Temas lingüísticos en los periódicos
¿Se han preguntado ustedes alguna vez qué hace una columna dedicada a las palabras en las páginas de un diario? ¿Una rara avis posada entre titulares alarmantes, cifras abrumadoras y un sinfín de malas noticias?
La idea nació de mi querida Inés Aizpún hace ya casi catorce años. Nada innovador; en la prensa dominicana ha habido ilustres precedentes de columnas de divulgación sobre temas lingüísticos y literarios. La chispa consistía en que esta columna debía acercarse a la lengua y a las palabras con cierta dosis humor, a la que yo he añadido, y los que me leen lo saben, una pizca de ternura y mucha pasión. Que la receta, que más parece la de una pócima mágica, ha funcionado, para mi contento, lo demuestra que he escrito y ustedes han leído, si incluimos esta de hoy, seiscientas ochenta y siete Eñes.
Se trata, con Benedetti, de «defender la alegría», de darle espacio a aquello a lo que es muy difícil ponerle precio. La lengua, las palabras, la literatura son dificilmente evaluables en términos numéricos, los que priman hoy. Contamos los hablantes –casi seiscientos millones para el español–, pero esa cifra no nos dice nada de lo que la lengua representa para cada uno de ellos, para su capacidad de comunicarse, de aprender, de crear. Contamos las palabras. El Diccionario de la lengua española incluye 93 000; el Diccionario de americanismos, 70 000; nuestro querido Diccionario del español dominicano, 11 000. Pero ninguno de esos números se acerca a explicar el tesoro que para nosotros representan, desde la más dominguera a la más humilde. Contamos los libros que se publican, el número de lectores, los beneficios, o no, que generan sus ventas. Ninguno de estos datos explica la trascendencia de la literatura para cada lector, para la sociedad que, aun sin saberlo, se mira en ella y avanza; ninguno de ellos nos dice qué obra pervivirá en la posteridad y cuál quedará en papel mojado. Escribió Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray que «hoy día la gente conoce el precio de todo, pero no sabe el valor de nada». El «hoy» de Wilde se parece en esto al nuestro. Yo, con Todorov, y espero que mis lectores también, lo tengo claro: «Si hoy me pregunto por qué amo la literatura, la respuesta que de forma espontánea me viene a la cabeza: porque me ayuda a vivir».