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Alemania se hunde en el desencanto

Alemania se hunde en el desencanto

Alemania se hunde en el desencanto

Nicole Hackert y Christian Berkel, amigos desde hace 15 años, se han citado en el Paris Bar, un restaurante del elegante barrio berlinés de Charlottenburg. Ella, una importante galerista de la capital alemana, repasa las medidas del Gobierno que han puesto en aprietos al mercado del arte. Él, actor en películas tan destacadas como El hundimiento, describe las dificultades que atraviesan el cine y el teatro. Los dos hablan de los problemas de sus sectores, pero se resisten a parecer ese tipo de personas que siempre añoran el pasado. “Al menos estos tiempos de crisis servirán para impulsar la creatividad”, se consuela Berkel.

No abunda el optimismo estos días en las calles de Berlín. Las encuestas muestran que los alemanes encaran el futuro con miedo. Nunca tantas personas habían pronosticado que el próximo año será peor que este, según un estudio que la empresa Forsa realiza desde 2006. Y nunca la confianza en las instituciones —tanto en el Gobierno como en la oposición— había sido tan baja. El desencanto se ha apoderado de Alemania, tanto que parece necesitar tumbarse en el diván del psicoanalista.

“El país pasa por una depresión mental, sí. Lo vemos en cada indicador que se publica. La desconfianza ante el futuro va a veces mucho más allá de lo razonable”, certifica Marcel Fratzscher, presidente del Instituto Alemán de Investigación Económica (DIW), que tira de ironía para relativizar los altibajos que atraviesa su país. “Los alemanes nos movemos entre los extremos. Hay periodos en los que pecamos de arrogantes, creyendo que hacemos las cosas mejor que nadie, pero luego el péndulo se mueve y lo vemos todo negro. La realidad debe de andar en algún punto intermedio”, concluye con una sonrisa.

No es la primera vez que Alemania atraviesa un periodo turbulento. Cada cierto tiempo, una crisis obliga a este país a cuestionarse algunas de sus certezas. Ocurrió a principios de siglo, en los últimos años del mandato del socialdemócrata Gerhard Schröder, cuando las altas cifras de paro y las protestas llenaron los quioscos de periódicos que concluían que el motor económico de Europa se había gripado. Después, durante la era —que a veces pareció interminable— de la democristiana Angela Merkel, el país se enfrentó a innumerables crisis: la del euro, que a punto estuvo de acabar con la moneda única, la de refugiados, que en 2015 sumergió al país en un trauma colectivo, la de la pandemia de la covid en 2020…

Pero durante los 16 años de la canciller Merkel, el país encajó desde una posición de poder cada uno de esos golpes que procedían del exterior. Entonces, el alumno aventajado de la clase —el que se enorgullecía ante Grecia y España de unas cuentas públicas saneadas o el que mostraba su voluntad de integrar a los que huían de las guerras— podía dar lecciones. Ahora todo eso ha cambiado.

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Nicole Hackert (galerista) y Christian Berkel (actor y escritor) en el emblemático Paris Bar en el barrio de Charlottenburg, en Berlín, el 11 de abril.Patricia Sevilla Ciordia (Foto: Patricia Sevilla Ciordia)

“La gran diferencia es que ahora no nos enfrentamos a una sola crisis, sino a varias a la vez”, resume Norbert Röttgen, diputado del principal partido de la oposición, la Unión Cristiano Demócrata (CDU). Alemania tiene ante sí una hidra de problemas que reverberan entre sí y se amplifican.

El primero es el económico. Berlín ya no tira del resto de socios, sino que los arrastra. Las cinco principales casas de análisis acaban de pronosticar un crecimiento raquítico del 0,1% del PIB para este año, el menor en la UE, cuya economía avanzará algo menos del 1%. A medio y largo plazo, preocupan especialmente la demografía y la falta de mano de obra. Además, se multiplican las quejas por la falta de inversión en infraestructuras, sanidad o digitalización. Es como si, de repente, la falta de reformas de los últimos 20 años hubiera explotado en la cara de un país obsesionado con el rigor fiscal, en el que la deuda es vista como el mayor de los pecados.

“Nuestra política económica se podría describir como el intento desesperado por mantener el statu quo de los años anteriores a la pandemia, cuando todo parecía marchar bien. El problema de esa mentalidad es que el mundo cambia ahora mucho más rápido. Alemania tiene que entender que debe adaptarse ya a la nueva era”, añade Fratzscher.

El segundo nubarrón viene de fuera, pero afecta a algunos de los pilares sobre los que se ha construido este país desde la II Guerra de Mundial. Los conflictos de Ucrania y de Gaza impactan, cada uno a su manera, sobre dos principios que Alemania creía inmutables: las buenas relaciones comerciales con Rusia —que permitían el flujo de gas y petróleo baratos— y la amistad sin fisuras con Israel. A estas dos columnas renqueantes se unen las dudas de que Estados Unidos vaya a mantener su papel de gran proveedor de seguridad global —sobre todo si Donald Trump gana las elecciones de noviembre— y las de China como comprador masivo de la potencia exportadora que es Alemania.

