Jorge Luis Borges en El Ateneo
Conocí a Borges una tarde de autores en la Librería El Ateneo de Buenos Aires, sita en el número 340 de la peatonal calle Florida, en la primavera de 1969. Con su párpado derecho caído, bastón en mano y de la mano de su esposa Elsa Astete Millán, llegó un tanto rezagado a la cita de autores convocada por la principal librería porteña. Ya en el interior se hallaba Ernesto Sábato, con gafas oscuras que le daban un aspecto de ciego (remedo quizá de su Informe sobre ciegos contenido en Sobre Héroes y Tumbas y del cornudo personaje Allende de El Túnel). Igual Leopoldo Marechal, regordete con semblante bonachón, Eduardo Mallea, alto y sobriamente elegante, Alfredo Bioy Casares, apuesto y algo tímido, quien rápidamente formó círculo en torno a su amigo Jorge Luis Borges, colega de autoría de cuentos policiales publicados bajo el seudónimo compartido de Bustos Domecq.
Al fondo, con bufanda de fina seda prensada por un camafeo de amatista, chaleco y pañuelo también de seda, los dedos repletos de anillos y pedrería, se destacaba una figura amanerada y aristocrática que llamaba inmediatamente la atención por su atuendo extravagante. Se trataba de Manuel Mujica Láinez, Manucho, narrador algo barroco, autor de una excelente novela, Bomarzo, que sólo en los últimos tiempos ha sido descubierta por los europeos. Estudiadamente coqueto, Mujica se deslizaba por el salón como una danzarina patinadora sobre hielo, arrastrando tras de sí la corte de admiradores.
Más cercanas al primer círculo de este Ateneo que congregaba a la créeme bonaerense de la literatura, se encontraban las escritoras Victoria Ocampo, la acaudalada matrona de las letras argentinas, auspiciadora desde la década del 30 de tertulias en su villa que hicieron época y de la importante revista Sur, que nucleó a lo más granado del intelecto latinoamericano. Su hermana Silvina, casada con Bioy Casares, la consagrada novelista Silvina Bullrich, y una rubia narradora de incuestionables atractivos, Martha Lynch.
A cada escritor que pude lo abordé, hambriento de conocimiento directo sobre personalidades cuyas obras habían provocado mi deleite o acerca de los cuales tenía referencias de su significación en las letras argentinas, a través de revistas literarias y del excelente semanario porteño Primera Plana.
Borges fue un objetivo claro. Inducido por mi compañero de apartamento en Santiago de Chile, Federico Nadal, me había iniciado en la lectura de este magnífico escritor. El Aleph y Ficciones fueron las primeras obras en ser devoradas, gracias a la gentileza de Fillo, quien me las prestó. Ambas, editadas por Emecé en sobria cubierta blanca, fueron adquiridas por mí en la librería bonaerense, junto a Obra Poética, y autografiadas por el autor. Al igual que otros asistentes, formé un ron en torno al memorioso y erudito maestro, buscando la cercanía, rascabuchando los sabios parlamentos.
Siempre se ha hablado de un Borges distante y suficiente. La imagen que retiene mi memoria de adolescente ávido de lecturas y de nuevos mundos, es la de una figura amable, quien consciente de su papel en una tarde de intercambio entre escritores y público, se conducía con sencillez, respondiendo pedagógicamente preguntas acerca de su obra y otros tópicos literarios. Una cierta sonrisa -quizá de satisfacción- frecuentaba el fino trazo de sus labios. El único tema que orilló en mi presencia fue el de la política, indicando con aparente humildad, que sólo era un escritor de ficciones. Atento, a su lado, permanecía su fiel amigo Bioy Casares, de cuya colaboración intelectual nacieron cuentos maravillosos y una insuperable Antología de la Literatura Fantástica.
Sábato me pareció más seco. Más reservado, en consonancia con sus notorias gafas impenetrables y ese porte de profesor universitario de física nuclear. De mediana estatura, poco pelo y frente ancha, vestía ropa oscura -chaqueta marrón de lana y camisa negra abotonada sin corbata. Charlé brevemente con él, ocasión que aproveché para que me autografiara Sobre Héroes y Tumbas, y su novela corta El Túnel, una verdadera joya doblemente buena por la eficacia del relato. En un almacén de libros de remate ubicado en Corrientes, encontré su excelente ensayo sobre Pedro Henríquez Ureña, de cuyo magisterio se declaraba beneficiario agradecido. Asimismo adquirí El escritor y sus fantasmas, una reflexión que motivaría a nuestro Jimenes Grullón a escribir su contradictor perdigonazo Anti Sábato.
Con Leopoldo Marechal tuve también otra aproximación, a fin estampara su firma en sendas obras: Adán Buenosaires y El banquete de Severo Arcángelo. Siendo figura consagrada y madura de la literatura argentina, lucía persona de porte provinciano y bonachón, sin ínfulas de gran escritor. Amable y conversador, infundía confianza paternal. Para mí sería una grata revelación, dado el desconocimiento que a ese momento tenía de su obra narrativa.
