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Democracias cautivas de las minorías

Democracias cautivas de las minorías

Democracias cautivas de las minorías

La protesta de los tractores que está sacudiendo varios rincones de Europa evidencia importantes problemas de las democracias, cuyos equilibrios de poder y mecanismos de funcionamiento son a menudo tan frágiles que basta la acción decidida de una minoría en posición estratégica para provocar trascendentales reacciones políticas. Independientemente de la mayor o menor validez de los varios argumentos de la protesta agraria, es notable cómo la movilización —instrumentalizada por las derechas— ha logrado ya un fuerte impacto en el debate político, con instituciones comunitarias y gobiernos nacionales enseguida dispuestos a hacer concesiones. La agricultura es sin duda un sector importante, con rasgos estratégicos, pero representa el 1,4% del PIB de la UE. Veremos en qué acaba la negociación, pero tiene mucha pinta de que afectará a políticas de enorme calado, como el cambio climático o las relaciones comerciales con Latinoamérica.

Es un episodio entre muchos. España exhibe en estos meses uno de los más significativos. Un partido que quedó quinto en número de votos obtenidos en una de las comunidades del país resulta, a la vista del estado de la política nacional, necesario para garantizar la gobernabilidad (salvo que se entienda que para ella no hace falta una mayoría parlamentaria capaz de legislar), y el crudo trueque que de ello deriva, todavía irresuelto, monopoliza el debate y paraliza en gran medida la capacidad política de la cuarta economía de la eurozona. Por supuesto, en la historia reciente de Europa hay más casos de puñados de escaños que ejercen una influencia absurda, o de sectores muy minoritarios que, por un motivo u otro, disponen de una capacidad de presión desorbitada.

Esto es la democracia, se dirá. Por supuesto, la democracia es la búsqueda de consensos políticos que permiten formar mayorías, y también escuchar el malestar de sectores socioeconómicos y reaccionar ante ello. La democracia es también evitar la tiranía de las mayorías, un asunto esencial. Los padres fundadores de la República Italiana diseñaron a conciencia una arquitectura constitucional que fragmentara el panorama político con una ley electoral de proporcionalidad absoluta y que dejara a los gobiernos muy expuestos ante la voluntad del Parlamento. Todos sabemos por qué.

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Pero, ay, a veces el interés colectivo sucumbe de forma absurda ante las posiciones de minorías, lastrando la propia democracia, su eficacia, por el camino. Últimamente, cada vez más, por una razón muy simple: porque la brutal polarización y fragmentación política ha generado una guerra sin cuartel entre bandos opuestos. Ello impide hasta los consensos más elementales que escudarían a las democracias de los chantajes o presiones de ciertas minorías con ases en la manga. Estados Unidos, donde el desbloqueo de la ayuda a Ucrania se ha tornado en un calvario por mero politiqueo, es otro ejemplo de ello. Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, autores del célebre Cómo mueren las democracias, han publicado recientemente Tyranny of the Minority (”La tiranía de la minoría”), centrado en la disfuncionalidad política de ese país. Pero otros países, en otras formas, sufren problemas similares.

La democracia podría ser otra cosa. Podría ser que republicanos y demócratas se pelearan en muchos asuntos, pero no en la ayuda a un país agredido sin justificación ninguna por un dictador y en cuyo territorio se juega el equilibrio geopolítico mundial. Que PSOE y PP se pelearan en muchas cuestiones, pero pactaran con normalidad una política de Estado por la que, por ejemplo, España pueda participar con amplio respaldo parlamentario en una misión europea puramente defensiva en el mar Rojo, que es parte importante de la construcción de esa autonomía que Europa tanto necesita.

Sin llegar al extremo de gobiernos con grandes coaliciones, comunes y útiles en otros países, pero que tienen efectos colaterales y son impensables en otros, ¿es realmente imposible alcanzar pactos de Estado en asuntos como la gestión del agua, cómo ponderar la introducción de las nuevas tecnologías en los coles de nuestros niños y las universidades de nuestros jóvenes (no la cuestión de si pueden llevar móvil, sino pensar en el papel de la IA en la educación), o sobre cómo responder a un dictador que tiene una maquinaria de guerra lanzada hoy contra Ucrania, y mañana veremos?

Es prácticamente imposible cuando se han superado ciertos umbrales de politiqueo, de deslegitimación, de insulto, de medidas gruesas. Ante ello, conviene discernir bien varias cosas: quién empezó, quién tiene la mayor responsabilidad y también qué significa rebajar estándares, ya que el otro juega sucio, o directamente responder ojo por ojo y diente por diente.

Esta debilidad de las democracias, que se pliegan o se paralizan por los chantajes de minorías, que son incapaces de construir unas pocas, esenciales, políticas de Estado, que van lentísimas y timidísimas en asuntos clave, son una enorme alegría para los regímenes autoritarios que, hoy, plantean a las democracias su desafío más brutal en décadas. Putin está construyendo una economía de guerra. Si en EE UU gana Trump, el futuro de la OTAN es incierto. ¿Tendría sentido, al margen de la acción comunitaria, construir en los Estados europeos miembros políticas de Estado sobre esta cuestión, sobre cómo prepararse, cómo disuadir malas intenciones? Parece que sí.

Un funcionamiento más eficaz de las democracias está en el interés del conjunto de la ciudadanía. Pero especialmente para quienes creemos en una visión progresista de la sociedad, hecha de redistribución de la riqueza, cohesión social, ensanche de derechos, porque es solo a través de democracias funcionales que eso puede lograrse. Polarización y partidismo frentista pueden lograr victorias tácticas. Pero el deterioro y descreimiento democrático que producen poco a poco pueden convertirse en terribles descalabros estratégicos, y cuando la democracia sea muy disfuncional serán los más poderosos quienes se apañarán mejor. Ciertos cálculos deberían hacerse sobre balances de largo plazo, no de corto.

Por cierto: este jueves, Xi Jinping y Vladimir Putin volvieron a departir en conversación telefónica. Se han reunido más de 40 veces en una década. Y han puesto, por escrito, que derechos humanos y democracia son conceptos relativos y que quieren cambiar el orden mundial. ¿Convendría un poco más de unión y altura política, y un poco menos de politiqueo partidista de vuelo milimétrico, en nuestras democracias?

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