Macron promete en su investidura pasar a la acción para “unir y pacificar” Francia
Emmanuel Macron ha prometido este sábado, en su discurso de investidura en el palacio del Elíseo en París, “actuar” para “unir y pacificar” la Francia dividida y agitada que el 24 de abril le reeligió para un segundo quinquenio presidencial.
Macron (Amiens, 44 años) reivindicó el resultado como una victoria de “un proyecto republicano y europeo” heredero de la Ilustración frente al “repliegue”, la “tentación nacionalista” de la “demagogia” y “la nostalgia en el pasado”. Y se declaró decidido a gobernar “con un método nuevo”, más participativo y descentralizado, “para construir un nuevo contrato productivo, social y ecológico”.
Fue un discurso breve, de unos 10 minutos, pero Macron, primer presidente reelegido desde 2002, tuvo tiempo para exponer, si no la letra, sí el espíritu de los próximos cinco años. No quiere, como ha sucedido con antecesores que gobernaron dos mandatos, que este sea el de la inercia y la inacción.
“Sí, actuar sin descanso”, dijo, “con un objetivo, el de ser una nación más independiente, vivir mejor y construir nuestras respuestas francesas y europeas a los desafíos del siglo”.
El anuncio, por parte de Macron, de un nuevo método o estilo suena a propósito de enmienda. Como si dijese a sus compatriotas: se acabó la concentración de todo el poder en el Elíseo, el presidente-monarca y la verticalidad; ha llegado el tiempo de la deliberación, el diálogo social y la horizontalidad.
“Un nuevo pueblo ha confiado a un presidente nuevo un mandato nuevo”, afirmó Macron para marcar que lo que viene ahora no es más de lo mismo. Aunque el presidente derrotó en las urnas con claridad a su rival de extrema derecha, Marine Le Pen, las elecciones revelaron las fracturas profundas ―sociales, territoriales, demográficas― que recorren el país. “Unir y pacificar no puede significar aceptar no hacer nada más y olvidar nuestras responsabilidades”.
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Como ordena la costumbre y la Constitución, el presidente del Consejo Constitucional, Laurent Fabius, leyó antes del discurso los resultados de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el 24 de abril, y lo proclamó vencedor. Eran las 11 y tres minutos de la mañana. El nuevo quinquenio, dijo, empezará oficialmente el 14 de mayo. El veterano Fabius habló del “malestar democrático preocupante” que agita Francia y, citando a Victor Hugo, recomendó: “En estos tiempos turbios, seamos los servidores del derecho y los esclavos del deber”.
Después, y siguiendo el ceremonial, el presidente recibió el collar de Gran Maestro de la Orden de la Legión de honor. Y pronunció el discurso. Solemne. Y repleto de mensajes políticos. Porque comienza otro quinquenio, pero antes deberá nombrar a un nuevo primer ministro y obtener una mayoría parlamentaria en las legislativas del 12 y el 19 de junio. La ceremonia podría entenderse como un primer acto de campaña, una declaración de intenciones.
Macron quería reclamar la legitimidad de su victoria, cuestionada ―debido a la alta abstención o a que muchos de sus votantes le eligieron no porque creyeran en él, sino para frenar a la extrema derecha— por algunos rivales. “Me siento deudor de la confianza que me ha acordado el pueblo francés”, aseguró.
Y quiso recordar lo que, en su opinión, estaba en juego, y el significado de su victoria ante Le Pen: “Mientras que numerosos pueblos han optado por el repliegue, han cedido a veces a la tentación nacionalista, a la nostalgia del pasado, a las sirenas de ideologías que pensábamos que habían desaparecido en el siglo precedente, el pueblo francés eligió un proyecto claro y explícito de futuro”.
El presidente habló del “viento trágico que sopla” en Europea y el mundo. Y concluyó con “la promesa de legar [a los jóvenes y a los niños] un planeta más habitable y una Francia más viva y más fuerte”.
El momento más emotivo fue, al terminar el discurso, el abrazo de Macron con los padres de Samuel Paty, el profesor de instituto decapitado por un islamista en octubre de 2020. Tras pasar revista a las tropas, sonaron 21 cañonazos disparados desde el palacio de los Inválidos. El lunes viajará al Parlamento Europeo en Estrasburgo y a Berlín.
La investidura, en Francia, es un ritual republicano esencial. No es una fiesta popular ni masiva como la inauguración de un presidente de EE UU, sino un acontecimiento en un círculo reducido: medio millar de personalidades políticas y de la sociedad civil, y amigos y familiares en la sala de fiesta del Elíseo. Una segunda investidura siempre pierde la emoción de la novedad: no hay traspaso de poder, ni el presidente saliente le muestra al entrante los códigos nucleares. Es la fiesta de la continuidad.
El acto era casi tanto social como político. Los periodistas adivinaban quién era quién entre el bullicio de la sala. Estaban los hijos y nietos de Brigitte, la esposa del jefe del Estado. Los padres de Macron. Y los expresidentes y antiguos rivales François Hollande y Nicolas Sarkozy, lado a lado, sin dirigirse la palabra. Sus respectivos partidos, el socialista y el conservador, se han hundido en estas elecciones.
A la salida, Hollande se acercó a los periodistas y declaró: “Ha sido un discurso sobre un nuevo método. Esperemos que este método, que aún debe definirse, permita al país recobrar la confianza en sí mismo”.
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