Las presiones domésticas e internacionales acorralan a la Junta Militar birmana
A punto de cumplirse un mes del golpe de Estado en Myanmar (antigua Birmania), la Junta Militar que se impuso a los mandos el 1 de febrero se enfrenta a una encrucijada, con protestas que no cesan por todo el país y sanciones y presiones en aumento en el ámbito internacional. Un masivo movimiento de desobediencia civil ha paralizado hospitales y bancos, entre otros servicios fundamentales, poniendo en peligro la ya de por sí frágil economía birmana. Una situación que puede tomar muy distintos derroteros en el corto y medio plazo: o bien llevando a los militares a la mesa de negociaciones, o resultando en medidas aún más represivas que las vistas hasta ahora, con cuatro fallecidos –incluyendo un policía- durante las protestas y más de medio millar de arrestados.
Los indignados no son solo los jóvenes o los defensores de la Liga Nacional para la Democracia (NLD, por sus siglas en inglés) de Aung San Suu Kyi, la líder de facto del depuesto Gobierno civil y arrestada desde el golpe. En los últimos días, desde que el lunes millones de personas ocuparan las calles de unas 300 ciudades y localidades del país en respuesta a una llamada a la “revolución” (elegida en una fecha auspiciosa, el 22/02/2021, rebautizada como “22222”), las protestas contra un golpe que ha suspendido la transición democrática iniciada hace una década se perciben cada vez más heterogéneas. Grupos de minorías étnicas se manifestaban en varios lugares de Myanmar esta semana, a la vez que funcionarios de ministerios y personal sanitario. Banqueros, recaudadores de impuestos y otros empleados del sector financiero se han sumado al que ya es el mayor movimiento de desobediencia civil vivido en el país, prácticamente paralizando el sistema bancario, lo que hace que se corra el riesgo de que no se puedan pagar las nóminas a fin de mes en los próximos días.
“La respuesta de la sociedad ha sido extraordinaria. Estoy convencida de que (los militares) no se esperaban esta reacción. Las protestas crecen día tras día. El día de la ‘revolución 22222’ los medios locales hablaron de la participación de 20 millones de personas (casi la mitad del total de la población, de 54 millones)”, afirma Wai Wai Nu, activista de derechos humanos y miembro de la minoría musulmana rohinyá, durante una videoconferencia.
A medida que las protestas y el movimiento de desobediencia civil han aumentado, también lo ha hecho la represión. Este jueves, partidarios del régimen militar atacaron a manifestantes en Yangón, la mayor ciudad del país, mientras la policía abría fuego para dispersarlos. Desde el golpe, tres personas han fallecido debido a la violencia policial durante las manifestaciones –una joven de 20 años que murió el pasado viernes por un tiro en la cabeza en la capital, Naypydó, y dos hombres en Mandalay-, así como un policía, según las autoridades. La Asociación para Prisioneros Políticos de Myanmar eleva la cifra a ocho, incluyendo otros incidentes ocurridos en paralelo a las protestas, en ocasiones debido a enfrentamientos entre partidarios de la Junta y manifestantes en varias ciudades del país, así como docenas de heridos. Aunque se trata de episodios de violencia de momento esporádicos, los militares también han recurrido a otras tácticas coercitivas, como cortes en las telecomunicaciones, arrestos y redadas nocturnas, que hacen temer que su actuación vaya a más.
Es una opción que nadie descarta en ese tenso pulso con los manifestantes, quienes no parecen tener planes de rendirse. “Este no es el final de la movilización, que ha sido enorme y continuará siéndolo. La ira popular permanece activa”, vaticina Christopher Lamb, exembajador de Australia en Myanmar. Lamb cree que, a medio plazo, las protestas lograrán ejercer la presión suficiente para reconducir al país por el camino de la democracia, argumentando que su apoyo proviene también de sectores influyentes y que algunos altos cargos del Ejército no estarían de acuerdo con las decisiones tomadas por su comandante en jefe, Min Aung Hlaing. “El lunes se pudo ver cómo antiguos miembros del Gobierno de Thein Sein (bajo cuyo mandato se inició la transición democrática en 2011) participaban en las huelgas. Y hay altos rangos militares preocupados por la actuación de Min Aung Hlaing”, expone.
Una división considerable en el cuerpo castrense podría poner en aprietos los planes de Min Aung Hlaing, pero no es una hipótesis sobre la que haya consenso. Aunque ha habido deserciones en el pasado, durante sus 60 años de existencia el Tatmadaw –como se conoce al Ejército- ha mantenido un alto grado de unidad, en parte sustentada en el interés común de preservar el alto estatus económico e institucional del que goza en el país.
Además de las presiones domésticas, las externas también acechan a la Junta. Estados Unidos ha impuesto hasta la fecha sanciones contra 12 miembros del Ejército y compañías controladas por los militares. Canadá y el Reino Unido han seguido la misma línea, mientras la Unión Europea sopesa hacerlo. No obstante, son China y Rusia, los principales suministradores de armamento del Tatmadaw, los que tendrían más margen de influencia, y aunque ambos apoyaron una declaración del Consejo de Seguridad de la ONU urgiendo a la liberación de Suu Kyi, vetaron condenar el golpe y no se prevé que sigan la línea de las sanciones. Otros países, como Singapur y Japón, el principal y el tercer mayor inversor de Myanmar –tras China-, respectivamente, tampoco han tomado aún medidas drásticas. “En este punto es crítico que los países occidentales trabajen con Japón y Singapur para asegurarse que hay sanciones coordinadas contra el Ejército”, considera Hunter Marston, analista del sureste asiático y colaborador del Instituto Lowy.
Mientras 137 ONG de 31 países han urgido al Consejo de Seguridad de la ONU a que imponga un embargo de armas global a Myanmar, activistas como Wai Wai Nu también piden que la comunidad internacional ayude directamente al movimiento de desobediencia civil birmano, para que no pierda fuelle. Está por ver, no obstante, qué dirección toma la Junta si continúa el arrinconamiento tanto en el ámbito nacional como internacional. “En el corto plazo, siento cierta ansiedad por cómo los militares van a responder. Aunque el movimiento de protesta es inspirador, el historial de sangrienta represión del Ejército me hace ser temeroso. No es conocido por su capacidad de desescalada, precisamente”, apunta Marston.
Más mediación
El primer encuentro diplomático entre un alto cargo de la Junta y un representante de un país extranjero se produjo esta semana en Bangkok. Allí, Wunna Maung Lwin, designado ministro de Exteriores tras el golpe de Estado, se reunió con sus pares de Tailandia e Indonesia, un encuentro muy criticado por los manifestantes por el barniz de legitimidad que la cita concedía al régimen militar birmano. La ministra indonesia, Retno Marsudi, que encabeza los intentos de mediación, canceló en el último momento una visita anunciada a Myanmar. Se espera que otros países de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN, de la que Myanmar forma parte), entre ellos Singapur, se sumen a las charlas.
Para la Junta, encontrar interlocutores resulta fundamental si quiere evitar que Myanmar vuelva a ser el estado paria que fue durante el medio siglo del anterior régimen castrense (1962-2011). Todavía podría confiar en que las protestas decaigan por presiones económicas o por la propia pandemia, como sucedió en la vecina Tailandia el pasado año, al contrario de lo ocurrido en Filipinas en 1986 o en Indonesia en 1998, donde sí lograron derrocar los regímenes de Ferdinand Marcos y Suharto, respectivamente.