A huérfanos por feminicidio les queda sufrir como herencia
Sufren acoso en la escuela, desertan, pierden el sueño y ganan agresividad. Si antes eran pobres, comienzan a serlo aún más porque a la precariedad económica agravada en que los deja la orfandad agregan el desarraigo afectivo. Son los hijos y las hijas de las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, pero también los que el feminicida -suicida o preso- procreó en otras relaciones. Todos con el mismo estigma de ser los descendientes directos de un asesino.
Un estudio cualitativo realizado por la antropóloga social Tahaira Vargas para la Fundación Vida Sin Violencia, pone el dedo en la llaga de un problema humano del que la sociedad se desentiende y Estado escasamente se ocupa. Si los feminicidios son efímeras notas rojas desprovistas de alma, la suerte corrida por los huérfanos importa aún menos.
Como corresponde a la metodología del estudio, la muestra es limitada: diecisiete de alrededor de sesenta feminicidios perpetrados en el 2022. En diez de los casos, el feminicida se suicidó. La edad de las mujeres iba de los 22 a los 44 años. Cuarenta y cinco hijos e hijas consanguíneos quedaron en orfandad materna; de ellos, veinticinco fueron procreados con el feminicida. Por su parte, los suicidas dejaron once huérfanos tenidos con otras parejas; tres de estos eran criados por su víctima.
El 59 % de los huérfanos son varones y el 41 %, mujeres. Más de la mitad tenía entre dos y trece años el día del crimen; el 23 % entre catorce y diecisiete años y el resto eran jóvenes adultos. Entre las respuestas a la desgracia de que son víctimas involuntarias, un 45 % de los varones y un 18 % de las hembras desertan de la escuela o bajan estrepitosamente su rendimiento.
Hasta aquí los porcentajes, si bien el estudio continúa ofreciéndolos al abordar otras variables. Como dijera Tahira Vargas en el acto de presentación, las estadísticas permiten cuantificar el fenómeno, pero las consecuencias, por heterogéneas, traumáticas y personales, son incuantificables.
¿Cuál porcentaje contiene a un niño que oye decir a sus pares «qué bueno que a tu mamá la mataran» o «tu papá es un asesino, mira cómo mató a tu mamá»? Ninguno. Como tampoco cabe la intensidad de la violencia que el comentario desata; o la tristeza que lo ausenta de las aulas para siempre.
Dejados de la mano del Estado, que solo hasta hace muy poco ha comenzado a ocuparse tímidamente de prestarles asistencia, los huérfanos por feminicidio carecen de la atención psicosocial y económica que su trauma demanda. Dispersados entre parientes sin ingresos ni habilidades para afrontar sus reacciones a su orfandad, sienten que se los traga un agujero negro.
Los testimonios de quienes los acogen son reveladores. Uno solo basta para describir la dimensión del desajuste emocional desatendido: «El niño tiene un lenguaje raro para hablar, habla con mucho odio, él andaba con un cuchillo porque decía que tenía que matar a quien hizo que su papá matara a su mamá. Él dice que el papá le daba muchos golpes a su mamá».
Solos con sus sentimientos
La violencia no era una extraña en sus vidas. El feminicidio es la culminación de un proceso de maltratos verbales y físicos de los que han sido testigos. Están marcados a fuego. Como si acaso fuera poco, cada vez más frecuentemente presencian la consumación del crimen.
«Mi papá le daba muchos golpes a mi mamá. Yo me metía en el pleito y él me daba golpes porque yo no dejaba que él le diera tantos golpes a mi mamá», dice un adolescente de 14 años entrevistado para el estudio. La reiteración de la palabra «golpes» no es mera pobreza léxica. Podría interpretarse también como la imagen de un evento traumático que va y viene sin darle tregua. Si verbalizarlo le sirve de algo cae en la conjetura. Él no tiene recursos para sentarse frente a un psicólogo y la escuela, cuando asiste, hace mutis.
El ensimismamiento, acompañado de la pérdida del habla, entra en el registro de la reacción adolescente e infantil al feminicidio. Una familia a cargo de un huérfano relató cómo el niño duró meses sin hablar, salvo para repetir, una y otra vez «mi papá mató a mi mamá».
Privados de decisión sobre sus vidas inmediatas, los huérfanos por feminicidio irán a parar a la casa del pariente que decida quedárselos, no siempre cariñoso, nunca preparado para ayudarlos a salir de su noche. Los hay que viven el infierno del cruce de culpas entre la familia de la víctima y la del victimario. Y ellos en el medio, sin poder olvidar, recreando cotidianamente su personal desgracia.
