Rusia escenifica su desafío a la Unión Europea
El Kremlin aprecia el simbolismo y la sincronización de los gestos. Y Rusia tenía estudiado y perfectamente coreografiado el recibimiento que quería dar al alto representante para Política Exterior y Seguridad de la UE, Josep Borrell. Un baile que le ha servido tanto para lanzar un mensaje interno de fuerza cara a las cruciales elecciones parlamentarias de septiembre como para mostrar sus cartas a Occidente. Que Rusia no admite lo que considera una “retórica histérica” de Bruselas y Washington sobre el caso del opositor Alexéi Navalni, condenado a tres años y medio de cárcel. También que considera que tiene la sartén por el mango porque sabe que es difícil que la UE le cierre la puerta de par en par. Y, sobre todo, que no va a permitir que nadie le dé lecciones; y menos en casa.
El veterano ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, uno de los más cercanos al presidente ruso, Vladímir Putin, sometió a Borrell a un chaparrón descomunal. Dijo a la cara al jefe de la diplomacia europea que a Moscú le da igual si los 27 socios comunitarios le imponen nuevas sanciones porque ve a la UE como “un socio poco fiable”. E instó a no confundir los “modales educados de Rusia” con debilidad.
Putin sabe además que en la UE no hay una política unificada y sin fisuras hacia Rusia, sino que también tiene algunos aliados, como Hungría, y otros que abogan por acercarse a su gigantesco vecino para tratar de contrarrestar los cada vez más estrechos vínculos entre Moscú y Pekín; también hay quienes han llegado a un enfoque más pragmático, como Alemania, que tiene en marcha con Moscú el gasoducto Nord Stream 2. El Kremlin es consciente de que la Unión todavía es muy dependiente de la energía que le suministra. Y que es un socio geoestratégico clave para dialogar sobre Libia, Siria, Irán, el Ártico o la crisis climática.
Un discurso que viene a apuntalar el argumento del Kremlin de que la economía rusa no se ha visto perjudicada por las sucesivas tandas de sanciones europeas ante la deriva autoritaria y expansionista de Moscú: anexionarse la península ucrania de Crimea y apoyar a los separatistas en el Donbás; interferir en otros países; envenenar al antiguo espía ruso Serguéi Skripal en 2018 (y hacerlo en suelo británico), y por volver a intentarlo con la misma neurotoxina de uso militar contra Alexéi Navalni este verano en Siberia, algo que Moscú niega tajantemente. Aunque la recesión provocada por la combinación de las sanciones occidentales y la caída del precio del petróleo (del que Moscú es muy dependiente) sumado a la pandemia de coronavirus han supuesto un golpe para el país euroasiático, que se deja sentir en el bolsillo de sus ciudadanos: los ingresos reales de los rusos cayeron el año pasado más de un 10%. Algo que está aumentando todavía más el descontento social y han alimentado las protestas en apoyo a Navalni, las mayores en una década.
Pero las sanciones ni siquiera estaban sobre la mesa, había dicho Borrell. El responsable europeo, que llegó a Moscú sin una agenda clara más allá de la de conversar, mejorar las deterioradas relaciones con Rusia y exigir la liberación de Navalni —condenado a tres años de cárcel en un caso que considera una persecución política—, escuchó sin replicar el rapapolvo de Lavrov. El titular ruso de Exteriores llegó a comparar la situación del crítico más destacado contra Putin con la de los presos catalanes del procés —un gancho directamente dirigido a Borrell— y las manifestaciones pacíficas en apoyo al activista anticorrupción, duramente reprimidas por las fuerzas de seguridad rusas, con el asalto al Capitolio en Estados Unidos. “No podemos construir un muro de silencio con Rusia”, había dicho antes el alto representante de la UE, que también dedicó sonoros elogios a la vacuna rusa contra el coronavirus Sputnik V ante un Lavrov impasible.