El auge de la extrema derecha

El tercer problema es quizás el de más difícil resolución. Porque en este contexto de inseguridad y temor al futuro, aparece una crisis política de consecuencias imprevisibles: el ascenso de Alternativa para Alemania (AfD) ya no se puede ignorar. Si las encuestas no se equivocan, este partido ultraderechista tiene la capacidad para hacer explotar el actual sistema de formación de gobiernos. Y eso es algo que puede ocurrir tan pronto como el próximo septiembre, cuando voten los Estados orientales de Sajonia, Turingia y Brandeburgo.

En los tres länder, AfD aparece en los sondeos como primera fuerza, con una estimación de voto en torno al 30%. De confirmarse, sería un terremoto político en un país acostumbrado a las coaliciones entre partidos centristas. Y la prueba de fuego para comprobar si sobrevive el cordón sanitario que mantiene a los ultras alejados de cualquier intento normalizador.

AfD ha demostrado ser una formación voluble que ha logrado salir con más fuerza de cada una de las crisis por las que ha pasado. Y siempre lo ha hecho girando aún más a la derecha. El partido fue fundado en 2013 por un grupo de eurófobos conservadores como respuesta a la crisis del euro. En 2015, la lleada de más de un millón de refugiados le dio nuevas fuerzas. Y ahora vive un segundo renacimiento gracias a una mezcla de factores que van desde las medidas adoptadas durante la pandemia hasta el rechazo a la migración y a la globalización, pasando por las críticas al apoyo a Ucrania, un tema especialmente sensible en el este de Alemania.

Pero, por encima de todo, se nutre de un sentimiento de frustración ante unas élites a las que se acusa de no escuchar las preocupaciones de la gente normal. Ahora, muchos alemanes tienen la sensación de que hay un partido con el que pueden expresar su rabia. En realidad, dos. Porque la antigua miembro de Die Linke Sahra Wagenknecht ha creado su propia formación populista de izquierdas que roba votos tanto a sus excompañeros poscomunistas como a la ultraderecha.

En AfD rechazan con contundencia las etiquetas de racistas y xenófobos, críticas que, según el partido, son un intento de difamarlos. “Somos mucho más que un partido protesta, aunque por supuesto que ejercemos la protesta. Somos un nuevo partido de masas”, responde desde su despacho de Dresde Felix Menzel, portavoz de la formación en el Parlamento de Sajonia. Pero este intento de normalización choca con la opinión de los servicios de inteligencia, que han tachado de extremistas a varias federaciones regionales del partido, así como a unos 10.000 de sus 28.500 afiliados.

El enésimo escándalo lo protagonizaron algunos altos cargos del partido que el pasado noviembre participaron en una reunión secreta con otros extremistas en la que se abordó un plan de deportaciones masivas que afectaría incluso a ciudadanos con pasaporte alemán, aunque de origen extranjero, según reveló el portal de investigación Correctiv. La conmoción que causó el que una idea tan descabellada fuera siquiera barajada llevó a más de un millón de ciudadanos a protestar en todo el país. “Fue positivo que tanta gente dijera: ‘Hasta aquí hemos llegado’. En mi ciudad, con 100.000 habitantes, salieron a la calle unos 5.000. La mayor concentración que recuerdo”, afirma Axel Echeverria, diputado socialdemócrata, con doble pasaporte hispano-alemán.

Un Gobierno tripartito y débil

Este caldo de cultivo ocurre, además, con un Gobierno formado por tres partidos con malas perspectivas electorales y que cada día protagonizan enfrentamientos en temas clave. El último desencuentro es a cuenta de la política presupuestaria, con un ministro de Hacienda, el liberal Christian Lindner, empeñado en ajustar las cuentas públicas y sus socios, socialdemócratas y verdes, que insisten en que el aumento del presupuesto en defensa, obligado por la agresión rusa a Ucrania, no puede ir detrimento de la política social. Un asunto especialmente importante si no se quiere dar todavía más munición a los populistas.

“El tripartito nació con un plan para modernizar el país. Pero la base para ese proyecto ya no existe: se esfumó porque ya no hay gas ruso barato y por el frenazo de la economía. Peor aún: los problemas financieros que padecemos van a ser cada vez más agudos”, sintetiza el sindicalista y miembro del Partido Socialdemócrata (SPD) Thorben Albrecht. “Es cierto que este Gobierno se ha enfrentado a la situación más complicada desde la reunificación en 1990, con una guerra en Europa y una crisis energética, pero ha cometido errores muy graves, como el proyecto de ley de calefacciones, con el que dio la impresión de que todos los ciudadanos iban a tener que emprender costosas obras en sus casas para luchar contra el cambio climático”, abunda Nicolas Richter, jefe de redacción del Süddeutsche Zeitung.

La crisis es económica y política, pero también de valores. “Hay una sensación de desbordamiento, de que ocurren demasiadas cosas al mismo tiempo”, añade Richter. “Vemos un cambio estructural. La mayoría ha dejado de confiar en la capacidad de los políticos para resolver los problemas, más bien al contrario: creen que los generan. Eso es algo que no ocurría, por ejemplo, con la pandemia”, dice Peter Matuschek, gerente del instituto de encuestas Forsa.

