El shitstorm

Casi ningún otro fenómeno actual es objeto de la atención que reciben las redes sociales. No hay campo del pensamiento académico y analítico al que escapen. Lo merece el cambio social que han provocado. En buena medida, son responsables del giro copernicano en la noción moderna de intimidad y sujeto, y de haber alterado la comunicación.

El vértigo de la exposición, los likes, o su ausencia, y la liberación de dopamina, convertidos en adicción, han mutado al sujeto real en sujeto digital. Se vive en las redes y para las redes. Se fabrican identidades prêt-à-porter para influir en los inciertos receptores del mensaje. Por su pasarela desfilan todos los propósitos, incluida la pretensión de superioridad moral empaquetada para el consumo. 

El fenómeno es global, como los mercados, la política y hasta el mal gusto. En estos tiempos, lo transversal es norma. Pero esta globalidad no resta pertinencia a la mirada preocupada sobre lo local, menos aún en estos tiempos electorales, cuando las redes «arden», ese presente de indicativo que ilumina casi cualquier motivo o evento, por lo general escamoteado por los medios tradicionales a las propias redes, en una retroalimentación que nutre el morbo.

Pensemos en X, antigua Twitter, espacio ideal para desfogar los instintos, que no solo por la 42 se pasea la delincuencia. En la red, el tuitero se esponja y se da licencia para todo. Anónimo, bot automatizado, trol, cuenta paródica, pseudónimo o cuerpo, se permite lo que Pablo Malo llama «difamación ritual» y Byung-Chul Han, shitstorm, que traducido literalmente habla de tormenta fecal, con todos sus olores.

Dice el filósofo surcoreano que la shitstorm es «un fenómeno genuino de la comunicación digital», por lo general anónimo, que anula la responsabilidad de enmerdar al otro, aun cuando no se conozca. Para Malo, el poder de la difamación ritual reside en su capacidad de intimidar, de aterrorizar a su víctima. De arrinconarla y ponerla a defensiva.

Una y otra las ha sufrido recientemente Omar Fernández y las sufre a diario el presidente Luis Abinader, también otros funcionarios y políticos, para hablar sólo de ellos, pero el catálogo de víctimas es largo y diverso. No hay crítica de ideas, sino pura necesidad de escándalo. A veces de venganza impune.

En tiempos electorales, los oficiantes del rito difamatorio no descansan y la shitstorm salpica todas las candidaturas. No hace falta pruebas, el infundio se basta a sí mismo; ni motivo para esparcir excremento. El tuitero no está obligado a guardar respeto por nadie ni por nada. Vive en un mundo paralelo en el que su yo real se diluye. Esta es su gloria.

Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.

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