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Barack Obama en la Casa Blanca

Barack Obama en la Casa Blanca

Barack Obama en la Casa Blanca

-“¿Y? ¿Qué se siente?”

Fue la pregunta que George W. Bush le hizo al recién electo presidente de Estados Unidos cuando él y su esposa le invitaron a conocer la Casa Blanca antes de su juramentación.

-“Es demasiado. Seguro que lo recuerdas”, le contestó Barak Obama, una vez pudieron estar solos en el despacho Oval, luego de que hubiese pasado el encuentro con los periodistas y Michelle se fuese a recorrer las habitaciones con la señora Bush.

-“Sí, lo recuerdo. Parece que fue ayer. Aunque, te lo advierto…es todo un viaje el que estás a punto de empezar. No hay nada parecido. Hay que recordarlo todos los días para valorarlo”. Bush, recuerda Obama, había permitido que todo fluyera sin problemas durante el periodo de transición para que nada obstaculizara el proceso de su instalación como nuevo mandatario.

El joven dependiente de un Baskin Robbins, que había nacido en Honolulu, Hawái, hijo de un economista de Kenia, en el este africano, y de una antropóloga norteamericana, había realizado sus estudios primarios en Yakarta, Indonesia, luego de que su madre se divorciara de su padre y volviese a casarse con un indionisio. Al regresar a los diez años se fue a Los Angeles para completar sus estudios secundarios, y luego a Columbia para estudiar Ciencias Políticas y finalmente a Harvard donde se graduó con honores en Ciencias Jurídicas. En Chicago se destacó por sus labores de servicio social comunitario y luego como abogado especializado en derechos civiles.

Después de un largo recorrido, Barack Obama había conquistado la presidencia norteamericana en 2008, venciendo al republicano John McCain, considerado un héroe nacional, por más de 10 millones de votos y con un 45.4% de los colegios electorales. Bar, como le llamaban sus abuelos, entraba a la Casa Blanca junto a un equipo de jóvenes que le habían acompañado en toda su carrera política, sobre todo en las cruciales primarias en que venció a Hillary Clinton. Apenas juramentarse, chocó con la realidad. Más de la mitad de las 25 entidades financieras más importantes de Estados Unidos habían colapsado, algunas habían tenido que fusionarse para poder sobrevivir. La implosión de Wall Street había arrastrado consigo a los tres grandes fabricantes de automóviles, Ford, GM y Chrysler. La burbuja inmobiliaria generada por las hipotecas subprime ponía en jaque la economía norteamericana. Los mercados financieros estaban paralizados. Y alrededor de 481 mil estadounidenses habían perdido sus empleos. Frente a este panorama, Obama –contrario a lo que se habitúa en República Dominicana– escogió un equipo de expertos para que le ayudaran a dirigir el país y pusieran el equilibrio a la tropa de jóvenes que le habría de acompañar hasta el final en sus tareas de gobierno. Los principales puestos fueron ocupados por seguidores de su rival interno, y ahora vicepresidente, Joe Biden, de las administraciones de Clinton y Bush, así como por reputados líderes republicanos, llegando a confirmar como secretario de Defensa al mismo del gobierno anterior, “un halcón de la Guerra Fría, un miembro acreditado del establishment en asuntos de seguridad nacional”. Junto a su archirrival Hillary, designada en la Secretaría de Estado, Obama estaba convencido de que había formado un equipo de rivales.

Empeñado en producir un cambio radical en el seguro de salud, que favorecería a 20 millones de estadounidenses sin protección sanitaria, Barack tendría por delante una nueva batalla. Junto a la recuperación económica, este era, sin dudas, el proyecto en el que puso sus mayores energías. El Congreso tenía sus mañas que él conocía muy bien. Lograr pasar una ley en el congreso norteamericano puede tardar muchos meses y años. El “filibusterismo”, como se conocen las tácticas dilatorias de los congresistas, acabarían por ser, en sus propias palabras, “la peor migraña política de mi presidencia”. Agréguese a esta situación, el hecho de que, desde prácticamente la fundación de Estados Unidos, las dos cámaras del Congreso se odian a muerte. No importa que seas republicano o demócrata. “Los senadores consideran a los miembros de la Cámara de Representantes impulsivos, provincianos y desinformados, mientras que estos suelen ver a los primeros como charlatanes, pomposos e insuficientes”. Para un presidente pasar una ley tiene que enfrentarse a “tácticas indignantes como el uso de fondos estatales para conseguir votos, el intercambio de favores y el clientelismo”. Obama formó entonces la Banda de los Cuatro. Un pequeño grupo que, mediante alianza, le ayudarían a enfrentar las veleidades de los congresistas y las pugnacidades de los contrarios: el líder republicano del Senado, Mitch McConnell; la presidenta de la cámara, Nancy Pelosi; el líder republicano de la cámara, John Boehner; y el líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid. Con ellos, estaba en capacidad de enfrentar el boicot de los republicanos que se manifestó desde el primer día de su gobierno, a Sarah Palin y el Tea Party, y a los multimillonarios que hasta un cónclave realizaron en un resort de California para planificar su campaña contra Obama, alentados por la idea de que los impuestos y las regulaciones preparaban el camino hacia el socialismo. Justo el predicado que recogería luego Donald Trump para enfrentar a Joe Biden.