En 2020, la invasión de Ucrania a manos de Vladímir Putin ya obligó a Alemania a revisar su amistad con Rusia —incluido el polémico gasoducto Nord Stream, con el que Merkel continuó incluso después de la anexión ilegal de Crimea— y a anunciar medidas hasta entonces impensables, como el incremento del presupuesto en defensa, en un histórico discurso conocido como zeitenwende, un cambio de era.

Además, muchas voces acusan al canciller, el socialdemócrata Olaf Scholz, de arrastrar los pies y anunciar nuevas medidas de apoyo a Ucrania solo cuando ya no queda otro remedio. A finales de marzo, cinco historiadores cercanos al SPD condenaron la política “arbitraria, errática y esencialmente errónea” del canciller en una supuesta política de apaciguamiento ante Rusia. Jan Behrends es uno de los firmantes de esa carta. Echa en cara a Scholz haber seguido el ejemplo de Merkel de no tomar grandes decisiones, y en su lugar limitarse a gestionar las peleas entre sus compañeros de coalición.

“Scholz tuvo un gran discurso cuando comenzó la guerra. Pero luego ha fallado a la hora de explicar por qué Ucrania es tan importante para nosotros y por qué su defensa puede resultar muy costosa. Quiere trasladar la idea de que todo volverá a la normalidad. Y, como historiador, sé que las guerras generan dinámicas de cambio muy profundas”, explica sentado en un banco frente al museo Neue Nationalgalerie. El discurso moderado de Scholz, que intenta por encima de todo no convertir a su país en un bando más de la guerra, contrasta con el tono cada vez más agresivo del presidente francés, Emmanuel Macron.

Frente a estas críticas, muchos analistas recuerdan que, pese a las palabras, Alemania es el mayor donante de ayuda militar a Kiev después de EE UU, muy por delante de Francia. Y hay voces que denuncian un estrechamiento de la libertad de expresión en estos tiempos de guerra. Es el caso de la politóloga Ulrike Guérot, que fue despedida de la Universidad de Bonn por un caso de plagio, que ella en realidad atribuye a sus críticas a la política del Gobierno en la pandemia y en la guerra de Ucrania. “Cualquier idea que se salga del consenso te convierte en prorrusa”, denuncia esta firmante del manifiesto encabezado por Wagenknecht en contra de la entrega de armas a Ucrania que en febrero del año pasado llevo a las calles de Berlín a más de 10.000 personas.

A lo largo de todo el espectro político alemán hay sectores que insisten en no romper todos los puentes con Rusia. Este es un discurso que enciende al democristiano Röttgen: “La guerra ha vuelto a Europa. Si no vencemos, los europeos nos vamos a ver en una situación muy peligrosa, muy incómoda y muy cara. Y, sin embargo, Scholz no quiere dar a Ucrania las armas más eficaces, porque sigue creyendo en la fantasía de que algún día habrá que negociar con Rusia. Comete el error de expandir la narrativa del miedo, que es justamente lo que busca Putin”, asegura.

Por si todo esto fuera poco, la guerra de Gaza coloca a Alemania en una situación cada vez más incómoda. El país responsable del Holocausto considera que la existencia de Israel es parte de su “razón de Estado”. Pero el apoyo inicialmente incondicional al Gobierno de Benjamín Netanyahu recibe críticas cada vez más duras a medida que en Gaza aumentan las muertes de niños y mujeres y la población en riesgo de hambruna.

Tanto el canciller Scholz como la ministra de Asuntos Exteriores, la verde Annalena Baerbock, han endurecido su discurso, pero sin que estas palabras tengan un efecto real, a medida que la imagen exterior de Alemania se desgasta. Esta semana, el país ha sufrido la humillación de que Nicaragua, un país que ha abandonado cualquier apariencia de democracia, lo llevara al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya por colaborar en el genocidio del pueblo palestino a través del suministro de armas a Israel.

Por último, el apoyo alemán a Israel está mostrando las costuras de la libertad de expresión cuando se trata de la causa palestina. La Universidad de Colonia acaba de cancelar la invitación para dar una clase a la filósofa estadounidense judía Nancy Fraser después de que esta firmara un manifiesto contra la matanza en Gaza. Y este viernes la policía clausuró en Berlín un congreso propalestino en el que iban a participar políticos izquierdistas, como el griego Yanis Varoufakis o la española Irene Montero.

“El establishment político alemán ha sustituido la idea de que el Holocausto le confiere una responsabilidad respecto a la humanidad. Ahora cree que esa responsabilidad es solo ante Israel”, escribía el mes pasado Hans Kundnani, autor del libro La paradoja del poder alemán. Recoge el guante el socialdemócrata Albrecht: “Por supuesto que para nosotros los alemanes el apoyo a Israel es vital por nuestra responsabilidad histórica. Pero tenemos que vigilar muy de cerca las actuaciones contrarias al derecho humanitario. En esta cuestión Alemania irá de la mano de EE UU: cuando ellos restrinjan la venta de armas a Israel, nosotros también lo haremos”.

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