La última misa del obispo rojo

La última homilía de Raúl Vera fue como él: austera e intensa. Duró casi 45 minutos y habló de la comida basura, covid y pobreza, la clase política y el crimen organizado. La última eucaristía del obispo de Saltillo terminó como tantas otras, con una mujer de pañuelo y misa diaria esperándole fuera del templo para pedirle la extremaunción porque todos los días piensa que se va a morir mañana. Este viernes, el obispo más amenazado de México, de 75 años, colgará los hábitos simbólicamente. El domingo fue su última misa y mañana será el traspaso de poderes a su sucesor, Hilario González.

Hay obispos como Raúl Vera, que trascienden su parroquia, el anillo de oro en el cuarto dedo de la mano derecha y hasta sus escasos 163 centímetros de estatura. Su discurso, de fuerte contenido social en contra del “narco” y la “ferocidad del liberalismo” y en defensa de migrantes, prostitutas y homosexuales le han convertido en un tipo incómodo para el crimen organizado y en un paria dentro de la jerarquía eclesial. Sin embargo, es el hombre al que el Papa llama cuando quiere hablar de México.

Personajes como Raúl Vera tienen la capacidad de atravesar la historia. O ser atravesada por ella. O, si no, ¿cómo se explica la tarde del 2 de octubre del 68 cuando vio pasar a las ambulancias a gran velocidad en dirección a la plaza de Tlatelolco? Tenía 22 años, no pudo ir a la protesta que terminó en una matanza porque un profesor reprogramó un examen. Por la noche, un compañero de la UNAM le dijo: “¿Ya supiste lo que hizo este salvaje de Díaz Ordaz?”. 53 años después de aquello, la historia pasa nuevamente frente a él. La noche del sábado, su teléfono fue de los primeros en sonar cuando se confirmó la muerte de 19 personas en Tamaulipas, muchos de ellos migrantes de Guatemala.

Raúl Vera, nacido en Acámbaro (Guanajuato) en 1945, estaba destinado a vender líquidos por las fábricas por todo el país desde que logró estudiar Química en la UNAM. A lo más, cuando descubrió la religión, llegar a ser un “padrecito de olla”, como lo llama, pero terminó siendo hilo conductor por los más importantes acontecimientos de América Latina y México. De Tlatelolco a la Teología de la liberación, el levantamiento zapatista, las luchas homosexuales, la violencia del narcotráfico o la defensa de los emigrantes en tiempos de caravanas. En todo ello aparece Raúl Vera.

Su biografía es también la historia reciente de la Iglesia en América Latina. Vera es el último soldado de la Teología de la liberación, un movimiento ninguneado al que pertenecen brillantes teólogos como Gustavo Bueno, Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino, Ernesto Cardenal o Ignacio Ellacuría. O, en México, Samuel Ruiz y Miguel Concha Malo. Valientes religiosos, de los que quedan pocos con vida, que llegaron a la Iglesia cuando las misas eran en latín, de espaldas a los fieles y se van confesando en lenguas indígenas, despedidos entre lágrimas por transexuales, prostitutas y migrantes. Jóvenes de la tercera edad que pusieron a los marginados en el centro, hablaban de ecología y estaban más preocupados por la desigualdad que por la pobreza. En esa escuela, sin redes sociales ni YouTube, sino de encíclicas y rompedoras conferencias como Medellín (1968), Puebla (1979) o Santo Domingo (1992), creció Raúl Vera. “Aprendí en un ambiente donde la Iglesia no está sobre el mundo, ni es el centro del mundo, sino que interrelaciona con el mundo”, recuerda en una larga entrevista por Zoom con EL PAÍS.

En la formación de Raúl Vera aparecen tres acontecimientos: Los dominicos, Bolonia y el municipio de Amecameca. Los primeros se cruzaron en su camino cuando terminaba Ciencias Químicas en la UNAM: “Los dominicos nos predicaban el evangelio como de estudiantes que teníamos un compromiso en la transformación de nuestro país. Ellos nos hablaban del evangelio, pero de un evangelio vivo”.

Cuando las cosas se pusieron complicadas y comenzó la represión, los dominicos lo enviaron a estudiar a Bolonia (Italia). Tenía 25 años, y se enamoró de Santo Tomás de Aquino. “Bolonia estaba en pleno cambio y encontré un lugar donde aprender a Santo Tomás en diálogo con la teología contemporánea y los documentos conciliares. O sea, allí yo me sentí sumamente protegido. Allí yo me formé”, dice.

De vuelta a México, su primer destino es un pueblo indígena del centro del país donde descubre a los pobres. “Era un pueblo de campesinos del Estado de México que me dieron toda su confianza. Con ellos aprendí todo. Los dominicos me habían enseñado la Biblia y los pobres a leerla”, dice. América Latina era una caldera en ebullición y política y religión caminaban de la mano.