Y cuando parecía que el mal trago había pasado y que las cosas no podían ir peor para el jefe de la diplomacia europea, llegó la verdadera tormenta. Un par de horas después, cuando la incómoda comparecencia de prensa había terminado y Lavrov y Borrell compartían almuerzo, se filtró a un medio ruso la expulsión de tres diplomáticos europeos —de Alemania, Suecia y Polonia— acusados de participar en las protestas en apoyo a Navalni, que en esos momentos estaba de nuevo en un juzgado de Moscú, compareciendo por otro caso pendiente. La decisión debía hacerse pública oficialmente el lunes, contestó Moscú, pero casualmente la medida pilló (totalmente desprevenido) a Borrell en la primera visita de un alto representante de la UE a Rusia en cuatro años.
El Kremlin toma muchas veces la iniciativa, pero presume de apostar por lo que llama “medidas simétricas”: veto de productos europeos en Rusia en respuesta a las sanciones de Bruselas contra Moscú; si Washington anuncia la prueba de un misil, Rusia contesta que también lo hará con uno de los suyos; o si Bulgaria expulsa a un diplomático ruso y le acusa de espionaje, Moscú declarará a uno búlgaro persona non grata y tendrá que salir del país de inmediato. En este caso, sin embargo, Rusia ha dado el primer paso, como destaca una diplomática occidental.
La expulsión de los tres diplomáticos europeos no solo aumenta la tensión con Rusia en un momento en el que la relación entre ambos bloques vive su peor momento, sino que es toda una declaración de intenciones de Moscú de cara a la cumbre europea de marzo, en la que los 27 tienen previsto analizar sus relaciones con el país euroasiático. Con la medida y con cómo se ha ejecutado, el Kremlin dice alto y claro a la UE que no está dispuesta a ceder un palmo en el caso Navalni, que ha sido definido por el Gobierno ruso como un colaborador de la CIA. Y sirve de aviso a navegantes para todas las legaciones (e incluso para los extranjeros), muy poco después de que Rusia cargase contra una quincena de diplomáticos occidentales que estuvieron como observadores en el juicio de Navalni el martes.
En palabras de un veterano diplomático europeo: “Rusia toma las críticas y las llamadas a cumplir con las convenciones internacionales, que ha firmado, como una injerencia”. Y cada comentario de un líder occidental se presenta así en los medios de comunicación de la órbita del Kremlin. Bruselas, Washington y numerosos mandatarios europeos han criticado duramente la condena contra Navalni, arrestado en Moscú nada más regresar de Alemania, donde se recuperó del envenenamiento, también porque deriva de una sentencia que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos consideró hace cuatro años como políticamente motivada, “arbitraria e injusta”. Moscú pagó una indemnización a Navalni, pero el caso siguió latente. En los cambios constitucionales del pasado julio, Rusia no solo consagró la posibilidad de Putin de perpetuarse en el poder, sino que también incluyo una referencia de que la ley rusa prevalece sobre cualquier decisión internacional.
La declaración como persona non grata a los tres diplomáticos, que corona un viaje por el que el enviado de la UE ha recibido duras críticas desde varios países comunitarios, también ofrece al Kremlin material para la audiencia rusa en sus intentos de describir la injerencia extranjera que, argumentan, trata de impulsar las protestas, prohibidas por las autoridades y que, según la Administración rusa, tratan de desestabilizar el país. Esta semana un programa de la televisión pública destacó la presencia de los diplomáticos en las manifestaciones —uno de ellos incluso fue identificado por las cámaras de videovigilancia con reconocimiento facial—, que estaban allí, apuntan los responsables europeos, como observadores.
El viernes por la noche, tras un día desastroso para la diplomacia europea, el Kremlin volvió a recurrir a la semiótica. El Ministerio de Exteriores colgó un vídeo en sus redes sociales en el que muestra a Alexéi Navalni, hace meses, criticando la autorización “prematura” de Rusia de la vacuna Sputnik V. Y de inmediato, las imágenes de Josep Borrell en Moscú y su felicitación a Rusia por su inmunización y por las “capacidades científicas” del país euroasiático.