La democracia del miedo
Hoy se eligen las asambleas de los Länder de Turingia y Sajonia, dos de los Estados de la antigua República Democrática Alemana, y todo hace pensar que el valor simbólico del resultado de estas elecciones es extraordinario. Puede ser la primera vez que la ultraderecha de la AfD sea el partido más votado. El sorpasso más temido. En Alemania, la situación se presenta casi como una tragedia, dado que en el caso de Turingia, además, está al frente de este partido Björn Höcke, quien no tiene pelos en la lengua a la hora de declararse abiertamente xenófobo. Recordemos también que para la mayoría de los partidos de extrema derecha europeos, y aquí Marine Le Pen ha sido muy clara, la AfD se presenta como aún más extremista que ellos.
Pero hay más motivos de inquietud en este país por las consecuencias de estas elecciones. A la luz de los sondeos, ambos Länder podrían devenir en ingobernables, una rareza en la cultura política alemana. Primero, por el “muro de fuego” (Brandmauer), como allí llaman al cordón sanitario; luego, porque ninguno de los tres partidos de la coalición semáforo, la que gobierna el país, podría superar la barrera del 5% de los votos, un dato estremecedor para Berlín —entre los partidos tradicionales solo la CDU mantendría el tipo—; y, por último, por el propio ascenso de la Alianza Sahra Wagenknecht (BSW), que sería el tercero más votado. Esta curiosa escisión de Die Linke, populista, combina el discurso izquierdista con el rechazo de la inmigración y, como la AfD, es prorrusa y favorable a cortar el suministro de armas a Ucrania. Luego está, desde luego, una razón que tampoco es fácil de digerir: el persistente alejamiento de Alemania Oriental de las pautas políticas dominantes en el resto del país, que sería expresivo de un fracaso del proceso de unificación, algo bien perceptible también recurriendo a otras variables.
A pesar de lo dicho, les animaría a que tratáramos de hacer una lectura que fuera más allá del caso alemán, aunque es obvio que allí se percibe con una especial sensibilidad por su pasado reciente. Me refiero, sobre todo, a ese canguelo que sentimos cada vez que se produce un proceso electoral en Europa, que es ya en sí mismo el síntoma más claro de que hay algo que no funciona en las democracias liberales. ¿Qué es eso de que una forma de gobierno que dice apoyarse en la voluntad del pueblo se eche a temblar cada vez que a este le toca expresarla? Pero no acaba aquí la paradoja. Tememos a la ultraderecha, pero esta, a su vez, debe su éxito al propio miedo que embarga a importantes sectores de la población. La fuente de cada uno de ellos es distinta, claro. En un caso tememos a la xenofobia y al peligro que puedan significar estos partidos para la democracia, que se suman a otros muchos, el cambio climático, por ejemplo; en el otro, quienes los votan temen a la inmigración, al descenso social, al cambio de valores, a las élites, etcétera. Pero, en mayor o menor medida, a todos nos embarga. Vivimos bajo el síndrome del miedo. Y son los miedos, no la ideología, lo que se exorciza y se utiliza como arma arrojadiza en la disputa política.
Hay buenos motivos para que nos atenacen, desde luego. Pero, al menos, desde Montaigne ya sabemos que el miedo es incompatible con la libertad. Una democracia del miedo es un oxímoron. Quién sabe, quizá un historiador del futuro concluya que el derrumbe de las democracias obedeció a que los actores políticos, en vez de abordar directamente las causas de los temores, se dedicaron a propagarlos. Atemorizar no es liderar. Liderar es, entre otras cosas, buscar salidas eficaces a lo que nos preocupa y alimenta nuestros temores. Ahí nos duele.