La ‘guerra de monumentos’ tensa al máximo la relación entre Rusia y las repúblicas bálticas
En ningún país de la Unión Europea ha impactado la guerra en Ucrania como en las repúblicas bálticas, donde se ha exacerbado la sensación de fragilidad y vulnerabilidad ante el expansionismo de Rusia y se han reavivado los traumas del estalinismo. Mientras los gobernantes de Estonia, Letonia y Lituania aceleran los planes para demoler los monumentos soviéticos que quedan en sus espacios públicos y erradicar la docencia en ruso de sus sistemas educativos, el Kremlin explota el proceso de descomunización a orillas del Báltico, con el que refuerza su propaganda y trata de enardecer las fricciones étnicas existentes, sobre todo en Letonia y Estonia. En una nueva escalada de la tensión, incluso pone en busca y captura a más de 60 políticos de los tres Estados.
“En los tres países existe un profundo vínculo emocional con Ucrania”, resume Dovile Budryte, profesora universitaria lituana residente en Atlanta, que incide en que las repúblicas bálticas solo sobrevivieron como independientes poco más de 20 años en el periodo de entreguerras, antes de sufrir las ocupaciones del Ejército Rojo, y otra de la Alemania nazi. “En los últimos dos años, gran parte de la población ha comprendido hasta qué punto dependen del respaldo de la OTAN. Y sobrevuela la incertidumbre sobre qué más deparará el futuro”, agrega Budryte, especializada en memoria y traumas colectivos.
En Estonia, Letonia y Lituania —las únicas antiguas repúblicas soviéticas integradas en la UE y la OTAN—, el derribo de estatuas y bustos de Lenin comenzó a finales de los ochenta, cuando se tambaleaba la URSS y las garras de Moscú perdían fuerza. Tras la independencia, el fervor iconoclasta se fue disipando. La anexión ilegal de Crimea por Rusia y los primeros combates en la región ucrania de Donbás, en 2014, reactivaron el interés por eliminar los rastros del pasado soviético. Pero desde hace 24 meses, cuando comenzó la guerra a gran escala, la purga es más intensa que nunca. Cientos de monumentos han sido derribados o retirados e infinidad de calles, parques, teatros o escuelas han sido renombrados.
El Kremlin vincula la demolición del pasado soviético en las repúblicas bálticas con su narrativa sobre el supuesto regreso del fantasma del nazismo. El recuerdo de la II Guerra Mundial es sagrado para los rusos. El presidente, Vladímir Putin, lo mismo equipara los tanques alemanes Leopard suministrados a Ucrania con los Panzer del Tercer Reich, que establece un incierto paralelismo entre retirar estatuas soviéticas con ser un colaboracionista nazi.
Órdenes de busca y captura
El 13 de febrero, el Gobierno ruso puso en busca y captura a Kaja Kallas, la primera ministra estonia, y a decenas de políticos bálticos. “¡Deben responder por los crímenes contra la memoria de quienes liberaron al mundo del nazismo y el fascismo!”, exclamó María Zajárova, portavoz de Exteriores. En 2020, Putin firmó una ley que castiga con cinco años de cárcel a quienes destruyan monumentos de la era soviética en el extranjero. Maria Mälksoo, investigadora del Centro de Estudios Militares de la Universidad de Copenhague, sostiene que “Rusia trata de aparentar que tiene derecho a aplicar su legislación en el espacio postsoviético, y envía una señal al resto del mundo de que pretende erosionar y debilitar la soberanía de los países bálticos”.
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Algunas demoliciones, como la del Monumento a la Victoria en Riga, han estado rodeadas de tensión y polémica. En torno al imponente obelisco de 79 metros en el centro de la capital de Letonia se reunían cada 9 de mayo miles de miembros de la minoría rusa para conmemorar la derrota del ejército nazi. A pesar de que las autoridades prohibieron las concentraciones y manifestaciones a favor de su preservación, la intervención policial en varios incidentes derivó en el cese de Marija Golubeva, la ministra del Interior. Aún más tensa fue la situación en Daugavpils. En la segunda ciudad del país, donde más del 80% de la población habla ruso, el alcalde desafió hasta el final la orden de retirar dos monumentos y decenas de personas fueron arrestadas.
“Tuve temor a que ciertas demoliciones provocaran graves disturbios en las calles de Letonia”, reconoce Martins Kaprans, investigador de la Universidad de Riga especializado en la población rusófona del Báltico. Varias encuestas reflejan las profundas discrepancias, en asuntos como la guerra en Ucrania o la política lingüística, entre la mayoría letona y la cuarta parte de la población que compone la minoría rusa. En una reciente, el 26% de los rusófonos encuestados — “quintacolumnistas”, según algunos políticos nacionalistas letones— aseguró tener una opinión positiva sobre Putin. Kaprans sostiene que la comunidad rusa ya no está tan cohesionada como hace 35 años, y que las generaciones más jóvenes consideran menos relevantes las cuestiones identitarias.
Tanto en Letonia como en Estonia, una parte de la minoría rusa es apátrida; carecen de nacionalidad y derechos políticos, pero tienen permiso de residencia y acceso a las prestaciones sociales. El Gobierno letón informó en 2022 a más de 25.000 personas de que debían someterse a un examen del único idioma oficial en el país para poder permanecer en él. Un tercio de los examinados —suspendidos— han recibido una prórroga de dos años para ampliar sus conocimientos, pero unos pocos miles, que no acudieron a la convocatoria o no presentaron la documentación requerida, perderán el permiso de residencia en unos meses.
