Barentsburg, el pueblo noruego de mineros rusos y ucranios en el que la guerra es tabú
En el pueblo noruego de Barentsburg jamás ha vivido un ciudadano de Noruega. Casi todos sus habitantes son mineros ucranios o rusos, y prácticamente ninguno aguanta allí más de dos años. El asentamiento, uno de los más fríos y remotos de toda Europa, atraviesa sus horas más bajas desde que fue fundado en 1920 por un grupo de holandeses. Faltan compradores para sus toneladas de carbón y su sector turístico está en ruinas: primero, la pandemia; y ahora, un boicoteo por la guerra en Ucrania. “No son tiempos sencillos”, admite Serguéi Guschin, el cónsul general de Rusia en Barentsburg. “Lo hacemos lo mejor que podemos”, continúa.
Barentsburg está gobernado por la empresa de origen soviético que compró el terreno a principios de los años treinta del siglo pasado, y que únicamente opera en el archipiélago noruego de Svalbard, una de las zonas más despobladas del planeta, unos 1.000 kilómetros al sur del Polo Norte. Un tratado de 1920 reconoció la soberanía de Noruega, pero los países firmantes, entre ellos Rusia, tienen derecho a explotar los recursos mineros de las islas, a pescar en sus caladeros de bacalao y a desarrollar actividades científicas.
En Barentsburg solo se habla ruso. Todo, salvo el inmueble del consulado, pertenece a Arctikugol: el hotel, la guardería, el colegio, las construcciones de madera desvencijadas con más de un metro de nieve acumulada ante la puerta de entrada, la piscina cubierta que lleva años en obras, los edificios residenciales de estilo soviético, la tienda de alimentos, o el busto de Lenin expuesto en una plaza. Y, por supuesto, la mina de carbón. “Es el director general de Arctikugol quien decide todo sobre cualquier asunto de aquí. Vive en Moscú, pero viene todos los meses”, explica Guschin en la legación más septentrional del planeta, y la única situada en una localidad con menos de 500 habitantes. No hay policía, las funciones de orden público las ejerce la unidad de rescate de la mina. “Si alguien se emborracha y se pone violento, se lo llevan para que se relaje”, simplifica el cónsul.
Guschin, de 50 años y pelo largo recogido en una coleta, señala que la mayoría de los habitantes son ucranios, “sobre todo de las repúblicas [autoproclamadas y no reconocidas internacionalmente] de Donetsk y Lugansk”, en la región de Donbás, donde milicias prorrusas controlan parte del territorio desde 2014. El diplomático asegura que también hay bastantes familias de Kiev, Járkov y otras zonas de Ucrania, y recalca que desde el inicio del “conflicto” —al que evita definir como guerra— no ha habido ningún ucranio que haya querido renunciar a su trabajo en la mina.
El cónsul, que también es subdiácono de la Iglesia ortodoxa rusa, se mantiene fiel al discurso del Kremlin: considera que Rusia está luchando “para acabar con los nazis y la ideología nazi que está profundamente arraigada en la sociedad ucrania y su ejército”. Guschin menciona que la invasión de Ucrania provocó “algunas discusiones en las redes sociales”, pero que la convivencia en Barentsburg no se ha visto afectada en modo alguno. El agregado consular, Muradbek Abakarov, de 24 años, detalla que durante las últimas semanas han ayudado a algunos padres ucranios a “traer a sus hijos desde las regiones en las que se realizan operaciones de combate”, facilitando la documentación necesaria para que los menores pudieran cruzar a Polonia y volar hasta Svalbard.
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Arctikugol es una empresa profundamente deficitaria. “Pierde muchísimo dinero cada semana”, reconoce Guschin. De las 120.000 toneladas de carbón que se extraen anualmente, más de un 25% se queman allí, para producir electricidad y calentar las viviendas en las que ahora residen poco más de 300 personas. Y en agosto entrará en vigor el embargo de la UE al carbón ruso. “Nuestro objetivo ahora es lograr vender el máximo cuanto antes”, admite Guschin.
Los ingresos son limitados y los costes son enormes para una mina con una producción tan escasa. Los empleados que se contratan en Donbás o en Rusia son trasladados en avión a Longyearbyen, la principal localidad de Svalbard, y desde allí en helicóptero a Barentsburg. Las restricciones por la pandemia y el posterior veto a las aerolíneas rusas complican las cosas. “Básicamente vienen por dinero”, reconoce Guschin. Arctikugol corre con los gastos de transporte y alojamiento, y con los del diminuto hospital o la escuela. La empresa pública también ofrece a los trabajadores y a sus familiares cursos de ballet, danza clásica o yoga. Y bastantes clases de deportes que el cónsul enumera con gusto: “fútbol, voleibol, baloncesto, tenis de mesa, bádminton, ajedrez”. “También hay un club de boxeo”, interrumpe Abakarov, con un tono con el que deja claro que es un lugar que frecuenta.
