El golpe de Estado en Myanmar lleva al límite la desesperada situación de los rohingyas
“Nunca lograremos justicia por parte del Gobierno de Myanmar. Nunca conseguiremos solución a nuestros problemas; no hay paz, no hay seguridad, no hay libertad”, denuncia arrastrando un pesar acumulado durante sus seis décadas de vida Noor Ahmed. El hombre, que ha pasado la mayor parte de su existencia como refugiado rohinyá en el vecino Bangladés, se manifiesta “triste y preocupado” por la vuelta al poder de los militares en su Myanmar natal tras el golpe de Estado del pasado lunes. Una asonada que ha puesto a los mandos del país al comandante en jefe del Tatmadaw –como se conoce al Ejército-, Min Aung Hlaing, el hombre detrás de lo que la ONU calificó de un intento de genocidio contra esta minoría musulmana.
Para los rohingya, considerados por Myanmar inmigrantes ilegales bengalíes pese a que llevan siglos en el estado occidental birmano de Rajine, próximo a Bangladés, el golpe de Estado es el remate a una vida lastrada por incontables desgracias. “Es una pesadilla que no da tregua”, asegura Ahmed desde Katupalong, en Cox’s Bazar (Bangladés), el mayor campo de refugiados del mundo, donde entre agosto y septiembre de 2017 huyeron unos 700.000 rohinyás durante una campaña militar de “limpieza étnica” en la que se ordenaron asesinatos en masa y violaciones en grupo, según la ONU.
Esta minoría se encuentra en una nueva encrucijada: los 600.000 que se estima que aún viven en Rajine, incluyendo unos 120.000 confinados en campos de detención, tal y como denunció el pasado año la ONG Human Rights Watch, temen que el arresto de la que fuera líder de facto del país, Aung San Suu Kyi, y decenas de miembros de su formación, la Liga Nacional para la Democracia (NLD, por sus siglas en inglés), ganadora de los comicios del pasado noviembre, empeore aún más su situación. “Hay mucho miedo de que se militaricen más las zonas (de Myanmar) donde viven las minorías étnicas. Tras el golpe, en Rajine se cortaron casi del todo las telecomunicaciones. Los que viven allí están aterrorizados por lo que les va a ocurrir”, advirtió esta semana en una videoconferencia de prensa la activista rohingya Wai Wai Nu.
Como ella previene, Mohammed Saddak, de 55 años y residente en los campos de Cox’s Bazar, cuenta desde allí que sus parientes en Rajine le han asegurado que irán a Bangladés si la situación empeora. “Si no liberan a los detenidos de la NLD. Bangladés es mucho más seguro que Myanmar”, afirma.
Pese al hacinamiento de los campos de Cox’s Bazar, donde a los 700.000 rohingyas que huyeron en 2017 se suman otros 300.000 que ya habían escapado allí en años anteriores, la sensación es que el regreso de los militares imposibilita la vuelta a Myanmar. Una opción que parecía tomar forma, después de que representantes de Myanmar y Bangladés se reunieran el pasado mes para discutir vías de repatriación, que podrían arrancar en junio, si bien este planteamiento era antes del golpe militar. “Deseo poder ir a mi país y ver mi casa y mi tierra de nacimiento, pero ahora todas las puertas están cerradas. Es totalmente imposible”, lamenta Saddak.
Aunque ningún Gobierno, civil o militar, ha defendido los derechos de los rohingya en Myanmar, de mayoría budista, esta minoría musulmana había depositado ciertas esperanzas en que el ascenso al poder de Aung San Suu Kyi –líder de facto del país desde 2015- mejorara su porvenir. Algo que, no obstante, la misma Nobel de la Paz de 1991 descartó públicamente cuando en diciembre de 2019, tras años manteniendo un perfil público bajo frente a la violencia contra los rohingya, defendió a los militares ante el Tribunal de la ONU de La Haya. “(Aung San Suu Kyi) no dijo la verdad. Los militares violaron, asesinaron a hombres y mujeres y quemaron vivos a bebés, pero ella lo niega. Pese a todo, apoyo que regrese al poder. Si lo hace, un día ayudará a los rohingya, el Ejército nunca ha sido bueno con nosotros”, considera Mohammed Zobair, de 30 años, también desde Cox’s Bazar.
La esperanza de Zobair contrasta con los que consideran que Aung San Suu Kyi defendió al Ejército por convicción, con algunos analistas describiéndola incluso como más intransigente que los uniformados con la minoría musulmana. Su aparente subyugación a las fuerzas armadas, que la mantuvieron bajo arresto domiciliario durante años y ahora de nuevo, hace que otros crean que no tenía en realidad libertad para maniobrar. Como fuera, la figura de Min Aung Hlaing, de 64 años, es incluso más amenazante para los rohingya: se trata del hombre que, como jefe de las Fuerzas Armadas entonces, autorizó la campaña militar de 2017. El general ha defendido en redes sociales las acciones del Ejército birmano, llegando a afirmar que era necesario que sus regiones “estén controladas por las razas nacionales”. La etnia mayoritaria (alrededor de un 68% de la población) de Myanmar, que reconoce oficialmente a 135 grupos étnicos, es la bamar.
“Como rohingya esto es muy difícil. Para mí no se trata de Aung San Suu Kyi, sino del Ejército. Y no queremos que la gente de Myanmar esté sometida de nuevo a una Junta Militar (que ya gobernó el país entre 1962 y 2011), por lo que nos ponemos en su contra”, explica por su parte la activista Wai Wai Nu.
Ante tan compleja disyuntiva, los rohingya muestran desesperación y hastío, con cientos de miles malviviendo en Bangladés en precarias tiendas elaboradas con bambú y cubiertas por plásticos, sin poder trabajar ni abandonar los campos sin permiso oficial. Pese a ello, el sexagenario Ahmed cree que ahora volver a su “hogar” birmano es inconcebible. “Si vamos a Myanmar no lograremos libertad. Es mejor quedarse aquí encerrados, como si estuviéramos muertos”, lamenta.