La televisión pública rusa emitió recientemente un programa especial en horario de máxima audiencia en el que se acusó a “los nazis que gobiernan Letonia” de ser “los peores rusófobos que existen” y de querer “implantar un Estado monoétnico”. A pesar de que los medios de comunicación rusos están vetados en Estonia, Letonia y Lituania desde la invasión de Ucrania, parte de la población —que es lo único que ha consumido durante décadas— aún accede a ellos ilegalmente.
Putin declaró en diciembre que a los ciudadanos que hablan ruso en Letonia se les trata “como a cerdos”. En el pasado, el mandatario ha incidido en la situación de la población rusófona como pretexto para la ocupación de territorios en Georgia y Ucrania.
Narva, la tercera ciudad de Estonia, fue citada en uno de los discursos imperialistas de Putin como uno de los lugares en los que la persecución a la población rusohablante resulta más evidente. “Parece ser que nos ha tocado en suerte restaurar y fortalecer la soberanía del país y sus territorios ancestrales”, declaró en 2022 en un foro, poco después de trazar paralelismos entre la invasión de Ucrania y la campaña militar de 1704 en la que el zar Pedro el Grande “recuperó Narva tras derrotar a los suecos”.
Erradicar la docencia en ruso
El 97% de los habitantes de Narva hablan ruso. Muchos muestran su disconformidad con las políticas que acorralan a su lengua materna, que no tiene cabida ni en los paneles de información turística. En unos años, las clases en ruso desaparecerán de los colegios de Narva, y de todos los de las repúblicas bálticas. Estonia, Letonia y Lituania ejecutan a marchas forzadas sus respectivos planes para erradicar el séptimo idioma más hablado del mundo de sus sistemas educativos, siendo el reemplazo del profesorado el principal obstáculo. Además, las tres repúblicas bálticas han roto todos sus vínculos con la Iglesia ortodoxa rusa.
En Narva se produjeron detenciones la noche previa a la retirada de un tanque soviético que reposaba desde hace más de medio siglo sobre una base de piedra. Aun así, los altercados fueron muy leves en comparación con los de 2007 en Tallin, cuando el desmantelamiento de una estatua soviética terminó con los disturbios más graves que han tenido lugar en Estonia desde su independencia.
En la rusa Ivángorod, separada por el río Narva de la ciudad homónima, se ha instalado, apuntando a territorio europeo, una réplica del T-34, el carro de combate que se retiró en la localidad vecina y que es un símbolo sagrado de la Gran Guerra Patria para el nacionalismo ruso.
Mientras los países bálticos derriban los recuerdos de la opresión, el Kremlin homenajea a sus represores y ha reconstruido en Moscú el monumento al fundador de la Cheka, Félix Dzerzhinski, frente a la sede del Servicio Federal de Seguridad, el antiguo KGB. En varias zonas remotas de Rusia han desaparecido monumentos en memoria de los lituanos que fueron víctimas de las deportaciones ordenadas por Stalin en los años cuarenta, que también padecieron letones y estonios.
La guerra en Ucrania también ha arrasado con la figura de Alexánder Pushkin en el este de Europa. El poeta, que murió 80 años antes de que Lenin se hiciera con el poder, ha desaparecido del callejero de decenas de ciudades bálticas y ucranias. El Kremlin, que clama contra quienes destruyen estatuas de Pushkin, ha inaugurado monumentos al gran poeta del Imperio Ruso en Caracas y Damasco. “La narrativa rusa ya no es la de una pequeña operación militar [en Ucrania], sino la de una confrontación de civilizaciones en la que Moscú protege su identidad”, remarca Intigam Mamédov, experto en Europa del este e investigador de la Universidad de Northumbria.
El temor a una agresión rusa se ha extendido aún más en los países bálticos con los últimos reveses sufridos por Ucrania. El Gobierno estonio anunció el pasado martes la detención de 10 supuestos agentes rusos. El ministro de Exteriores, Margus Tsahkna, y su homólogo lituano, Gabrielius Landsbergis, han insistido este mes en la alta probabilidad de que Rusia ataque alguno de los tres países en los próximos cuatro años. En Letonia se acaba de reintroducir el servicio militar obligatorio; Lituania lo recuperó en 2015, y en Estonia nunca llegó a abolirse.
La solidaridad con Ucrania muestra síntomas de flaqueza en Estados Unidos y en varios países de Europa, pero no en los bálticos. Los gobernantes de Estonia, Letonia y Lituania se han erigido como algunos de los más fieles y firmes defensores de la causa ucrania, y han ganado peso en Bruselas y en la escena internacional. Han dejado de ser los alarmistas y paranoicos que, allá por 2006, ya avisaban de los peligros que entrañaba Putin. Lituania, por ejemplo, reclamó en solitario en la cumbre de la OTAN de 2008 “la adhesión inmediata” de Ucrania, fue el primer país en diseñar una estrategia para desvincularse del gas ruso, y el único aliado que suministró armamento letal al ejército ucranio entre 2014 y 2018.
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