Una Cuba que no llega
Mis notas para este periódico se han convertido, sin propósito mediante, en un diario público de la emoción política. No puedo decir que me he exiliado, o no sé si lo he hecho, pero tampoco vivo ya en Cuba. Desde hace siete años paso mucho más tiempo en otras ciudades —Ciudad de México, Miami y Nueva York, esencialmente— que en La Habana o Cárdenas, los lugares que habité durante mi infancia, adolescencia y primera juventud. No hace tanto que fui a la isla por última vez, sin embargo, mis sueños ocurren siempre desde una perspectiva, presos de una angustia y envueltos en una bruma que hacen suponer una distancia mayor o una ausencia más larga. Pasajes previsores que quizá padezco por adelantado, como una despedida secreta de ciertos sitios íntimos que saben de antemano lo que yo ignoro y que han decidido trasladarse a la realidad onírica —un feudo lejos del alcance de cualquier poder— para que yo los pueda seguir visitando.
Hay una probabilidad nada desechable de que la policía política no me permita entrar de nuevo a mi país porque me considera un mercenario o un peligro, pero queda, aun así, una pregunta todavía más acuciante: ¿a qué país estaría volviendo, y si, al menos en este punto, podría volver yo a algún país, si no se canceló, incluso con mi propia contribución, esa posibilidad? Lo averiguaré, desde luego, cuando intente regresar a La Habana, aunque el tiempo de la revolución no haya llegado (el tiempo de la revolución nunca llega) y sea justamente al tiempo de la revolución al que yo le aposté mis últimas fichas como ciudadano o individuo. Se trata, contrario a su aparente grandilocuencia, de un momento o un estadio en el que se coordinan y articulan en una figura tan disruptiva como fulgurante, cuyo vértigo arrasa con cualquier contención moral, el tiempo personal, el tiempo social y el tiempo del orden vigente.
La última persona con la que hablé en La Habana fue un alto oficial de la Seguridad del Estado que me despedía en el aeropuerto, sentado junto a mí cerca de la puerta de embarque, un represor de buenos modales, una presencia que ya no estaba dispuesta a perderme ni pie ni pisada. Esa es, creo yo, la estación límite de la vida cubana. En un sentido o en otro, suficientes individuos han arribado allí a lo largo de varias décadas, uno esperaría encontrarse, entre muertos y vivos, cierta multitud que acompañara, pero el lugar se encuentra vacío, fuerzas del orden trabajan incansablemente día y noche para despejar cualquier rastro o rumor, y quien único te espera es el oficial al que han encargado sofocar tu expresión disidente. El juego táctico tiende a compartimentarse, el poder comprime la resistencia, la aleja del entorno público, puesto que lo público es sobre todo una condición expansiva del pensamiento. La discusión adquiere entonces la característica de un duelo cuerpo a cuerpo.
Esa perspectiva desconcierta, porque convierte la amistad en un asunto de Estado. Nadie está acostumbrado a que el cultivo de sus afectos se vuelva un tema de seguridad nacional, aunque se trata, al cabo, de una situación operativa privilegiada. En el primer curso de la secundaria mi madre quiso cambiarme de aula porque en el grupo había muchos alumnos que venían de familias disfuncionales (esto es más bien una tautología y un eufemismo; tautología porque toda familia es disfuncional, y eufemismo porque se trataba de alumnos pobres, marginalizados, muchos de ellos negros). Protesté tanto como pude y el traslado no sucedió. Con los años, lo que la policía política me pidió fue exactamente lo mismo, que no me relacionara con la gente disfuncional. Si lo hacía, podrían castigarme. Quizá la reminiscencia de aquella primera victoria me suministró fuerzas para desatender luego al brazo represivo del poder.
Toma tiempo darse cuenta de que ambos episodios recogen un enfrentamiento o un cuestionamiento del mismo tipo de orden. ¿Por qué había protestado tan furiosamente cuando intentaron cambiarme de clase? No lo tenía claro, tal vez solo porque me iba a divertir menos en un aula más disciplinada, un aula sin conspiraciones. Eso fue lo que aprendí con la experiencia. Que la conspiración, por detrás de todos los episodios trágicos y violentos que acarrea, es una fiesta secreta. Hoy los amigos que la contienda política me fue entregando se encuentran mayoritariamente presos o en el exilio, dos sitios ubicados por fuera del radio de acción del cambio o del quiebre, un desplazamiento que te saca del lapso de la gesta.
Lo veo un poco como lanzarse hasta el fondo del recorrido, encontrarse un desfiladero y, sin posibilidad de retroceso, caer. El individuo llega a la revolución, pero la revolución no llega a él. El individuo acude puntual a la cita con la realidad, pero la realidad se demora. ¿Cuántas veces ha pasado esto durante los largos años del castrismo? No lo sé, innumerables. Unos pocos meses atrás, en julio último, tuvo lugar la protesta popular más importante contra la dictadura cubana que alguna vez haya sucedido. Creo, modestamente, que lo que algunos sentimos fue que el lugar que ocupábamos empezaba a habitarse. Esa aglomeración ha sido, por lo pronto, ejemplarmente disuelta. Es algo que el sentido recursivo de la historia puede explicar, un breve Termidor. Se vacía el lugar frágil de la revolución y se arrojan los cuerpos sobrantes, que ya no pueden volver a reintegrarse, más allá del orden legal, hacia los calabozos o hacia las rutas migratorias.
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A su vez, esa solución ya conocida trae una reacción predecible. El activista Michel Matos, miembro del Movimiento San Isidro, parece haberlo resumido de modo inmejorable: “Se dice que los presos políticos son el tema más importante ahora, desde una perspectiva humana eso es cierto, pero desde una perspectiva estratégica no debería serlo, simplemente porque no es la primera vez desde que el comunismo llegó a Cuba que tenemos presos políticos, y la dictadura puede haber asumido una metodología, que es que cuando las cosas se van un poco de control, coge a un grupo de personas, las encierra, y no es solo un secuestro a esas personas, sino también a sus amigos y a sus grupos”.
La política de asfixia económica, una estrategia bárbara en su fatuo empecinamiento, evita la conformación de una clase media, que es el brazo financiero de la sociedad civil. El fortalecimiento, el crecimiento y el auge, desde cada uno de sus frentes, de la sociedad civil en los años en que las consignas cedieron terreno a la negociación (sea cual sea que esta fuere, no solo la que ocurría a nivel bilateral entre gobiernos) provocó una disidencia contaminada y, con ello, una revuelta inédita. Las condenas ejemplarizantes que siguieron al estallido de julio pasado buscan anular la riqueza discursiva y los sutiles matices simbólicos con que los ciudadanos empezaron a comunicarse entre ellos; reducirlos al lenguaje apelativo, a la exigencia de liberación como horizonte político, y cortar el advenimiento de formas de la conversación ajenas a la histeria exclamativa o a la evasión del subjuntivo.
La reacción es un periodo en el que no nos está permitido expresarnos con belleza. Cierta retórica oficial como forma de oponerse, su pergamino histórico desdoblado, secuestra el desparpajo de la lengua, la palabra que se sale y se resbala. El régimen vigente los convoca y ellos acuden. Me parece, hoy, que se trata de un trámite a la larga inevitable. Lamentablemente, ese parloteo requiere el combustible del individuo sacrificado. No puede superarse un orden de muerte con un relato que necesita que el orden de muerte genere todo el tiempo nuevas víctimas, la comprobación de que el orden de muerte sigue siendo lo que es. Cuando los presos estén libres, más vale que no hayamos olvidado de qué manera hablábamos antes de que los metieran a la cárcel.
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