Evocación de una madre
No fui un niño estándar. Tenía dos “condiciones” que incitaban el acoso de mis compañeros: era exageradamente blanco y vivía concentrado en los estudios. Por la primera me gané el sobrenombre de “leche” y por la segunda el de “comelibros”. Era escuálido, pecoso y quebradizo, con una cabellera reciamente negra y tupida, que lucía postiza. De ojos pequeños y una nariz forzuda. Eso le daba un aspecto asiático a mi apariencia campesina. De ahí el apodo: Chowan. Todavía no sé qué significa, quizás era una manera de llamar así a un “chino” de Licey al Medio. El bullying, por la palidez de mi piel, me hizo resabiar, nunca odiar. En esa resistencia interior hallé el consejo de mamá, quien me hizo entender que yo era diferente y que debía aceptarme.
Mis pensamientos rebasaban la edad. A los once años, antes de rendirme al sueño, solía cavilar sobre la muerte, una reflexión muy precoz para mi inmadurez. La sumersión introspectiva se ahondaba tanto que terminaba casi siempre con un ataque de pánico. Las preguntas sin respuestas se apilaban desordenadamente hasta traspasar un límite oscuro de abstracción. Me espantaba. Creía enloquecer. Regresaba a la superficie desgarrando un grito desesperado. Entonces corría a la habitación de mis padres, donde, presuroso, me abandonaba al pecho de mamá. Ella desconocía el miedo que me apremiaba. Me envolvía en un solo abrazo, mientras soltaba palmaditas sobre mi espalda. Las contaba. Al llegar a las doce ya había soltado todos mis temores. Respiraba. Entonces volvía seguro a mi cama.
Me crié con duras estrecheces. Mi padre fue un perseguido político. Primero de Trujillo, luego de Balaguer. No heredó nada, tampoco hizo una economía de ahorros. La mayor parte de su vida productiva no tuvo trabajo. Mantener a seis hijos era un acto de fe. Durante un buen tiempo mi familia se mantuvo con el sueldo de 120 pesos que cobraba mi hermana mayor, quien tuvo que hacerse maestra primaria para conseguir una rápida titulación. Cuando Antonio Guzmán llegó a la presidencia, papá, amigo del hacendado, trabajó en la Administración pública. Era un idealista desadaptado. Su intolerancia con las prácticas corruptas le acreditó récords en la cantidad de empleos. Tuvo cuatro en menos de dos años. A donde llegaba, generaba conflictos. Era porfiado e intransigente. Ya a la mitad del gobierno volvió al desempleo.
Estudié en una universidad privada gracias a mis notas de secundaria. Obtuve una beca. Mis hermanos consiguieron crédito educativo. Las privaciones nos obligaron a rendir. Y es que la necesidad es más creativa que la inteligencia. El costo de la carrera era algo más que la matrícula o los créditos. Los libros, el pasaje y la merienda no eran subsidiados. Pero ahí estaba mamá, siempre solícita e infalible. A ella acudíamos convencidos de que de alguna manera los buscaría. Ella no trabajaba, mi papá tampoco, pero, aunque tarde, nunca faltaron esas provisiones. Estrictamente tasadas, contadas y arrebatadas una a una, pero aparecían. No le preguntaba cómo ni me interesaba. Su queja era una oración que hacía a viva voz con cansada impotencia. Una educadora, dos abogados, una académica de las letras, un empresario industrial y una farmacéutica retribuyen hoy sus desvelos. Esa mujer se desdoblaba en lo que fuera para darles a los hijos lo que necesitaban. Fue lechera, colmadera y artesana. Sobreviviente del cáncer y de la clandestinidad política. Fue padre, madre y hermana.
Al igual que mis hermanos, viví en la casa paterna hasta mi matrimonio. No porque quisiera, sino por ella. Era una ley familiar severa. Nunca entregaba las llaves. Así mantenía el control de las llegadas. Esperaba con celo y desvelo. Cuando yo tocaba la puerta después de la medianoche, guardaba callada la pregunta. Ya en la mañana y antes de los buenos días esa inquisición era más segura que el sol: ¿Y dónde estabas?… Era una madre sin plazos, treguas ni pausas. Aferrada a su misión con la devoción del juramento.
Hoy mamá tiene 93 años. Sus hermanas de 92 y 89 comparten su lucidez, tanto que a menudo disputan sobre cuál de ellas se ve mejor. No siempre hay acuerdo. Juntarlas es compendiar casi un siglo de vivencias. La vejez no las ha apocado; al revés, en ella se han robustecido sus convicciones. Les importan un carajo los cambios globales; tampoco les apelan. Para ellas su mundo es el que todavía entienden: quieto, sereno y anclado en el mejor pasado. Un espacio cada vez más pequeño, tibio y aislado. Son mujeres recias, templadas en las rudezas más hostiles. Hoy cualquier atención puede esperar, menos su pulcra apariencia personal. Mi vieja no da un paso fuera sin sombrero, estola, cartera ni collares tropicales, combinados como Dios manda. Verla es convocar de nuevo a la vida. Sus pasos se han vuelto pesados, no así su porte. Siempre lista para responder de forma altiva. No disimula su agrado cuando las muchachas de la iglesia se le acercan a tocar sus mejillas extasiadas por su increíble lozanía. Mi vieja no se rinde a menos que una enfermedad la postre. En ese trance la veo esconder sus depresiones; entonces, lejos de desatar sus temores, empieza a inquirir sobre mi salud. La idea es evitarme cualquier carga y hacerme sentir que su dolor no es tal. Ese instinto de celoso amparo no se desgasta ni se arruga; al contrario, se hace más sagaz. Cuando me ve preocupado no me cuestiona hasta el momento de la despedida y lo hace de una manera tan sutil que apenas lo percibo. No sé si fui o soy un buen hijo, lo que sí sé es que he tenido una madre grandiosamente inmerecida.