“Las condiciones aquí son complicadas. El trabajo es muy duro”, sintetiza Guschin, quien durante su estancia en la Embajada de Rusia en Reikiavik perfeccionó el islandés que decidió aprender durante su juventud. Las minas de Svalbard no tienen buena fama en el gremio. En la de Barentsburg, la única de las rusas que sigue activa, ha habido al menos cinco accidentes mortales en los últimos cuatro decenios. Tampoco llegaron a su destino cuatro helicópteros de Arctikugol. Y en 1996, un avión que cubría la ruta entre Moscú y Longyearbyen acabó estrellado en una montaña del archipiélago noruego, en el peor accidente de aviación de la historia del país escandinavo; murieron los 141 pasajeros a bordo y la mayoría eran ucranios que se dirigían a Pyramiden, otro asentamiento minero ruso que se abandonó repentinamente, en 1998.
Los años previos a la pandemia fueron prósperos para Barentsburg. Arctikugol contrató en 2014 a un nuevo responsable para el departamento turístico. Con la llegada de Timofei Rogojín, el lugar vivió una transformación: se renovó el hotel, se abrió un hostal y llegaron más turistas rusos que nunca. De tres empleados, pasaron a ser 80. El futuro de Arctikugol era menos negro gracias a la llegada de Rogojín; pero había algo de él que no le gustaba nada al cónsul: el responsable del turismo en Barentsburg era crítico con el presidente Vladímir Putin, con los oligarcas rusos y con la represión de las manifestaciones antigubernamentales. Guschin informó a Moscú, y el director general de Arctikugol llamó a Rogojín para avisarle de que debía cambiar de actitud si quería seguir trabajando en una empresa estatal. Pero no le iban a silenciar tan fácilmente. Siguió su actividad en Telegram y Facebook hasta que finalmente llegó su carta de despido. Arctikugol no ha respondido a las preguntas formuladas por este diario.
Rogojín vive ahora a sus 46 años en Longyearbyen, una ciudad que, a diferencia de Barentsburg, vive un momento próspero, con una población creciente, más de 50 nacionalidades distintas y una boyante industria turística. “Ahora dedico 16 horas diarias a intentar contar a mis compatriotas la verdad sobre la guerra”, resalta Rogojín, natural de Murmansk, la mayor ciudad del Ártico ruso, en un bar de Longyearbyen. “Mi país se ha convertido en un Estado fascista”, declara. Le traduce del ruso al inglés Darya Belozerova, una joven de 25 años que unas horas después del inicio de la invasión abandonó Járkov, bombardeada por las tropas rusas de manera continua desde el inicio de la guerra. Belozerova decidió regresar a Svalbard, esta vez a Longyearbyen y no a Barentsburg, donde trabajó dos temporadas como recepcionista, en 2016 y 2019.
Rogojín contradice al cónsul Guschin. Asegura que casi todos los ucranios que permanecen en Barentsburg son de Donbás. Y que muchas familias “de Kiev, de Járkov, de Zaporiyia, de Pavlograd” sí se fueron al comenzar la guerra, sobre todo a países de la UE.
“Barentsburg se ha convertido en una ciudad totalitaria”, denuncia Rogojín. “No se puede pensar de manera diferente. Si no estás a favor del Gobierno ruso, no puedes estar allí”, añade. “O te quedas, pero con la boca bien cerrada”, agrega Belozerova al margen de la traducción. Pero no todos los habitantes de Barentsburg están dispuestos a perder su derecho a la libertad de expresión. Natalia Maksimishina, de 32 años, sufre al ver imágenes de Ucrania; también le afectan ciertas generalizaciones que lee o escucha en medios occidentales sobre los rusos. “Fuimos muchos los que hicimos todo lo posible para que cayera Putin. Nos manifestamos, a veces volvimos a Rusia adrede para votar contra él. No sirvió de nada”, lamenta esta historiadora, que llegó en enero a Barentsburg y que, ante la falta de turistas, trabaja como guía, recepcionista y bibliotecaria. “Y ahora se ha vuelto loco con su guerra”, prosigue.
Natalia, que llegó a Barentsburg para profundizar en la historia de las expediciones árticas de la Unión Soviética, se siente doblemente encerrada. Su tarjeta de crédito rusa ha dejado de estar operativa en Noruega. Si quisiera, no podría comprar unos billetes de avión. Y no puede salir de las pocas calles de Barentsburg sin ir acompañada; no tiene rifle ni licencia de armas, requisitos legales para poder moverse por el archipiélago debido al riesgo de ataques de osos polares. Sí puede comprar las pocas cosas a la venta en Barentsburg a través de un sistema interno de pago gestionado por Arctikugol.
