Israel y Hezbolá a punto de ebullición

Aunque ni George W. Bush logró tras el 11-S incluir el ataque preventivo como tercer supuesto legal para emplear la fuerza —junto a la legítima defensa y el mandato explícito del Consejo de Seguridad de la ONU—, son muchos los actores que siguen empeñados en echar mano de ese argumento para golpear a su antojo a sus enemigos. Un argumento que equivale a la negación del derecho internacional, sustituido por la ley de la jungla. Y eso es lo que acaba de hacer el Gobierno de Benjamín Netanyahu, aduciendo que Hezbolá estaba preparando un ataque inminente contra objetivos civiles y militares israelíes. Así, sin ni siquiera recurrir a su legítimo derecho a la defensa y sin solicitar al citado Consejo que adopte alguna medida para frenar a dicha milicia, la maquinaria militar israelí ha lanzado un ataque aéreo, empleando un centenar de aviones, para intentar destruir el máximo número posible de lanzaderas, cohetes y misiles supuestamente listos para atacar Israel.

A la espera de más detalles sobre lo ocurrido, lo que puede deducirse de inmediato es que, como era previsible, la acción israelí solo ha logrado destruir algunas lanzaderas y algunos de los más de 100.000 artefactos de todo tipo con los que se ha ido armando la milicia chií libanesa, con obvio apoyo iraní; pero sin que eso merme su potencial y sin poder impedir que de inmediato sus combatientes fueran capaces de lanzar unos 340 de ellos contra 11 objetivos militares de su enemigo —tantos como los que Irán empleó el pasado mes de abril, en su respuesta al golpe recibido en su consulado en Damasco unos días antes—. Cierto es, en cualquier caso, que el sistema antiaéreo israelí parece haber logrado interceptarlos en su gran mayoría.

Sirve de poco a estas alturas pararse a determinar con precisión quién ha sido el responsable original de encender una mecha que ya ha provocado sonoras explosiones. Son innumerables las veces en las que Israel ha violado la soberanía libanesa, incluyendo la invasión y ocupación que emprendió en 1978 (operación Litani), y los intentos por eliminar a Hezbolá, incluyendo el choque frontal que se produjo en el verano de 2006. Asimismo, la milicia chií, creada en 1982, ha realizado acciones armadas, tanto incursiones terrestres puntuales como lanzamientos de cohetes y misiles, en incontables ocasiones, violando igualmente el derecho internacional. En ese trágico juego de acción y reacción, en el que hasta ahora ambos actores procuran no superar el umbral que pueda llevar a un conflicto de mayores dimensiones, la tensión no ha hecho más que aumentar desde el pasado octubre, con un prácticamente diario intercambio de golpes que, en un contexto en el que necesariamente hay que incluir también a Irán —al frente de los variados peones regionales que ha conseguido activar, desde el grupo yemení Ansar Allah a varias milicias localizadas en Siria e Irak—, todavía no ha desembocado en un enfrentamiento directo entre unidades terrestres.

Más allá de los argumentos que cada contendiente utiliza —mientras Israel sostiene que buscaba desbaratar el ataque, Hezbolá afirma que su última andanada es una respuesta al asesinato de Fuad Shukr, segundo en su cadena de mando—, lo evidente es que cada día estamos más cerca de que se desencadene un conflicto regional a gran escala, aunque solo sea porque la dinámica bélica escape al control de los actores implicados. La irresponsable actitud de Netanyahu —apostando por prolongar y agravar el enfrentamiento con sus vecinos, aunque esté condenado al fracaso y vaya contra los intereses de su propio país— es probablemente el factor principal que nos coloca ante la perspectiva de que, una vez fracasadas las negociaciones para lograr al menos un cese temporal de hostilidades en Gaza, Irán opte finalmente por responder al asesinato de Ismail Haniya, líder de Hamás, eliminado en Teherán el pasado 31 de julio.

En ese caso, lo que este domingo ha ocurrido en el frente israelo-libanés quedará identificado como el prolegómeno de un estallido generalizado, que racionalmente nadie debería desear, en el que tanto Irán como sus leales se apresurarán a emplear todos los medios a su alcance para, en una primera fase, intentar saturar los sistemas antiaéreos israelíes, con el añadido de los drones que tantas veces han demostrado su capacidad para sortear dichas defensas. Secuencial o simultáneamente cabe esperar que también se produzcan incursiones terrestres, tratando de generar un clima de pánico entre la población y de capturar prisioneros, junto a acciones aéreas de creciente complejidad en territorio enemigo.

Lo que previsiblemente buscarán quienes ataquen a Israel es saturar sus defensas antiaéreas y obligar a sus Fuerzas Armadas a tener que atender varios frentes calientes al mismo tiempo, sabiendo que sus limitaciones geográficas, demográficas y militares hacen muy difícil que pueda soportar un conflicto prolongado. Por su parte, también cabe suponer que Israel procure adelantar sus defensas, entrando con unidades terrestres en territorio enemigo (especialmente en Líbano y en los Altos del Golán), para evitar en lo posible que su propio territorio se convierta en campo de batalla.

Mientras tanto, la masacre en Gaza continúa bajo la atenta (y permisiva) mirada de Washington.

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