Johnson hinca el diente al desafío escocés

Johnson hinca el diente al desafío escocés

Una vez al año, los escoceses celebran la Noche de Burns, en homenaje a Robert Burns, el poeta nacional que rescató el folclore y la tradición local y contribuyó, desde el romanticismo, a construir un nuevo sentimiento identitario. Suelen leer sus poemas y comer haggis, una especie de morcilla hecha con el corazón, el hígado y los pulmones del cordero y envuelta en las tripas del animal. Boris Johnson ha decidido finalmente, en la semana de esta celebración, que ha llegado el momento de hincarle el diente al principal desafío surgido (y agravado) en la era post-Brexit.

“Creo que esta discusión interminable sobre un nuevo referéndum [de independencia] sin explicar claramente cuál sería la situación constitucional después de votar es algo completamente irrelevante para las preocupaciones actuales de mucha gente”, decía Johnson, enfundado con bata, guantes y mascarilla, durante una visita la semana pasada a los laboratorios Lighthouse, en Glasgow, donde se procesan muchos de los test de la covid-19. La decisión estratégica del primer ministro de acudir a Escocia se produce cuando la pandemia azota al Reino Unido más que a ningún otro país europeo, pero, a la vez, cuando el Gobierno comienza a sacar pecho con su estrategia de vacunación.

Es un arma de doble filo, porque frente a la evidencia de que Escocia e Inglaterra son más fuertes juntos está también la percepción generalizada -justa o injusta- de que la gestión de la crisis ha sido tambaleante en Londres y rigurosa en Edimburgo.

“No puede esperar mucha simpatía de la opinión pública. Las encuestas nacionales muestran que la mayoría cree que ha manejado la covid-19 muy mal, y que el Brexit fue un error. Y todavía peor, los sondeos en Escocia, donde el rechazo al Brexit fue muy fuerte, reflejan ahora el mayor apoyo obtenido nunca por la independencia. Perder una unión, la que teníamos con la UE, puede excusarse… Pero ¿perder dos?”, explicaba a EL PAÍS John Kerr, el político escocés que fue clave en la redacción del artículo 50 del Tratado de Lisboa, el mecanismo que activa la separación del bloque de un socio miembro, invocado por el Gobierno del Reino Unido.

El Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés) gobierna con una mayoría amplia, pero no absoluta. Aspira a alcanzar en mayo el control total del Parlamento Autónomo. Acude a las urnas con la promesa de impulsar un referéndum de independencia, y los sondeos auguran su victoria. La ministra principal, Nicola Sturgeon, marcó una distancia clara con Londres durante las convulsas negociaciones del Brexit, reafirmando constantemente el sentimiento europeísta de la mayoría de escoceses. Y durante la pandemia ha forjado una imagen de responsabilidad y honestidad, con medidas incluso más drásticas de las que se decidían en Inglaterra. Afronta muchos problemas y críticas en la gestión autonómica de las escuelas u hospitales; y no logra reducir unas preocupantes tasas de criminalidad y drogodependencia.

Pero ha logrado implantar la idea de que Escocia cuida mejor de sí misma y tiene el derecho a decidir su futuro. Más de un 60% de sus habitantes, según la última encuesta encargada por The Times, quieren que se celebre un nuevo referéndum de independencia. “Escocia siempre ha tenido un orgulloso sentimiento de nacionalidad, pero ahora se ha convertido en un principio organizador de la afiliación política como nunca se había visto antes”, ha escrito Philip Collins, el autor de los mejores discursos del ex primer ministro laborista Tony Blair. “En la batalla entre prosperidad e identidad, la segunda vence claramente en la conciencia pública”.

Y, sin embargo, el Gobierno de Johnson está convencido -como en su día lo estuvo el de David Cameron- de que los argumentos económicos prevalecerán sobre los sentimentales cuando se acerque el momento de la verdad. En 2014, los conservadores consiguieron darle la vuelta a la situación, y el no a la independencia se impuso claramente con un 55% frente a un 45%. El Brexit no era entonces una amenaza presente; Cameron no producía el mismo rechazo personal entre los escoceses que supone Johnson; y nadie imaginaba que una pandemia provocaría la mayor crisis desde la Segunda Guerra Mundial. El establishment reaccionó entonces. Intervino la Reina, y el ex primer ministro Gordon Brown, dueño aún de un prestigio que hoy no está al mismo nivel, logró convencer mentes y corazones con un discurso memorable a favor de la unión.

El Gobierno actual ha incurrido de nuevo en el error histórico de menospreciar el sentimiento independentista. “La incapacidad o falta de voluntad de los gobiernos centrales de superar las barreras culturales o emocionales de comunidades que se sienten marginadas siempre es una fuente natural de descontento”, afirmaba el historiador hispanista John H. Elliott, en su libro Catalanes y Escoceses: Unión y Discordia (Taurus, 2018). Como explicaba a este periódico al publicar la obra en el Reino Unido, los escoceses se adhirieron durante muchos años a una narrativa británica de éxito, que enarbolaba su democracia parlamentaria y sus triunfos industriales y empresariales. El fracaso provoca la distancia. Y el Gobierno de Johnson, de momento, se limita a prometer un futuro brillante y a gestionar un presente incierto.

El SNP ha decidido acelerar su planes. Sturgeon prometió en un principio que solo habría referéndum si se acordaba con el Parlamento de Westminster. Su formación ha radicalizado el desafío, y asegura ahora estar dispuesto a celebrar una consulta unilateral no vinculante aunque Londres no la acepte. Los partidos tradicionales británicos, el conservador y el laborista -este último, hegemónico en Escocia durante décadas, y hoy desaparecido- no son capaces de perfilar una respuesta propia, mucho menos conjunta. Boris Johnson ha comenzado a entender que puede pasar a la historia, no como el primer ministro que trajo el Brexit, sino como el que permitió que el Reino Unido se deshiciera.

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