Desde su llegada al Vaticano en 2013, el papa Francisco ha acompañado su gestión de guiños restauradores a la Teología de la liberación. La humillación de Juan Pablo II en el aeropuerto a Ernesto Cardenal fue revertida con apapachos públicos al monje trapense antes de su muerte en marzo. El Papa también aceleró la beatificación de Óscar Romero, asesinado por paramilitares en 1980 en El Salvador, y reconoció lo que venía sucediendo desde mucho tiempo atrás, que las playeras con el rostro del Santo se vendían en los mercados populares de Centroamérica antes de que el Vaticano le abriera las puertas. Paralelamente desde la llegada del Papa argentino, instituciones como el Opus Dei o Los Legionarios de Cristo, fundada por el mexicano Marcial Maciel, han perdido fuerza y han ganado visibilidad movimientos de base.

-¿Qué recuerda de la Teología de la liberación?

-Mira, yo no me siento teólogo de la liberación sino predicador de un evangelio que libera. Pero teníamos que defendernos de todas las lecturas acomodaticias que hacían. Y yo empecé haciéndolo al hablar de una ‘Teología latinoamericana’, porque con el término liberación nos querían ahorcar.

-Prefiere teología latinoamericana frente a Teología de la liberación.

-Nosotros criticábamos capitalismo feroz, pero quisieron meter la guerra fría y, ah claro, el comunismo.

-¿Qué queda de aquello?

-Queda una Iglesia más encarnada en el mundo. Una Iglesia que no puede huir y sentirse tranquila.

En la navidad de 1994, un grupo de indígenas con pasamontañas y escopetas de madera tomó al asalto la ciudad de San Cristóbal (Chiapas) y el obispo Samuel Ruiz se posicionó junto a ellos, desmarcándose de la postura oficial de la Iglesia, que miraba con recelo aquel peculiar levantamiento que reclamaba “dignidad y buen gobierno”. Chiapas se convertía en último escenario de un levantamiento guerrillero en América latina y la irrupción del subcomandante Marcos sacudió la vida del país. Pronto, Samuel Ruiz, se convirtió en una de las voces de referencia de aquel icónico movimiento que nunca disparó un tiro. En 1995, el Vaticano nombró a Raúl Vera obispo coadjutor de San Cristóbal de Las Casas para dar la vuelta a la situación. Llegaba con poderes y autoridad para cambiar el rumbo y, contrario a lo previsto, se convirtió en un aliado del zapatismo, crítico del capitalismo e impulsor de la transformación social indígena. Aquello tampoco gustó en Roma y cuando debía tomar posesión como obispo titular de San Cristóbal, en el año 2000, Juan Pablo II lo mandó a Saltillo, a 1.717 kilómetros de ahí, a la otra punta del país. Don Samuel, a quien describe como un profeta extraordinario de gran sencillez y formación, “siempre les dijo que la violencia no era el camino, sino el de la justicia. Siempre estuvimos del lado de la justicia y defendimos que no es con represión ni con paramilitares que se logra la justicia. Tiene que haber un cambio y los indígenas deben ser incluidos en la Constitución como sujetos de Derecho y no con concesiones como si fueran menores de edad”, dice desde Saltillo.

Desde su llegada hace 20 años a la capital de Coahuila, el diminuto obispo ha desplegado una actividad incansable al frente de una iglesia centrada en la defensa de los Derechos Humanos. En el norte del país, a una hora de Monterrey, ha levantado un albergue por el que han pasado más de 100.000 centroamericanos; una organización de búsqueda de desaparecidos; una pastoral LGBT+, y ha impulsado en movimientos por el agua, el territorio y el rescate de los mineros de Pasta de Conchos.

Durante la última misa del obispo rojo, Raúl Vera estaba indignado ante lo que acababa de suceder con los 19 migrantes calcinados en Tamaulipas, y estalló ante sus feligreses. “Cómo puede ser que las autoridades no informen”, denunció desde el púlpito. “Los migrantes son un gran negocio para las mafias del crimen organizado que operan en México (…) Les sacaban dinero para pasarlos, pero el grupo enemigo que no quiere que sus rivales ganen dinero con ellos decidió matarlos e incinerarlos”, le dijo al narco en su tierra. Para Raúl Vera, el tema migratorio “es el efecto más doloroso, lacerante y cruel, del sistema económico neoliberal”. “¿Por qué migra la gente? Porque se está muriendo de hambre, porque los salarios son una miseria. Por las tormentas y los huracanes del cambio climático. Por la desigualdad y la violencia. Son las consecuencias de mundo desordenado”.

Su última batalla es lograr que su sucesor no revierta los avances logrados en su oficina de Derechos Humanos, sin embargo, la jubilación del obispo suena al retiro del pastor que, cuando deja de hablar, lleva el silencio a la parroquia, a la catedral, a la diócesis y a la Iglesia, así en mayúscula.

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