La llegada al campamento base del Everest de Thais Herrera
Con la decisión de escalar por la cara sur, los ánimos en el grupo cambiaron. Pasamos de sentir incertidumbre y desconcierto a notar un pequeño hormigueo en el estómago. No conocíamos tan bien ese recorrido, pero se nos quitó esa ansiedad de no saber si finalmente llegaría el permiso.
Entonces, la semana antes de ir al campamento base, hicimos la etapa de aclimatación definitiva. Esta vez subimos más alto. Fuimos a escalar el Mera Peak, una montaña de 6,600 metros. Era la tercera cumbre más alta que había escalado en mi vida. Coroné el Aconcagua en los Andes, que son 6,900 metros; en 2020 llegué a 6,700 metros; y en ese momento, en la etapa de aclimatación para el Everest, escalé el Mera Peak, mi tercera cumbre más alta, de 6,600.
Tras esto, hicimos un recorrido de cinco o seis días subiendo despacio, quedándonos en algunos «tea houses» al principio, luego en casa de campaña para ganar elevación. Finalmente, tras casi un mes de espera desde que llegamos a Nepal, nos dieron el permiso para ir al campamento base.
La primera vez que vi el Everest
El 3 de mayo, 26 días después de pisar Katmandú por primera vez, por fin nos subimos a un helicóptero para encaminarnos hacia el campamento base. Volamos hasta Lukla, un pequeño pueblo con un aeropuerto muy conocido. Contiene una de las pistas más cortas del planeta y es donde más accidentes en el mundo hay. Lukla se sitúa al este de Nepal y está situado a 2,860 metros de altitud. Su pista de aterrizaje tan solo tiene 450 metros de longitud. Entre otros factores, es difícil aterrizar porque está rodeado de montañas, la pista tiene pendiente, hay un muro al final de la pista y un acantilado al principio.
Gracias a Dios, volamos en helicóptero y no tuvimos ningún inconveniente. De Lukla volamos hasta Pheriche, una pequeña villa muy frecuentada por alpinistas que se sitúa a 4,371 metros sobre el nivel del mar. Hay una curiosidad: Pheriche tiene un hospital que solo está abierto durante las temporadas de escalada. Si algo fuera mal en la montaña, es posible que viera ese hospital una segunda vez.
Hicimos una pequeña parada en Pheriche porque no pueden volar más de dos personas al campamento base en helicóptero. Esto es debido a la altura, el peso y lo fino que es el aire. Teníamos que ir en parejas.
Volando en ese helicóptero hacia el campamento base, en compañía de mi amigo y compañero Paul, vi por primera vez el monte Everest. Majestuoso, imponente. Empezamos a ver todos esos ochomiles impresionantes: el Manaslu, el Lhotse… Y en medio de todas esas montañas, el Everest se imponía sobre el resto.
Así viví en el campamento base
Minutos después de salir de Pheriche, aterrizamos en el campamento base. La espera había terminado, estábamos allí. Lo habíamos logrado. Fue en ese momento cuando vi que habíamos llegado a una pequeña ciudad rodeada de montañas nevadas y gigantescas.
El campamento base no es poca cosa, sino que tiene alrededor de un kilómetro y medio de longitud. Allí, cuando llegamos, vimos que todo el mundo tenía su pequeña ciudad, en la medida de sus posibilidades. Había desde ciudades con casas de campaña básicas, hasta ciudades, como en la que yo estaba, que tenían máquinas de capuchino. Es curioso ver cómo el ser humano, por una necesidad meramente exploratoria, puede prosperar y adaptarse en entornos tan fríos y peligrosos. No debíamos estar allí, la naturaleza nos rechazaba y nos lo decía claramente: Nuestro cuerpo se iba consumiendo cada día. La altura, el aire fino y la dificultad de recuperar células hacía que nos fuéramos debilitando poco a poco. Hay gente que baja con 30 o 40 libras menos. Es por esto que el Everest no es solo un reto físico, sino una carrera a contrarreloj. La montaña más alta del planeta no es cortés con los alpinistas, tan solo les da un permiso de un cierto tiempo para escalar. Cuando se acaba el tiempo, llegan los fallos, las crisis y la muerte.