Además del bloqueo de sus tarjetas de crédito, la guerra ha tenido más consecuencias negativas para los trabajadores de la ciudad, entre los que también hay unos pocos ciudadanos de Bielorrusia, Moldavia, Uzbekistán o Tayikistán. La mayoría de empresas turísticas de Longyearbyen que organizaban viajes de un día en los que se recorrían los 110 días kilómetros de ida y vuelta en barco o en motos de nieve han reprogramado sus rutas o recomiendan no hacer ningún gasto durante las horas que pasen en el reducto de la Unión Soviética. Aun así, las relaciones entre Longyearbyen y Barentsburg —las dos únicas poblaciones del vasto archipiélago en las que residen más de 50 personas durante personas durante todo el año— no se han roto del todo: en marzo se celebró el tradicional partido de fútbol que enfrenta una vez al año a los dos pueblos, y los 30 menores que viven en el asentamiento minero han sido invitados a los eventos que se celebrarán en Longyearbyen con motivo del Día de la Constitución de Noruega.
Maksimishina agradece que en Barentsburg pueda adquirir comida de origen estonio, algo que no ya está al alcance de los que viven en Rusia. Le gusta pasar tiempo en la biblioteca, que contiene más de 50.000 volúmenes escritos en todas las lenguas oficiales de las antiguas repúblicas soviéticas. En general, disfruta de su tiempo en Barentsburg. “Para mí, está siendo toda una experiencia antropológica. Está siendo un placer, pero también un reto”, comenta la joven, que explica que las interacciones humanas en la pequeña y dura localidad tienen poco que ver con las de su San Petersburgo natal. Maksimishina, que espera poder realizar un doctorado en alguna universidad occidental, aprecia el grado de solidaridad que ha observado entre los que viven en Barentsburg. También reconoce que son unos cuantos los que aprueban el brutal ataque contra Ucrania.
Tanto Maksimishina como Rogojín descartan por completo volver a Rusia a corto plazo. No saben cuándo ni dónde se reencontrarán con sus familiares. Junto a la pequeña iglesia ortodoxa —a la que en contadas festividades acude un sacerdote ortodoxo que vuela desde Moscú—, Maksimishina reconoce que le inquieta su futuro: “Puede que me quede a vivir aquí para siempre”, dice con una sonrisa amarga, antes de lamentar lo complicado que resulta para los ciudadanos rusos obtener un permiso de residencia en los países occidentales. De momento, confía en que pronto estará en alguna universidad europea o estadounidense aprendiendo todavía más sobre los exploradores soviéticos que arriesgaron sus vidas para llegar a donde no había llegado nadie.
Un interés puramente geoestratégico
Moscú siempre ha defendido que merece una posición privilegiada en el archipiélago. Como firmante del Tratado de Svalbard, Rusia reconoce la soberanía noruega, pero el Kremlin considera que lo que ocurre en las islas no es asunto exclusivo de Oslo.
La razón de ser de Barentsburg ya no es la minería de carbón. Tiene un interés esencialmente geoestratégico. Andreas Oshtagen, investigador del Instituto Fridtjof Nansens, explica por teléfono que “Svalbard ya es una zona de mayor importancia que hace 10 años”. El aceleradísimo deshielo en la región ofrece oportunidades económicas: nuevas rutas marítimas, muchísimos más peces en los caladeros y la posibilidad de realizar más prospecciones petrolíferas y gasísticas.
Los roces entre las autoridades rusas y noruegas en torno a Svalbard han sido continuos. Moscú se ha quejado reiteradamente de que Noruega ha limitado notablemente sus posibilidades al declarar como zona protegida más del 70% de las islas. Arctikugol también reclama a Oslo que le permita utilizar helicópteros para actividades turísticas, y no únicamente para las mineras. El Gobierno del país escandinavo deniega esa licencia al considerar que no encaja en lo regulado en el tratado firmado hace más de 100 años. El veto a los barcos rusos en los puertos noruegos que entró en vigor el pasado sábado no se aplica en Barentsburg.
“Si alguna vez Rusia se enfrentase militarmente con la OTAN, lo primero que querría es establecer una especie de perímetro de protección para los submarinos nucleares de la Flota del Norte”, comenta Oshtagen. “Y Svalbard podría ser una pieza clave para lograr ese objetivo”, añade.
A pesar de que Rusia es el único de los 46 países firmantes del Tratado de Svalbard que extrae carbón en Svalbard —junto a Noruega, cuya única mina activa está en fase de desmantelamiento—, varios Estados sí que realizan actividades científicas en virtud del acuerdo. Como China, que tiene una base meteorológica en Ny-Ålesund, el asentamiento permanente más septentrional del planeta.
Los países que no han ratificado el Tratado de Svalbard todavía pueden hacerlo. El acuerdo también permite a los ciudadanos de los países firmantes establecerse en el archipiélago sin tener que cumplir los requisitos de residencia que son aplicables en el resto de Noruega. El último Estado en adherirse fue Eslovaquia, en 2017. El año anterior, lo hizo Corea del Norte.
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