La ruptura de los lazos a causa de estos conflictos entre familias fue constatada por el estudio. Cuando la edad del hermano o la hermana mayor lo permite, optan por vivir juntos, en un intento de salvarse:
«No nos relacionamos con ninguna de nuestras familias, ni la de mi padre ni la de mi madre. Ambas viven matándose, una culpa a la otra del hecho, porque como mi padre se suicidó la familia de mi padre culpa a mi madre del suicidio y la familia de mi madre a mi padre de matarla. Yo no quiero oír hablar mal de mi madre ni de mi padre, para mí ambos fueron muy buenos con nosotros y queremos seguir pensando en ellos como lo que fueron, buen padre y buena madre. Por eso no visitamos a las familias«.
Una de las razones por las que los hermanos y hermanas mayores asumen la responsabilidad de los menores, estremece: presintiendo que la violencia de género de la que era víctima terminaría en su muerte, la madre los comprometía a realizar la tarea que ella dejaría inconclusa.
«Mi madre sospechaba que él la iba a matar. Ella nos dijo que, si ella faltaba algún día, que por favor nos encargáramos de nuestros hermanitos. Además, días antes me pidió que me llevara a los niños y los sacara de la casa porque él la estaba amenazando», revela una de las hijas entrevistadas.
La violencia proyectada
Quizá sean casos extremos y un estudio cuantitativo minimice su importancia estadística. Pero el cualitativo realizado para la Fundación Vida Sin Violencia, los estruja en el rostro de una sociedad indolente: desean matar como venganza y, paradójicamente, como sanación.
«El niño tiene un lenguaje raro para hablar, habla con mucho odio, él andaba con un cuchillo porque decía que tenía que matar a quien hizo que su papá matara a su mamá. Él dice que el papá le daba muchos golpes a su mamá», apunta una entrevistada.
«El niño dice que en el futuro quiere ser policía para matar a quien mató a su mamá», revela el familiar de otro.
En lugar de tratar el trauma y ayudarlos a canalizar la rabia, el sistema público de salud saca a pasear su desidia burocrática. Una psicóloga de servicio en el Hospital Dr. Vinicio Calventi determinó que su pequeño paciente no necesitará tratarse hasta que sea adolescente. Y lo mandó a su casa. Lo que pase en el ínterin no entra en sus previsiones profesionales. Que cueste hacerlo jugar y evitar que, cuando lo hace, se enzarce en peleas con los demás niños, es pura anécdota para esta especialista en la conducta.
El Consejo Nacional para la Niñez y la Adolescencia (Conani), que también interviene en los casos que les remite la Fiscalía de Niños, Niñas y Adolescentes, puede hacer poca cosa por remediar, hasta donde es posible, el trauma con el que lidian los huérfanos por feminicidio. La ayuda psicológica que les brinda se limita a dos sesiones, a partir de las cuales remite a los menores al Instituto Médico Psicológico de Atención a la Familia (IMAFA) que cuenta con terapeutas infanto-juveniles. Solo que la cobertura alcanza únicamente al Gran Santo Domingo.
Ayuda económica
En la memoria institucional del 2023 del programa Supérate, dirigido por Gloria Reyes, se informa que durante ese año 801 mujeres víctimas de violencia de género y familias que acogen a huérfanos por feminicidio, recibieron el bono mensual Supérate Mujer de 10,000 pesos. El dato no se desglosa, por lo que no puede saberse cuántos huérfanos están en el programa. En su manual operativo, la entidad habla de otras intervenciones de apoyo a los huérfanos que incluyen la protección de derechos.
Para las familias a cargo, recibir el bono no es expedito. Según personas entrevistadas para el estudio, casi todas inscritas para recibirlo, los procesos son exigentes y dilatados. En muchos casos, el acta de defunción no aparece o es inexistente porque la madre no tenía documentación. En otros, la familia que acoge a los menores debe esperar la decisión de un juez que no tiene prisa en otorgar la custodia. Cuando los hermanos y hermanas deciden quedarse a vivir juntos, el mayor carece de potestad para hacer la solitud, porque una condición es no tener parentesco filial con la víctima.
Si enferman, recibir asistencia es una odisea. La muerte de la madre los deja también sin cobertura del seguro médico cuando esta lo poseía. Igual sucede cuando el padre asegurado se suicida tras cometer feminicidio o está en la cárcel.
Son eso: hijos e hijas de un drama del que la sociedad no quiere darse por enterada. Ni cuando son víctimas de la violencia intrafamiliar ni cuando esta violencia le quita a la madre. Una sociedad apática y desentendida porque, al final, esa desdicha no es suya.
El 59 % de los huérfanos son varones y el 41 %, mujeres. Más de la mitad tenía entre dos y trece años el día del crimen; el 23 % entre catorce y diecisiete años y el resto eran jóvenes adultos. Entre las respuestas a la desgracia de que son víctimas involuntarias, un 45 % de los varones y un 18 % de las hembras desertan de la escuela o bajan estrepitosamente su rendimiento. Hasta aquí los porcentajes, si bien el estudio continúa ofreciéndolos al abordar otras variables.