Estados Unidos sanciona a siete miembros del Gobierno ruso por el envenenamiento y arresto de Navalni
La Administración de Joe Biden ha anunciado este martes por la mañana sanciones a siete miembros del Gobierno ruso próximos a Vladímir Putin, por el envenenamiento y posterior arresto del líder opositor Alexéi Navalni. El castigo, coordinado con la Unión Europea, supone el bloqueo del acceso de estos individuos a sus activos financieros y de todo tipo en Estados Unidos. Washington también introducirá controles sobre varias entidades involucradas en la producción del agente biológico utilizado para atacar al Navalni.
La primera represalia del nuevo Gobierno estadounidense contra el Kremlin es limitada y selectiva, concentrada en un grupo de altos cargos cercanos a Vladímir Putin, en la línea misma línea que la acordada por los aliados europeos. El presidente republicano Donald Trump había rehusado culpar directamente a Putin del envenenamiento a Navalni y evitado sumarse a las sanciones europeas, a diferencia de lo ocurrido con el ataque químico al agente doble Sergei Skripal en 2018, cuando sí replicó las medidas tomadas por sus aliados del otro lado del Atlántico.
Biden cambia de tercio. Este martes, junto con las sanciones, también desclasificó la conclusión de sus servicios de inteligencia sobre el caso Navalni, que apuntan al Servicio de Seguridad de Rusia (su gran agencia de inteligencia) como responsable del envenenamiento. El demócrata, con todo, no ha lanzado las medidas contra el propio Putin o los grandes capos del espionaje ruso, lo que permite frenar una escalada de tensión. Queda aún pendiente de anunciar su respuesta al masivo ciberataque de 2020 a nueve agencias gubernamentales estadounidenses y a unas 100 empresas privadas, en una operación conocida como Solarwinds.
Navalni, activista contra la corrupción y uno de los grandes azotes del Kremlin, sufrió un grave envenenamiento en Siberia en agosto de 2020 y viajó a Alemania para curarse. Cuando regresó a Rusia, el pasado 17 de enero, fue arrestado de inmediato, acusado de violar los términos de la libertad condicional que le había impuesto una sentencia de 2014. Aquel fallo le había suspendido una condena después de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos la tachase de “arbitraria e injusta”.
Ahora está condenado a cumplir la condena, lo que le obligará a pasar tres años y medio en una colonia penal (una cárcel en la que los reclusos generalmente siguen un régimen de trabajo), ante al estupor de la comunidad internacional y pese a la resolución cautelar del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha exigido la liberación “inmediata” del opositor alegando que su vida corre peligro entre rejas.
En Europa conviven las voces alarmadas por la deriva autoritaria de Moscú y las de las grandes capitales, como Berlín, que defienden reacciones muy progresivas. En Estados Unidos, Trump pasó cuatro años mostrando una sorprendente cordialidad hacia el dirigente ruso, que estaba acusado de haber orquestado una campaña de injerencia electoral en 2016. El entonces presidente estadounidense cuestionó la palabra de los servicios de inteligencia de su país y de su propio Departamento de Justicia y dio el beneficio de la duda a Putin, que siempre negó la acusación. El apoyo levantó ampollas porque aquella interferencia en las presidenciales iba dirigida precisamente a favorecer su victoria frente a la demócrata Hillary Clinton.
El cambio de Gobierno ha puesto en la Casa Blanca a un viejo conocido de Putin, un exvicepresidente de la Administración de Barack Obama que vivió ocho años de relación muy difícil con Rusia. No empieza ahora un periodo más fácil. El 19 de febrero, en su primer discurso en una cumbre internacional, una Conferencia de Seguridad de Múnich virtual, Biden apuntó hacia Moscú: “Putin busca erosionar nuestra alianza trasatlántica porque para el Kremlin es mucho más fácil atacar y amenazar a los países de forma individual que negociar con una alianza unida”.