Fumando una cajetilla diaria de cigarrillos –vicio que luego abandonaría- el capitalismo fue recomponiéndose, los bancos fueron recuperándose y la economía se revitalizó casi al final de su primer mandato. Todavía, Obama debía enfrentar las presiones del Pentágono, la venenosa crítica de algunos medios de comunicación, los dilemas de la política exterior, el drama de los dreamers, las situaciones en Irak y Afganistán, la guerra contra Al Qaeda, la batalla para escoger a los nuevos miembros de la Suprema Corte y el pánico que generó la posibilidad de una pandemia, al surgir un extraño brote de gripe en México que la OMS confirmaría como una variación del virus H1N1, declarándola como la primera pandemia global en cuarenta años, sin que Estados Unidos estuviese preparado para enfrentarla. Diariamente, a la hora del desayuno, Obama recibía, como todos los presidentes norteamericanos, el informe diario elaborado por la CIA y los otros organismos de inteligencia. Diez o quince páginas que constituían su primera lectura del día y que Michelle, su esposa, calificaba del “libro de la muerte, destrucción y cosas horribles”. Desde ese momento y hasta altas horas de la noche, Obama no sabía lo que era descansar, abrumado por las contingencias del cargo. Todo, mientras el Obamacare no terminaba su trayectoria.

En sus memorias se ofertan revelaciones y críticas demoledoras, a más de anécdotas muy descriptivas que él maneja con sentido de humor y una dosis calculada de ironía. “Si hubiera desmantelado los grandes bancos y enviado a la cárcel a unos cuantos delincuentes de cuello blanco; si hubiera puesto fin a los desorbitados paquetes salariales y a la cultura ‘cara, gano yo; cruz, pierdes tú’ de Wall Street, tal vez hoy tendríamos un sistema más equitativo que sirviera a los intereses de las familias trabajadoras en lugar de a un puñado de multimillonarios”. O la crítica que hubiésemos querido escuchar por decenios de un presidente norteamericano: “Nos inmiscuimos en los asuntos de otros países, a veces con resultados desastrosos. Nuestras acciones a menudo contradecían los ideales de la democracia, la autodeterminación y los derechos humanos que afirmábamos personificar”. O esta otra sobre los errores económicos: Mientras Estados Unidos sermoneaba a algunos países “con regulaciones prudentes y administraciones fiscales responsables, nuestros sumos sacerdotes de las finanzas estaban en las nubes, tolerando burbujas de activos y fiebres especulativas en Wall Street que eran tan imprudentes como cualquier cosa que estuviera sucediendo en Latinoamérica y Asia”.

Cuando finalizó su mandato, Barack Obama había salvado la economía estadounidense de una depresión en curso, había estabilizado el sistema financiero global, impidió el colapso de la industria automovilística, puso vallas de contención a Wall Street, hizo inversiones cuantiosas en energías limpias y en infraestructura, redujo la contaminación atmosférica, conectó internet en zonas rurales, promovió un programa de becas directas a jóvenes que no tenían maneras para llegar a la universidad, consiguió la aprobación de leyes que tuvieron impacto real en la gente, logró, al fin, implantar un nuevo sistema de salud, y pudo ver, por primera vez en la historia, en vivo y directo, el fin de Osama bin Laden. Nunca fue muy religioso, pero aprendió desde el primer día de su mandato una oración para que Dios le guiara, según sus propias palabras, y que repetiría cada una de las noches en que fue presidente. Pero, sobre todo, comprendió al cabo de ocho años que la presidencia de Estados Unidos era un asunto muy complejo, y que esa misma presidencia “es como un coche nuevo que comienza a devaluarse en el mismo instante en que lo sacas del concesionario”. Y lo que es más aún, lección para todos los que han leído ya, puedan leer o estén leyendo sus invaluables memorias: “No importa lo que te digas a ti mismo, ni lo mucho que hayas leído, ni la cantidad de informes que hayas recibido, ni los veteranos a los que hayas conseguido reclutar de las administraciones previas, no hay nada que te prepare para las primeras semanas en la Casa Blanca”.

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