Al llegar a esa ciudad de tiendas de campaña, el 3 de mayo, nos recibieron unos sherpas y nos enseñaron el campamento. Primero nos indicaron dónde estaba la cocina, lugar en el que conocí a una de las cocineras y aclaré que soy vegetariana. Siempre tengo que hacerlo cuando llego a un campamento.
Luego, al fin, nos enseñaron las carpas. Gracias a Dios que eran individuales. Tenían un catre, que es una camita de hierro donde uno pone el saco de dormir. Cada carpa contaba con una lucecita con un panel solar y una pequeña batería. De este modo, por la noche podíamos encender la luz. Si pagabas un extra, también había internet, que era carísimo: 450 dólares. Sin embargo, su precio no le hacía justicia. Su eficacia dependía del clima, de la cantidad de gente conectada… Hablar con República Dominicana era difícil, pero no imposible.
Había una carpa que era como un área de descanso donde teníamos libros. Allí había que estar en silencio. Era como un sitio para concentrarse, pensar o leer. También contábamos con una carpa grande con un proyector donde por las noches ponían películas. Inicialmente pensábamos que íbamos a subir el día 10, por lo que la espera era larga y estar distraído era una necesidad.
En ese tiempo de espera, había diferentes actividades para que cada uno ocupara su tiempo: ajedrez, libros, yoga… Cada mañana teníamos una actividad de entrenamiento distinta: una caminata, familiarizarnos con los dispositivos de seguridad o practicar la escalada por las paredes de hielo, por ejemplo.
Me despertaba antes de las ocho, hora en la que debíamos estar en la carpa para desayunar. Por la noche nos decían el plan del día siguiente: «Vamos a hacer entrenamiento de la máscara de oxígeno porque está nevando» o «vamos a escalar y hacer una caminata de seis horas», nos decían. Es por esto que, cada madrugada, antes de cerrar los ojos y descansar, nos preparábamos mentalmente para el día siguiente. Tras levantarme, me comunicaba con República Dominicana porque allí era de noche. Cuanto más temprano me levantaba, más podía hablar con mi familia. Luego, después de eso, hacía mis agradecimientos, mis visualizaciones, meditación, arreglaba mi cama y practicaba algunos estiramientos. Mientras estiraba, escuchaba una playlist que había hecho con mi pareja antes de partir, por lo que cada día escuchábamos la misma canción. Luego me reunía con el grupo para desayunar.
En el desayuno teníamos comida occidental: frutas, pan, pancakes, huevos… Generalmente desayunaba huevos y jugos de fruta natural. Trataba de mantenerme lo más hidratada posible y esa era la mejor forma de no enfermarse de la barriga: comer cosas a las que el cuerpo ya estaba acostumbrado. Durante el desayuno, conversábamos, reíamos y planificábamos cómo iba a ser el día.
Generalmente, los grupos en el campamento base se dividían entre los de la cara norte y los de la cara sur. Unos estaban en una zona y los otros en otra. Pese a esto, yo intentaba hablar con todo el mundo. Conocí a personas muy interesantes. En el grupo sur había un hombre que estaba grabando un documental y traía consigo un sinfín de equipos de grabación. También conocí a un periodista que llegó con ansias de hablar con todo el mundo y empezó a preguntarnos de todo… Quería saber nuestras historias. Tuve la oportunidad de conocer a Kenton Cool, que es un montañista reconocido con 18 ascensos al Everest en ese momento. Era un lugar muy lindo para conocer a personas interesantes.
Una de esas noches de cine me reuní con el guía con el que había escalado el Vinson, en la Antártica, que también estaba en el campamento base. Otra noche, llegaron unos amigos ecuatorianos que estaban por esa zona del Himalaya y tomamos un café juntos. También tuve la oportunidad de reunirme con un dominicano que sabía que estaba por allí, así que fui a visitarlo.
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Un relato de Thais Herrera tal como se lo contó al periodista Miguel Caireta Serra.