofensiva en el norte de Cisjordania, que continúa con particular violencia en Yenín, tras las retiradas de tres campamentos de refugiados: dos en Tulkarem y uno cerca de la ciudad de Tubas, Fara´a.

Ayman Ghanaem tiene 50 años y acaba de vivir en primera persona la diferencia entre cómo los soldados israelíes creen que piensan los palestinos y cómo lo hacen realmente. Ya de vuelta en su pequeño colmado de Nur Al Shams, junto a pilas de asfalto y a edificios sin fachada por los bombardeos, cuenta que el miércoles, al enterarse de la inminente incursión israelí, dejó la puerta de casa sin candar “para que no la explotasen para entrar”. “Cuando llegaron, me gritaron que abriese. Les respondí en hebreo y lo hice. Enseguida me agarraron del cuello y tiraron al suelo. Nos sacaron arrestados a nueve. Sin esposar, porque se les habían acabado las esposas. De lo que hablaban entre ellos, entendí que nos arrestaban solo por ser vecinos de Abu Shuyaa. Nos metieron a 24 en un vehículo militar, como sardinas junto a un palé de botellas de agua. Todo lo que teníamos en común es que vivíamos en el barrio de Abu Shuyaa”, relata.

Los llevaron a un recinto militar cercano. Ghanaem esperaba allí en la postura habitual (arrodillado, reclinado y con las manos en la parte trasera del cráneo) cuando —rememora— un soldado le señaló tres bolsas negras, aparentemente con cadáveres en su interior, y le dijo:

— Este es vuestro Abu Shuyaa, el que os crea problemas. Lo hemos matado para vosotros, para que podáis volver a vivir con dignidad.

— No, él era nuestra dignidad.

— Calla la boca y baja la cabeza.

Ghanaem cambió de postura (”estaba tan enfadado que me daba igual lo que me hicieran los soldados”, recuerda) y comenzó a entonar, con otros dos vecinos arrestados, el rezo musulmán para los difuntos.

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