Donald Trump: ¿presidente o monarca?
Uno de los temas más difíciles y controversiales que abordaron los redactores de la Constitución estadounidense fue cómo crear un Poder Ejecutivo ágil y fuerte, plasmado en la figura de un presidente electo por el pueblo, sin caer en el absolutismo de la monarquía. Como señaló James Madison en The Federalist Papers núm. 37: “Entre las dificultades con que tropezó la Convención (Asamblea Constituyente), una de las más importantes residía en combinar la estabilidad y la energía del Gobierno, con el respeto inviolable que se debe a la libertad y al sistema republicano”. Tanto Madison como Alexander Hamilton ponen de manifiesto en sus reflexiones sobre el diseño constitucional adoptado en 1787 que el régimen presidencial que concibieron procuraba superar simultáneamente dos problemas: por un lado, la debilidad del esquema gubernamental que pusieron en práctica luego de la independencia frente a la monarquía británica (lo que se denominó “los artículos de la confederación”) y, por el otro, el despotismo del orden colonial. Evitar, en otras palabras, los extremos de la impotencia y la omnipotencia en el ejercicio gubernamental.
Cuando Montesquieu trata la división de poderes en El espíritu de las leyes, él da por sentado que el Poder Ejecutivo quedará en manos de un monarca, aunque ciertamente lo encuadra en un esquema institucional en el que los poderes estarían divididos y éstos ejercerían un control los unos sobre los otros, de ahí su famosa frase de que “el poder frene al poder”. No obstante, fueron los redactores de la Constitución estadounidense quienes crean la novedosa figura de un presidente como titular del Poder Ejecutivo en el marco de un orden republicano en respuesta a la repulsa que sentían respecto de los poderes incontrolables e incontestables del monarca. Si bien los constituyentes de Estados Unidos optaron por un Poder Ejecutivo unipersonal, en ningún momento pensaron que éste tendría los poderes y los privilegios de un monarca, sino que estaría sujeto al sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) por parte de los otros poderes como el elemento definitorio del régimen político que plasmó la Constitución.
Donald Trump se coloca de espaldas a ese legado del constitucionalismo norteamericano. Ante las imputaciones penales contra él por su alegado involucramiento en los actos del 6 de enero de 2021 tendentes a interrumpir el proceso ordenado de certificación y proclamación del nuevo presidente electo por el pueblo, Trump ha alegado que él goza de una inmunidad absoluta frente a cualquier persecución penal por hechos que tuvieron lugar durante su presidencia, a menos que previamente fuera destituido por esos hechos mediante un juicio político (impeachment).
El argumento Trump conduce a que a él se le considere prácticamente como un monarca, no como a un ciudadano expresidente que está al alcance de la justicia. Por suerte, los tribunales que ya han conocido su reclamo han puesto las cosas en su lugar al establecer, primero, que su reclamo de inmunidad absoluta no tiene cabida en un sistema regido por las leyes a las cuales están sometidas todas las personas y, segundo, que el juicio político (impeachment) es un proceso en el que intervienen factores precisamente políticos al momento de tomar decisiones, como sería la composición partidaria de las cámaras legislativas, por lo que esa no puede ser una condición necesaria para perseguir penalmente a un expresidente a quien se alegue haber cometido ilícitos penales. Falta por ver lo que habrá de decidir la Suprema Corte de Justicia, la cual fue apoderada por el equipo legal de Trump para que suspenda la decisión que debe tomar la corte de apelación en pleno que decidió el caso en su contra.
Si se acogiese la doctrina de Trump de que él goza de inmunidad absoluta respecto de sus acciones durante el ejercicio de la presidencia se estaría socavando un pilar esencial de la democracia constitucional, esto es, que nadie está por encima de la ley, sin excepción de presidentes y expresidentes. Eso lo tuvo muy claro Richard Nixon, quien acogió el indulto que le otorgó el presidente Gerald Ford ante la inminencia de una persecución penal en su contra luego del escándalo Watergate. Trump, en cambio, parece olvidar que fue presidente de su país, no un monarca con privilegios especiales. Hay que recordar que la prensa dio cuentas de que él consideró la posibilidad de indultarse a sí mismo anticipadamente y que en tiempos recientes dijo que desearía ser dictador al menos por un día. Si la Suprema Corte de Estados Unidos llegase a fallar a favor de Trump y formaliza la doctrina de la inmunidad absoluta, ese país enviaría una señal muy negativa hacia el resto del mundo, especialmente a los países que adoptaron el sistema presidencial de división de poderes siguiendo el modelo estadounidense. Los constituyentes de Estados Unidos calibraron muy bien los riesgos de una figura ejecutiva con tanto poder en sus manos, razón por la cual diseñaron un sistema complejo de controles y contrapesos para que el presidente no tomara el derrotero del despotismo. Vale recordar que el constitucionalismo dominicano nació marcado por el artículo 210 de la Constitución dominicana, el cual, por imposición de Pedro Santana y sus fuerzas militares, dispuso que el presidente de la República podía “dar todas las órdenes, providencias y decretos que convengan, sin estar sujeto a responsabilidad alguna”. El concepto de inmunidad absoluta, que invoca el expresidente Trump, implica precisamente quedar exento de responsabilidad alguna al estilo santanista. América Latina en general ha tenido una larga historia de “monarquías presidenciales”, para usar una expresión del gran pensador mexicano Enrique Krauze.
Ante esta pretensión de poner a un expresidente fuera del alcance de la ley, es necesario invocar los principios fundamentales e imperecederos del constitucionalismo liberal-democrático. Los avatares de la coyuntura político-electoral que vive Estados Unidos no es razón válida para que se abdique, de manera complaciente, de ciertas normas e instituciones que han sido pilares del sistema presidencial de ese país. El espíritu de 1787 debe estar presente en la dilucidación de este reclamo de inmunidad absoluta que ha hecho Trump. En pocas palabras: un presidente sí, un monarca no.
El concepto de inmunidad absoluta, que invoca el expresidente Trump, implica precisamente quedar exento de responsabilidad alguna al estilo santanista. América Latina en general ha tenido una larga historia de “monarquías presidenciales”, para usar una expresión del gran pensador mexicano Enrique Krauze.