De otros escritores argentinos, jóvenes y maduros, llené de libros mis alforjas de estudiante universitario suelto sin riendas por el Cono Sur. De Jorge Onetti –vástago del uruguayo Juan Carlos Onetti-, adquirí Cualquiercosario, galardonado en 1965 con el premio de cuento de Casa de las Américas; de la Bullrich, Los burgueses; de Mallea, Todo verdor perecerá. De David Viñas -a quien conocí en Chile en el Encuentro Latinoamericano de Escritores cultivando una buena amistad reforzada por la gastronomía y cuya novela Los hombres de a caballo había leído, ganadora del Casa de las Américas de la Cuba encandiladora en entonces-, compré su ensayo crítico Literatura argentina y realidad política.
Asimismo, de Eduardo Gudiño Kieffer –un experimentalista en el manejo del lenguaje narrativo a lo Manuel Puig y su Boquitas pintadas-, su apetitosa novela Para comerte mejor. Los títulos de Julio Cortázar, Rayuela, Todos los fuegos el fuego, e Historia de Cronopios y Famas, ya habían sido previamente consumidos en Santiago de Chile y eran materia cotidiana en las conversaciones universitarias. Corporizándose la tipología cortaziana de personajes en los juegos retóricos de intercambio coloquial en la cafetería del Centro de Estudiantes o en el avecindado restaurante Las Garzas.
Un verdadero acontecimiento para mí fue conocer la obra del escritor polaco Witold Gombrowicz, radicado en Argentina entre 1939 y 1963. Su Ferdydurke, repleto de nudos existenciales y referencias nebulosas a descubrir cual ejercicio criptográfico, fue tema de conversación frecuente con Fillo Nadal en nuestros años universitarios. En 1962 al cuestionarle La Nación sobre su relación literaria con Borges, el polaco aporteñado respondió: «Me encuentro con él a veces, pero sólo en las notas de la prensa europea donde nos mencionan juntos. Aprecio a este escritor, pero confieso que pertenecemos a mundos muy diferentes».
Uno de los colegas de romerías del polaco era el poeta y narrador cubano Virgilio Piñera, del grupo Orígenes, quien residiera durante 12 años en Buenos Aires desde 1946, acogida su obra por Borges en las revistas literarias Anales de Buenos Aires y en Sur de la Ocampo. Victimizado luego por la represión a la disidencia intelectual ejercida en los 70 por la nomenclatura revolucionaria cubana que castigara al poeta Heberto Padilla y declarara persona non grata al diplomático y narrador chileno Jorge Edwards.
En su Diario Gombrowicz escribió: «¿Cuáles eran las posibilidades de comprensión entre esa Argentina intelectual, estetizante y filosofante y yo? A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París…» Nominado al Nobel en 1967 y fallecido en 1969, hoy la genial literatura gombrowicziana ha sido reivindicada en Europa y Estados Unidos. Y en su patria, la católica Polonia, que declaró 2004 Año de Gombrowicz, en ocasión del centenario de su natalicio.
Fue aquella mi primera experiencia porteña en primavera. Antes me había tocado el pegajoso verano bonaerense con sus repentinos monzones torrenciales y lo mismo su húmedo invierno. Los porteños, damas y caballeros haciendo gala de vestir elegante, se habían lanzado sobre la avenida Santa Fe para recibir alborozados la estación de las flores con un desfile de carrozas. El tango vanguardista de Astor Piazzola se colaba melancólico en las aceras congestionadas de la calle Lavalle. La voz de raíz profunda de tinaja quechua, de cañaveral tucumano y trigal maduro santafecino, de vendimia mendocina y zamba de tiempo nuevo de Mercedes Sosa, se me enredaba melosa en los remaches del alma.
Esa tarde de deslumbramiento intelectual sería uno de los goces existenciales que me brindó Buenos Aires. Atrás había quedado el impresionante cruce cordillerano, recorrido desde la metropolitana Santiago de Chile a la provinciana Mendoza y la consiguiente travesía del tren de Ferrocarriles Argentinos que, como una bala silbando, había penetrado la inmensidad pampeana, vulnerando la vastedad del silencio.
En 1990 regresé a mi Buenos Aires querido –como reza el tango de Gardel y Le Pera que mi madre interpretaba con registro melancólico- junto a Manolito García Arévalo. Y en obligado plan de bibliófilos arribamos motivados a la librería El Ateneo. Majestuosa, impecable, con sus estanterías repletas de libros de todo tipo. Grande sería el desconsuelo al encontrar reticencia del personal a cuadrar la venta. No había precio.
Un código alfanumérico en el libro servía de referencia para indagar en el mostrador central el tipo de cambio al minuto. Luego, se aplicaba una fórmula de conversión proyectada. Para finalmente declararle al cliente que se prefería no vender por temor al riesgo de perder en la operación, dada la volatilidad cambiaria. Así las cosas, nos iría mejor en las librerías de viejo, atendidas por sus amables propietarios, libreros veteranos olientes a vieja pólvora de letras y a lomo de libros redomados.
Además, en esa ocasión de los 90, El Ateneo ya no aposentaba a Borges, fallecido en 1986, y a sus amigos letrados. Elsa Astete, presentada por Henríquez Ureña a Borges en La Plata en 1931 cual Cupido propiciador, había sido reemplazada por María Kodama, recién llamada al hábitat del Señor. Como en el tango Cambalache, todo había cambiado.